José Antonio Vizcaíno
Domingo, 08 de Diciembre de 2013

Astorga: El museo de los caminos

Ofrecemos un fragmento del libro 'De Roncesvalles a Compostela' (año 1965), en el que José Antonio Vizcaíno relata su estancia en Astorga y su trato con personas muy conocidas de la ciudad. El autor cuenta que realizó el viaje a toda marcha, durante el mes de enero, y que el libro fue escrito en los mismos lugares y en las mismas jornadas en que aconteció cuanto relata.

 

[Img #6679]


Pacho y Marcos, los dos amigos leoneses del peregrino, hablaron a éste elogiosamente de don Augusto Quintana, encomiándole a que le visi­tara a su llegada a Astorga.

—No deje de ir a ver a don Augusto; ya verá qué bien le acoge. Es una gran persona y, ade­más, un enamorado de los temas jacobeos.

Y así lo hizo el peregrino, siempre cumplidor y obediente, apenas establecido el contacto nece­sario con la bella capital de la maragatería.

—Por favor, supongo que usted conoce a don Augusto Quintana, ¿dónde podría encontrarle?

—Pues, no tengo ni idea, ¡cualquiera sabe! Vaya usted a su casa.

El dueño del café Imperial es hombre fuerte, joven aún, de maneras bruscas que desconciertan.

—Se lo pregunto porque soy forastero y, na­turalmente, ignoro el domicilio de ese señor y el de cualquier otro astorgano.

—Ah, pues, mire... No crea que yo sé mucho más, ¿sabe? Yo estoy a mi negocio y... Si tuviera que enterarme de dónde está cada persona a cada momento, ¡aviao iba!

El peregrino no es tan inexperto como para creer en la posibilidad de entendimiento entre dos personas, cuando una de ellas no quiere; por eso, abandona su inicial propósito y se decide a continuar la investigación por derroteros más propicios.

—¿Qué debo?

—Nada, la casa invita.

(¡Hombre, ni lo uno ni lo otro! Vamos a ser más comedidos.) Se nota que el dueño del café Imperial es algo extremado. Sin embargo, no per­mite que el peregrino abone la cuenta y, por añadidura, le facilita cuantos detalles puede.

—Me parece que a don Augusto Quintana le encontrará ahí enfrente, en la emisora; si no, un poco más arriba, donde el cine, en Cáritas.

El café Imperial está en una plaza grande y amplia, la de Santocildes, en cuyo centro se le­vanta el monumento de los Sitios, con el león rugiente y poderoso aplastando al águila venci­da. El café Imperial está todo adornado de moti­vos taurinos.

—Este es un bar de mucho cartel —comenta el dueño, jocosamente.

En la misma plaza hay varios cafés más: el Central, que es enorme; el Regio, muy moderno... Otra plaza más atrás, con soportales, pega­da a la de Santocildes, donde está el ayuntamien­to. En la fachada de este edificio, a ambos lados del reloj, los dos maragatos de tamaño natural —los populares Colasa y Perico— que dan las horas descargando sus mazas sobre el bronce so­noro. Debajo, unas esquilas para contar los cuar­tos. Circula por la comarca, a propósito de este lance y de la avaricia de las gentes de la tierra, el siguiente dicho: «Los maragatos dan las horas, pero no dan los cuartos.» 


—A don Augusto Quintana es posible que le encuentre a esta hora en el Seminario.

Lo cierto es que los maragatos fueron recono­cidos siempre por su proverbial honradez (no exenta de cabezonería, desde luego, que a una cualidad acompaña la «otra») y, por ello, su prin­cipal trabajo ha sido, desde hace luengos años, el acarreo de mercancías y valores con la total seguridad de la llegada a su destino.

 —No, don Augusto Quintana no viene aquí por las tardes; sólo por las mañanas. ¿Ha pre­guntado en su casa?

Después de recorrer emisora, oficina de Cáritas, Seminario, domicilio particular y Palacio Episcopal, el peregrino estaba anonadado y sin saber a dónde recurrir. En esto, atisbo de lejos la oscura silueta de un sacerdote y hacia él se fue sin más dudas.

—Perdone, padre. Usted, por casualidad, ¿no será don Augusto Quintana?

—Pues, no, hijo; no lo soy. ¡Ni por casuali­dad! ¿Hace mucho que le busca?

—Un buen rato y por todas partes. Por favor, no me diga otro Sitio más donde pueda hallarle.

—No, hijo, donde yo le voy a decir no es fácil ir buscarle. Seguramente habrá salido fuera, a León o a cualquier otro lugar cercano, y no regresará hasta la noche. El tiene mucho trabajo,como us­ted mismo ha comprobado. 


[Img #6678]

Astorga, ciudad privilegiada, favorita de Roma, calificada por Plinio como magnífica, designada 'Augusta' en la jerga imperial, por cuya calzada rodó el oro de las provincias, rumbo a la Ciudad Eterna —como un anticipo de la posterior ocu­pación de los maragatos— fue centro de vastas propiedades que abarcaban gran parte de Espa­ña y favorecida con honores y riquezas que la hicieron potente. Con el transcurso de los siglos, su anterior pujanza se vio resquebrajada por la inundación guerrera que la castigó con fiera Saña. Invasiones bárbaras, correrías musulmanas, lu­chas fratricidas, ataques napoleónicos, asolaron una y otra vez la bella ciudad, y aún las viejas murallas muestran en su descarnadura las hue­llas brutales de tan violentos y despiadados ím­petus.

El peregrino andante, a la caída de la tarde, dio un largo paseo por la ciudad. La Catedral y el Palacio Episcopal se yerguen juntos, al norte de una extensa plazoleta que conmemora a los Caídos. Nubes de grajos oscurecen el azul de­cadente del cielo y revolotean en torno a las to­rres majestuosas. No lejos, el muro de las Em­paredadas, por cuya ventana, labrada en piedra, parece que va a surgir de un momento a otro el rostro desencajado de una mujer, cuyas manos se crispen sobre los fríos barrotes, cuyas voces resuenen como aullidos bestiales, cuyos ojos ex­presen la doliente ignominia de la humanidad. Y un letrero terrible, inmisericorde, profético: «Acuérdate de mi condición, porque así será la tuya. A mí ayer, a ti hoy.»


El paseo de la muralla recorre parte de ésta y remata en un florido mirador que se asienta so­bre vestigios romanos: la torre de Cornelio, el alcantarillado, la sinagoga...

—Debe ser muy tarde, ¿verdad?

El viejo y el niño juegan con la tierra. El niño la amontona en un cubo, apalea la superficie y la vuelca como un flan sobre la rodilla del viejo.

—Acaban de dar las siete hace poco.

El viejo ríe ante las travesuras del niño. El niño ríe también. Los dos son felices.

—Tendremos que marcharnos en seguida. Sus padres se enfadan si lo llevo tarde.

Pero el viejo y el niño se quedan un poquito más. Cada tarde, salen a dar una vuelta por los alrededores de la ciudad; juegan, ríen, hablan de sus cosas; y siempre retardan el momento de la partida. Aunque, luego, el viejo se gane una regañina y finja, con los ojos bajos, estar apesa­dumbrado.


[Img #6682]


—Nos divertimos tanto los dos juntos...

Estirar los minutos felices, como si fueran de goma, es propia condición de los humanos. Lás­tima que, en ocasiones, la goma se rompa de tan­to forzarla y fustigue duramente el rostro o las manos de quien la empuña.

—‘El peor día nos prohíben estas salidas.

El viejo le cuenta al peregrino que vive en Astorga, con los hijos y el nieto, pero que es na­tural de Villandangos, ese pueblo santiaguista cercano a Hospital de Órbigo, el nombrado 'Villata' por los romanos que guarda una imagen ecuestre del Apóstol en el altar mayor de su pa­rroquia.

—¿Ha pasado usted por el Santuario de la Virgen del Camino? Pues, muy cerca, donde aho­ra está el aeródromo, he trabajado yo muchos años. Toda una vida pegado a la tierra -al viejo se le pone la expresión nostálgica, mientras el niño, por rara coincidencia, le vierte encima el contenido del cubo-. ¡Cuántas veces he hun­dido yo estas manos en su vientre fecundo para arrancarla los frutos! Con razón decía un paisa­no mío que los labradores somos los parteros de la tierra.

Hay un silencio largo. Anochece y la voz del viejo se toma más grave.

—Ahora vuelan los aviones por donde antaño lo hicieron las piedras. Cuando la Virgen se le apareció al pastor, le pidió prestada su honda y lanzó la piedra a gran distancia, para señalar el sitio en que habían de construir la iglesia.

— ¡Abuelito, cuenta lo del moro! —el niño ha dejado de jugar y se apoya contra el viejo.

 —Ah, pícaro, cuánto te gusta oír esa historia. Y no será porque no la he repetido miles de ve­ces —sin embargo, se ve que al viejo le satis­face relatarla de nuevo—. La Virgen del Camino redimió a un cristiano, cautivo en Argel, al que habían encerrado dentro de un cofre para que no pudiera escapar. Los moros lo amarraron con cadenas y uno de ellos se aposentó encima de la tapa que cubría al caballero cristiano. Pero la Virgen del Camino se llevó el cofre en volandas, con el caballero dentro y el moro encima y lo trajo a España, donde el cristiano fue liberado y el moro convertido a nuestra religión.

El peregrino andante halló a don Augusto Quintana al final de la tarde, conviniendo en que se verían a la mañana siguiente en el Palacio Episcopal.

—Le mostraré el Museo de los Caminos, que lo tenemos allí instalado, y podrá admirar una prueba más del portentoso genio creador de Gaudí.

Don Augusto Quintana es uno de los hombres más documentados que se encuentran a lo largo de la ruta. Pocos como él para conocer a fondo cuantas circunstancias históricas, artísticas o de cualquier otra índole, se relacionan con el Cami­no de Santiago. Sacerdote joven, vigoroso, senci­llo de trato, parco en palabras, causó en el pere­grino inmejorable impresión.

—Astorga es uno de los puntos clásicos del Camino de Santiago  y la página más gloriosa de su dilatada historia la marca el gran número de sus hospitales de la Edad Media. Tan sólo Burgos, con la diferencia de una de estas insti­tuciones a su favor, la aventaja. Veinticinco hubo en la capital castellana y veinticuatro en Astorga, lo que quiere decir que en todas las ca­lles había uno de ellos y que los peregrinos eran atendidos con auténtico espíritu de solidaridad y desinterés encomiable.

Solucionado favorablemente el inmediato alo­jamiento del peregrino, dirigióse éste al café Im­perial, en el mismo instante en que los sonoros cielos descargaban una fortísima tormenta de agua y luz, que, cual doméstica eficiente y cum­plidora, barría y fregaba a conciencia hasta sa­carle brillo a la ciudad.

— ¡Hola, amigo, buenas noches! —al dueño le alegra la presencia del peregrino—. En buen mo­mento viene, ¿eh? Ya estaba yo pensando: ¿qué hará este hombre por ahí con semejante tempo­ral? —volviéndose hacia unos parroquianos—. Este es el muchacho del que os hablaba antes. Ahí le tenéis: un tío bragao; que para echarse en esta época a las carreteras hay que tener un par de narices.

—Y más valor que el Guerra —comenta uno.

—Eso es peor que plantarse delante de un miura —dice otro.

En seguida se nota que los parroquianos dis­frutan aludiendo a las aficiones taurómacas del dueño y gustan de embromarle con frecuencia a costa de las tales.

—¿Quiere usted una taza de caldo de lacón? Pruébela y verá cosa buena. Es especialidad de la casa.

Los pueblos precedentes a Astorga en el iti­nerario jacobeo, a partir de Hospital de Órbigo, son: Villarés de Órbigo, con parroquia dedicada a Santiago; Calzada, que no es más de lo que su nombre indica; y San Justo de la Vega, pró­ximo a la famosa fuente de Santiago, la que, generosa con los peregrinos sedientos, brotó bajo los cascos del corcel del Apóstol.

El peregrino durmió esa noche en Astorga, no a pierna suelta —que sería expresión poco grá­fica y convincente— sino a cuerpo desmembra­do : un brazo por aquí, otro por allá, un pie en un extremo de la cama, el opuesto haciendo com­pás...

—Le he puesto unas mantecadas para desayu­nar; ya verá qué ricas son.


[Img #6673]



Astorga no ha perdido su carácter medieval; ni en el aspecto urbano, ni en el trato de sus gentes. Después de tantos años de estar consa­grada al cuidado de los peregrinos, de alentar exclusivamente para el cultivo y la propagación del romeraje, no es extraño que las reminiscen­cias hospitalarias de hoy sean límpidas aguas de un manantial inagotable. 

—¿Usted es Emilio? -

—Sí, señor. Ya me avisó esta mañana don Au­gusto de que vendría usted. Venga conmigo y le enseñaré la Catedral.

La Catedral de Astorga comenzó a edificarse en el año 1471 y fue concluida a mediados del siglo XVIII. Armoniza, por tanto, la diversidad de estilos que predominaron en las diferentes épocas, desde el gótico florido del ábside, hasta el barroco recargado de la fachada delantera, sin omitir el período renacentista del que es mues­tra la fachada posterior. Su principal puerta de entrada es riquísima en alegorías, entre las que resalta la de Cristo azotando a los mercaderes, notable por la expresión de enfado del Señor —su ceño fruncido— tan bien lograda. Profusión de adornos en los capiteles.

Emilio conduce al peregrino a las salas del Museo y del Tesoro. Emilio es el guía de la Ca­tedral y el depositario de confianzas de la supe­rior jerarquía. Tiene el rostro afilado, vivos los ojos, acusados los pómulos, la nariz judaica. El mismo dice que es «un producto típico de la tie­rra».

Admira el peregrino un Calvario del siglo XI, delicioso en su rusticidad, otro de marfil, un co­fre de Alfonso III el Magno, distintas vírgenes románicas, vestiduras de terciopelo...

—-El retablo del altar mayor es renacentista, de Gaspar Becerra, y fue decorado por otros dos Gaspares: el de Hoyos y el de Palencia. La si­llería del coro de Nicolás y Juan de Colonia, Ro­berto de Montmorency, Pedro del Camino...

En un arcón están pintados los doce apóstoles, con Santiago y San Pedro en el centro, y uno de los cuadros representa el traslado de los restos del «Hijo del Trueno» a los dominios de la reina Lupa.

—En la Catedral hay cinco imágenes de San­tiago Peregrino: en la entrada, en el altar ma­yor, en otro adyacente, en una vidriera...

Antonio Gaudí, el genial arquitecto catalán, vivió unos años en Astorga. Eran los últimos del siglo XIX, cuando el obispo don Juan Bautista Grau ideó levantar un palacio suntuoso que al­bergara su magnificencia. Gaudí trabajó con en­tusiasmo en tal proyecto y de su inspiración, fantástica y caprichosa, brotó, como cascada de espuma, la blancura suave y sorprendente de tan bello edificio. No obstante, la muerte prematura del obispo Grau truncó la obra, que permaneció abandonada durante muchos años, hasta que, en 1913, Ricardo Guereta la terminó.

—Por favor, deseo ver a don Augusto Quin­tana.

El peregrino ha llegado a las puertas del pa­lacio. Tres ángeles, enhiestos sobre sus pedesta­les, custodian el jardín.

En el interior del Palacio Episcopal ha sido instalado el Museo de los Caminos. Su director, don Augusto Quintana, le dice al peregrino:

—La idea inicial del Museo es la de recoger todo aquello que pueda relacionarse con el cons­tante caminar del hombre por los senderos del mundo, para ofrecerlo a la contemplación de los visitantes, concretándolo en tres épocas impor­tantes de Astorga: la romana, la medieval de los peregrinos compostelanos y la moderna de los arrieros maragatos.

El Museo de los Caminos se halla todavía en iniciación, porque una empresa de tamaña enver­gadura no es posible ejecutarla en breve plazo. Hasta ahora, desde el año 1963 en que fue pre­visto, consta de varias salas con fotografías, ma­pas, imágenes, maquetas y extensa documenta­ción.

-Poco a poco iremos ampliando.

El Palacio consta de cuatro plantas. En la se­gunda, cuatro estancias magníficas, singularmen­te concebidas y con luz distinta. Son: el salón del trono, el comedor de gala, el despacho ofi­cial y la capilla.

Un monumento antiquísimo, digno de ver en Astorga, es la 'Ergástula'. El peregrino tuvo que ir a la tienda de relojes de don Obdulio, sita a la vera del ayuntamiento y solicitar el corres­pondiente permiso para pasar por la trastienda. Es un túnel sombrío, hecho de argamasa —cuya dureza equivale ya a la del acero— donde los ro­manos encerraban a sus prisioneros. Contem­plarla hoy, tal como ocurre con la celda de las Emparedadas, sobrecoge y evoca las más sinies­tras crueldades y los más feroces tormentos.

El Museo Diocesano —anexo a la Catedral—, la parroquia de Santa Marta, la capilla de San Es­teban, el convento de San Francisco, la iglesia de San Bartolomé, el santuario de Fátima, el monu­mento a la Inmaculada, el hospital de San Juan, son joyas arquitectónicas y ornamentales, por­tadoras de estilos diversos, honra de la ciudad y de sus hombres, que testifican la importan­cia de Astorga en el Camino de Santiago y la definen como feliz preliminar de la arribada a Compostela.

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.