Lo que ya no es
![[Img #63272]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2023/9165_2-isabel-copia.jpg)
Hace años que empecé a usar una plataforma para vender aquellas cosas que ya no usaba. En los últimos meses sumé una segunda, con mayor eficacia, y comencé un ciclo de desabastecimiento de objetos. A la rentabilidad se suma, principalmente, la recuperación de espacio y, con él, de sensación de ligereza, de orden, de fluidez. Todo subjetivo, claro, pero me funciona.
Provengo de una familia de acumuladores. Quizás porque las casas antes eran más grandes, y porque era común que las prendas de vestir, de mayor calidad, sin ninguna duda, que las que ahora prueban el mercado, pasarán de primos a hermanos mayores y de éstos, a los pequeños. También con el calzado, los juguetes, etc. El mercado de segunda mano o, como rezan los eslóganes ahora, el “darles una segunda vida a los objetos” no era una opción, sino una necesidad, y ya estaba inventado hace muchas décadas. En mi entorno, nada se tiraba, se guardaba, porque “nunca se sabe” y porque “lo que ahora no desprecias, vete a saber si lo vas a necesitar en el futuro”. Épocas de carencias y necesidad amparaban, creo yo, este almacenamiento masivo. En mi caso la excusa es otra: nunca sé lo que me puede servir para crear un personaje. Algo que me fascina es ver como un objeto que compré de una manera circunstancial, y que se ha mantenido en barbecho mucho tiempo, de repente encuentra totalmente su razón de ser, como si hubiese estado premeditadamente adquirido para ello. Entonces recuerdo cuándo, cómo y dónde, y hasta en qué estaba pensando o cuáles eran mis fantasías respecto a él y el lugar curioso que acaban ocupando.
He de reconocer que parte de esa herencia consiste en tener en mi armario prendas con etiquetas, o zapatos en sus cajas sin estrenar. Deshacerme de estos objetos es liberador, pero también tiene un retrogusto de nostalgia: aquello que no conseguí ser, que no conseguí vivir, la ilusión que acompañaba al objeto y que ahora se convierte en renuncia. Me ha pasado esta semana con una delicadas sandalias plateadas con perlas de una firma. Llevarán más de veinte años a mi lado, impolutas, en su caja. Aunque he puesto todo tipo de objetos a la venta, hay algunos que los hago casi deseando que nadie se los lleve. Pues estas sandalias han sido perseguidas, a pesar de haberme hecho la remolona en contestar, por una joven italiana que las quiere para acompañar su vestido de boda. Se las enviaré mañana en una cajita llena de nostalgia, donde estarán todos esos momentos que yo no viví y que no viviré.
Me pasa un poco eso ahora. De la ilusión de adquirir con toda la potencialidad que, admitimos, va pareja al objeto, al desencanto vital que asume lo que ya no será posible. Es como una despedida paulatina a las esperanzas. Quizás tenga algo de despedida de otro tipo. Mi abuela, en sus últimos años, se negaba a comprarse nada nuevo, un vestido, por ejemplo, porque decía que no lo aprovecharía. Y yo voy vaciando mi espacio vital con la misma sensación: no quiero incorporar nada nuevo, solo ir dejando salir, ir dejando irse. Apenas necesito nada realmente. Yo no sé qué tenemos en la cabeza cuando somos jóvenes o cómo se nos estropea cuando vamos hacia la senectud. Igual que acepto que tengo libros en casa que moriré sin leer, me sucede con esmaltes o sombras de ojos, con lencería de la de ocasiones especiales, pero también, con todo tipo de objetos. Debe ser cosa de la edad. Lo hablo con personas de mi quinta y parece que les pasa más o menos lo mismo. O eso, o que me produce una tristeza infinita ver esas vidas desahuciadas y indecentemente expuestas en los días en los que toca bajar los ‘trastos’ para que los recoja la basura: mesillas con tapetes de ganchillo que unas manos tardaron en elaborar, fotos desorientadas, toallas con iniciales bordadas, vajillas sin estrenar… y yo quisiera evitar que alguien tuviese que venir a deshacer la memoria de mis restos. Prefiero dejar el trabajo hecho.
Hace años que empecé a usar una plataforma para vender aquellas cosas que ya no usaba. En los últimos meses sumé una segunda, con mayor eficacia, y comencé un ciclo de desabastecimiento de objetos. A la rentabilidad se suma, principalmente, la recuperación de espacio y, con él, de sensación de ligereza, de orden, de fluidez. Todo subjetivo, claro, pero me funciona.
Provengo de una familia de acumuladores. Quizás porque las casas antes eran más grandes, y porque era común que las prendas de vestir, de mayor calidad, sin ninguna duda, que las que ahora prueban el mercado, pasarán de primos a hermanos mayores y de éstos, a los pequeños. También con el calzado, los juguetes, etc. El mercado de segunda mano o, como rezan los eslóganes ahora, el “darles una segunda vida a los objetos” no era una opción, sino una necesidad, y ya estaba inventado hace muchas décadas. En mi entorno, nada se tiraba, se guardaba, porque “nunca se sabe” y porque “lo que ahora no desprecias, vete a saber si lo vas a necesitar en el futuro”. Épocas de carencias y necesidad amparaban, creo yo, este almacenamiento masivo. En mi caso la excusa es otra: nunca sé lo que me puede servir para crear un personaje. Algo que me fascina es ver como un objeto que compré de una manera circunstancial, y que se ha mantenido en barbecho mucho tiempo, de repente encuentra totalmente su razón de ser, como si hubiese estado premeditadamente adquirido para ello. Entonces recuerdo cuándo, cómo y dónde, y hasta en qué estaba pensando o cuáles eran mis fantasías respecto a él y el lugar curioso que acaban ocupando.
He de reconocer que parte de esa herencia consiste en tener en mi armario prendas con etiquetas, o zapatos en sus cajas sin estrenar. Deshacerme de estos objetos es liberador, pero también tiene un retrogusto de nostalgia: aquello que no conseguí ser, que no conseguí vivir, la ilusión que acompañaba al objeto y que ahora se convierte en renuncia. Me ha pasado esta semana con una delicadas sandalias plateadas con perlas de una firma. Llevarán más de veinte años a mi lado, impolutas, en su caja. Aunque he puesto todo tipo de objetos a la venta, hay algunos que los hago casi deseando que nadie se los lleve. Pues estas sandalias han sido perseguidas, a pesar de haberme hecho la remolona en contestar, por una joven italiana que las quiere para acompañar su vestido de boda. Se las enviaré mañana en una cajita llena de nostalgia, donde estarán todos esos momentos que yo no viví y que no viviré.
Me pasa un poco eso ahora. De la ilusión de adquirir con toda la potencialidad que, admitimos, va pareja al objeto, al desencanto vital que asume lo que ya no será posible. Es como una despedida paulatina a las esperanzas. Quizás tenga algo de despedida de otro tipo. Mi abuela, en sus últimos años, se negaba a comprarse nada nuevo, un vestido, por ejemplo, porque decía que no lo aprovecharía. Y yo voy vaciando mi espacio vital con la misma sensación: no quiero incorporar nada nuevo, solo ir dejando salir, ir dejando irse. Apenas necesito nada realmente. Yo no sé qué tenemos en la cabeza cuando somos jóvenes o cómo se nos estropea cuando vamos hacia la senectud. Igual que acepto que tengo libros en casa que moriré sin leer, me sucede con esmaltes o sombras de ojos, con lencería de la de ocasiones especiales, pero también, con todo tipo de objetos. Debe ser cosa de la edad. Lo hablo con personas de mi quinta y parece que les pasa más o menos lo mismo. O eso, o que me produce una tristeza infinita ver esas vidas desahuciadas y indecentemente expuestas en los días en los que toca bajar los ‘trastos’ para que los recoja la basura: mesillas con tapetes de ganchillo que unas manos tardaron en elaborar, fotos desorientadas, toallas con iniciales bordadas, vajillas sin estrenar… y yo quisiera evitar que alguien tuviese que venir a deshacer la memoria de mis restos. Prefiero dejar el trabajo hecho.