Elogio de la lentitud
![[Img #63380]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2023/499_6-isabel-barcelona-segundo-y-tercer-dia-609-copia.jpg)
Que el cuerpo es muy sabio y que, si nosotros no paramos voluntariamente, ya se encarga él de hacernos tomar consciencia y nos detiene a su voluntad, es algo que venimos escuchando y que, incluso, podemos llegar a dar por válido.
Elegir cómo tomarnos ese parón obligado es ya cosa nuestra. Yo no soy mucho de parar, ni siquiera en los meses que he estado con escayola, pero parece que algo sí que he aprendido en este primer trimestre del año: a decir que no, a escoger la dedicación de tiempo. Y parece que me he aplicado bien a fondo, porque esta semana, por primera vez en muchos, muchísimos años, no he tenido la espada de Damocles de las obligaciones sobre mi cabeza. Tenía tiempo libre, tiempo para mí. Ayer regresé a casa al anochecer caminando por la orilla del Port Vell, admirando las señoriales fachadas de la vieja Barcelona que dan al Paseo de Colón, las esculturas arquitectónicas que se recortaban contra un cielo plagado de colores, el inmenso tamaño de Nuestra Señora de la Mercê. Olía el mar, escuchaba el silencio intercalado entre el ruido de la ciudad.
Dejar de correr de un lado para otro, de una tarea para otra, compaginando diferentes itinerarios profesionales y, de repente, todo detenido. La vida parece otra cosa, como un parque de juegos lleno de atracciones a las que subirse para disfrutar. Saborear lo cotidiano, caminar sin prisas, descubrir con sorpresa la belleza de edificios por delante de los cuales he pasado en infinidad de ocasiones, detectar la variedad de colores en las pupilas de la persona con la que estoy charlando, recuperar el placer de las llamadas a los amigos solo para saber de ellos. Leer un libro por mero placer y no por cuestiones laborales, dejar perderse la mirada en el horizonte y dar permiso a la mente para viajar sin censura. Acostarme sin el listado de las tareas pendientes. Plantearme dónde ir el fin de semana.
Esas pequeñas cosas que había olvidado y que reaparecen de repente con todo su sabor, y me estallan en la boca, en las comisuras, me salpican la blusa y me enmarañan el pelo, mientras se van, haciéndome cosquillas y empujándome para delante: a la vida.
Que el cuerpo es muy sabio y que, si nosotros no paramos voluntariamente, ya se encarga él de hacernos tomar consciencia y nos detiene a su voluntad, es algo que venimos escuchando y que, incluso, podemos llegar a dar por válido.
Elegir cómo tomarnos ese parón obligado es ya cosa nuestra. Yo no soy mucho de parar, ni siquiera en los meses que he estado con escayola, pero parece que algo sí que he aprendido en este primer trimestre del año: a decir que no, a escoger la dedicación de tiempo. Y parece que me he aplicado bien a fondo, porque esta semana, por primera vez en muchos, muchísimos años, no he tenido la espada de Damocles de las obligaciones sobre mi cabeza. Tenía tiempo libre, tiempo para mí. Ayer regresé a casa al anochecer caminando por la orilla del Port Vell, admirando las señoriales fachadas de la vieja Barcelona que dan al Paseo de Colón, las esculturas arquitectónicas que se recortaban contra un cielo plagado de colores, el inmenso tamaño de Nuestra Señora de la Mercê. Olía el mar, escuchaba el silencio intercalado entre el ruido de la ciudad.
Dejar de correr de un lado para otro, de una tarea para otra, compaginando diferentes itinerarios profesionales y, de repente, todo detenido. La vida parece otra cosa, como un parque de juegos lleno de atracciones a las que subirse para disfrutar. Saborear lo cotidiano, caminar sin prisas, descubrir con sorpresa la belleza de edificios por delante de los cuales he pasado en infinidad de ocasiones, detectar la variedad de colores en las pupilas de la persona con la que estoy charlando, recuperar el placer de las llamadas a los amigos solo para saber de ellos. Leer un libro por mero placer y no por cuestiones laborales, dejar perderse la mirada en el horizonte y dar permiso a la mente para viajar sin censura. Acostarme sin el listado de las tareas pendientes. Plantearme dónde ir el fin de semana.
Esas pequeñas cosas que había olvidado y que reaparecen de repente con todo su sabor, y me estallan en la boca, en las comisuras, me salpican la blusa y me enmarañan el pelo, mientras se van, haciéndome cosquillas y empujándome para delante: a la vida.