Sol Gómez Arteaga
Sábado, 29 de Abril de 2023

Examen de conciencia

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De pequeña me confesaba eludiendo inconscientemente aquellos actos íntimos y pensamientos impuros que me producían vergüenza y ‘soltaba’ pecados menudos que entendía que podía decir sin rubor, sin pudor. Cosas corrientes, en sintonía con el común de los chavales de mi entorno del tipo “he desobedecido a mis padres, he sisado cien pesetas de la cartera de mi madre, he fumado en mi cuarto con la ventana abierta”, que el sacerdote recibía en el recogimiento del confesionario para infligir pequeñas penitencias -un credo, un padrenuestro, dos avemarías- que, tras el ego te absolvo, acataba aliviada y de mil amores.

El ejercicio de la confesión es, como tantas otras cosas, un acto social.  

  

Dejé de confesarme pronto. Hoy revivo aquellos instantes como si hubieran acontecido en otra vida. O a otros. En el presente me autoconfieso en un ejercicio íntimo de introspección, buscando en mi interior qué es lo que me preocupa, azuza, desasosiega, escuece, causa malestar, que unas veces tiene que ver con mis propios comportamientos, pensamientos, actitudes, otras con los comportamientos, actitudes, pensamientos de los demás, habida cuenta de que los conflictos son siempre de dos tipos: o con nosotros mismos o con otros. En esa búsqueda interior de malestares creo no equivocarme si afirmo que somos legión.

 

Ocurre que a veces el desahogo lo hacemos con amistades más o menos íntimas, e incluso con desconocidos a los que, justo porque sabemos que no veremos más, contamos nuestras penurias - ¡Qué alivio soltar lastre ante una persona que solo está de paso!-. O frente a profesionales que tienen por oficio la escucha y que nos ayudan a orientarnos cuando nos desnortamos. La psicología y la psiquiatría, pienso a veces, son la evolución moderna del sacerdocio. También pienso lo bueno que sería si en los parques públicos instalaran confesionarios laicos que nos permitieran dar rienda suelta a esos esos secretos inconfesables que, como posos de café, se nos van quedando muy dentro. Ahora que arranca la campaña electoral, habida cuenta de lo solos y necesitados de escucha que estamos, podría ser una buena propuesta que hacerles a nuestros gobernantes. Bromas aparte creo que algo así podría funcionar.

 

Hace ya la friolera de treinta años, tuve un sueño en un hotel de París. Ocurrió en la hora de la siesta. Fue un sueño pesado, denso, en el que me suspendía a mí misma. Y me condenaba. Desperté con un tremendo desasosiego. Recuerdo que en aquellos momentos me encontraba inmersa en la elección de pequeños ‘souvenirs’ para personas que creía que no lo merecían. Hice esas compras de compromiso y nunca olvidé el sueño.

 

Años más tarde enlacé ese sueño con una frase atribuida al poeta místico San Juan de la Cruz que dice “Al final de la vida nos examinarán de amor”. La frase quedó largo rato resonando en mi cerebro y acabé dotándola de sentido propio, pues entendí que ese examen no es sino un autoexamen no solo de amor sino de más cosas: de soberbia, de envidia, de coraje, de coherencia, de narcisismo, de humildad, de atención a otros, que no debemos posponer para el final de nuestros días -¡Sabe dios como estaremos al final de nuestros días!-, sino que tenemos que tener muy presente en este oficio de vivir que nos ocupa en el que estamos continuamente errando.  

 

Si la mayoría de esas veces conseguimos aprobarnos con un cinco raspado, es suficiente. Yo con un cinco me conformo. Me basta.

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