Madame
![[Img #63379]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2023/1712_2-dsc_0205-copia.jpg)
Ha vuelto a sonar el teléfono dos veces al día. Son llamadas anónimas, no registradas por mi agenda. Es un número de teléfono fijo que corresponde a la provincia de Valencia.
Hace un par de años recibí de este mismo prefijo varias llamadas más. Una voz de anciana preguntaba por un nombre de pila. Al averiguar que se había equivocado colgaba educadamente, pero continuó insistiendo, o equivocándose, durante una temporada más. Creo que la persona por la que preguntaba y yo, debemos de tener un número de móvil muy parecido. Quizá difiera en un número y a la mujer le bailan las cifras.
Insisto una y mil veces diciéndole que no soy la persona por la que pregunta. Cuelga disculpándose y al cabo de unas horas la llamada se repite. He adivinado que lo que desea es charlar con alguien. Mi conclusión es que está muy sola y el tiempo se dilata enormemente en su sala vacía. Le he seguido el juego y ahora sé que duerme más tranquila. Me he convertido en su amiga invisible, en una especie de teléfono de la esperanza contra el aislamiento de ‘madame’; porque ‘madame’ aún no ha confesado su nombre ni yo se lo he preguntado. Prefiere mantener un anonimato cómplice al que yo he accedido gustosa. Como un juego de falsas identidades que a ‘madame’ le es muy necesario.
Y así permanecemos ‘madame’ y yo. Contándonos lo extraño de la vida. Lo caro que está el mundo, o el tiempo que se tarda en afilar un lapicero cuando te han escayolado el brazo izquierdo. Conversaciones vagas, a la deriva de un mar sin asombro. Ya sin oleaje. La resignación del que sabe que el pasado es inalcanzable y el futuro una lámina infinita. Como dijo Cernuda:
Tú, verdad solitaria,
Transparente pasión, mi soledad de siempre,
Eres inmenso abrazo;
El sol, el mar,
La oscuridad, la estepa,
El hombre y su deseo,
La airada muchedumbre,
¿qué son sino tú misma?
Por ti, mi soledad, los busqué un día;
en ti, mi soledad, los amo ahora.
La estadística de ancianos solitarios se ha disparado hasta el límite del desasosiego. Miles de pisos y casas ocupadas por una sola persona a la que sus parientes y amigos han dejado de atender con la debida frecuencia. Personas solas que dependen de la atención del vecindario o de un dispositivo que, colgado al cuello, sirve de alarma por si un malestar acontece. Últimamente aparecen noticias sobrecogedoras en la prensa. Ancianos que mueren en completa soledad, a veces son descubiertos varios días después de su fallecimiento por vecinos extrañados de no verles en el mercado del sábado, o asomados a la ventana. A veces transcurren meses e incluso en casos extremos ya han pasado años. Recuerdo la noticia de la aparición de un cadáver momificado encima de la cama. Ocurrió en pleno centro de la ciudad y se trataba de una anciana que se había quedado sin familia. Nadie alrededor. Sin familia. Son palabras que agobian, que punzan, que estremecen. Que se asoman a un vacío siniestro, como de la época más oscura que habitaron nuestros abuelos. Con olor a talco y naftalina caducada en los armarios.
La sociedad de la indiferencia y del desapego recorre un camino enlosado de tragedias sin fin. Irá en aumento y se llama soledad crónica de sociedades insuficientes.
Ha vuelto a sonar el teléfono dos veces al día. Son llamadas anónimas, no registradas por mi agenda. Es un número de teléfono fijo que corresponde a la provincia de Valencia.
Hace un par de años recibí de este mismo prefijo varias llamadas más. Una voz de anciana preguntaba por un nombre de pila. Al averiguar que se había equivocado colgaba educadamente, pero continuó insistiendo, o equivocándose, durante una temporada más. Creo que la persona por la que preguntaba y yo, debemos de tener un número de móvil muy parecido. Quizá difiera en un número y a la mujer le bailan las cifras.
Insisto una y mil veces diciéndole que no soy la persona por la que pregunta. Cuelga disculpándose y al cabo de unas horas la llamada se repite. He adivinado que lo que desea es charlar con alguien. Mi conclusión es que está muy sola y el tiempo se dilata enormemente en su sala vacía. Le he seguido el juego y ahora sé que duerme más tranquila. Me he convertido en su amiga invisible, en una especie de teléfono de la esperanza contra el aislamiento de ‘madame’; porque ‘madame’ aún no ha confesado su nombre ni yo se lo he preguntado. Prefiere mantener un anonimato cómplice al que yo he accedido gustosa. Como un juego de falsas identidades que a ‘madame’ le es muy necesario.
Y así permanecemos ‘madame’ y yo. Contándonos lo extraño de la vida. Lo caro que está el mundo, o el tiempo que se tarda en afilar un lapicero cuando te han escayolado el brazo izquierdo. Conversaciones vagas, a la deriva de un mar sin asombro. Ya sin oleaje. La resignación del que sabe que el pasado es inalcanzable y el futuro una lámina infinita. Como dijo Cernuda:
Tú, verdad solitaria,
Transparente pasión, mi soledad de siempre,
Eres inmenso abrazo;
El sol, el mar,
La oscuridad, la estepa,
El hombre y su deseo,
La airada muchedumbre,
¿qué son sino tú misma?
Por ti, mi soledad, los busqué un día;
en ti, mi soledad, los amo ahora.
La estadística de ancianos solitarios se ha disparado hasta el límite del desasosiego. Miles de pisos y casas ocupadas por una sola persona a la que sus parientes y amigos han dejado de atender con la debida frecuencia. Personas solas que dependen de la atención del vecindario o de un dispositivo que, colgado al cuello, sirve de alarma por si un malestar acontece. Últimamente aparecen noticias sobrecogedoras en la prensa. Ancianos que mueren en completa soledad, a veces son descubiertos varios días después de su fallecimiento por vecinos extrañados de no verles en el mercado del sábado, o asomados a la ventana. A veces transcurren meses e incluso en casos extremos ya han pasado años. Recuerdo la noticia de la aparición de un cadáver momificado encima de la cama. Ocurrió en pleno centro de la ciudad y se trataba de una anciana que se había quedado sin familia. Nadie alrededor. Sin familia. Son palabras que agobian, que punzan, que estremecen. Que se asoman a un vacío siniestro, como de la época más oscura que habitaron nuestros abuelos. Con olor a talco y naftalina caducada en los armarios.
La sociedad de la indiferencia y del desapego recorre un camino enlosado de tragedias sin fin. Irá en aumento y se llama soledad crónica de sociedades insuficientes.