313
![[Img #63503]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/05_2023/6466_7-img-20230506-wa0000-copia.jpg)
Caminaba de regreso a casa y la puerta del 313 estaba entreabierta. Todo lo abierta que podía para dejarme ver, tras el hombre con ropa parda, tan a juego con las paredes grises de hollín de la vivienda, un portal atestado de objetos. El hombre charlaba con frases cortas, como en código, con otro que estaba al borde de la acera. Enjuto, arrugado, encogido, apenas cabía entre tal cantidad de cachivaches. Yo miré al pasar y él, sin dejar la charla, intentó ocultar con su cuerpo, de tamaño demasiado breve para alzarse con éxito en la misión, los innumerables y variopintos tesoros que parecían caer en cascada desde la escalera y los pisos superiores de los rellanos hasta el portal. Parecía incómodo por mi curiosidad y yo tampoco quise molestarlo.
He pasado por delante de la casa muchas veces desde entonces. A través de los cristales biselados de la puerta de hierro negra, a pesar del polvo, se transparentan parte de los objetos que se apoyan en desorden contra ella. También en la puerta, hay una placa de un dorado desgastado con letras troqueladas en negro con un nombre. El edificio tiene dos pisos con balcones de hierro. El primero tiene las contraventanas de madera abiertas y hay plantas desmayadas creciendo salvajes en una serie de tiestos y jardineras colocados sin orden al lado de las puertas. En el segundo piso las ventanas están cerradas. No parece haber movimiento alguno en las viviendas. A pesar de estar en una vía bulliciosa y céntrica, con mucho tráfico, es como si el tiempo se hubiese detenido para siempre en ese tramo de la calle. Incluso parece que te absorbe el silencio cuando cruzas por delante de ella.
El día de Sant Jordi alguien había dejado una rosa entrelazada en los hierros de la puerta. Una rosa limpia, desnuda, desprovista de la parafernalia banal que las envuelve en banderitas, espigas, celofán y arpilleras un día como ese. Sencilla, intensa, con verdad y respeto. Se adivinaba el respeto en el gesto. Me recordó los ramos conmemorativos, las despedidas, los tributos.
A él solo le he visto en esa ocasión. No sé si sigue, si ya no está. No sé si la casa está habitada o vacía. Pero, a veces, una mirada se cruza en un momento de la vida y se anzuela en el alma. Y una persona desconocida, sin ella saberlo, se convierte en cómplice de pensamientos, de elucubraciones, de fantasías y hasta de preocupaciones. Cada vez que paso por la puerta, por esa puerta, pienso en él y un pellizco me encoge el corazón.
Caminaba de regreso a casa y la puerta del 313 estaba entreabierta. Todo lo abierta que podía para dejarme ver, tras el hombre con ropa parda, tan a juego con las paredes grises de hollín de la vivienda, un portal atestado de objetos. El hombre charlaba con frases cortas, como en código, con otro que estaba al borde de la acera. Enjuto, arrugado, encogido, apenas cabía entre tal cantidad de cachivaches. Yo miré al pasar y él, sin dejar la charla, intentó ocultar con su cuerpo, de tamaño demasiado breve para alzarse con éxito en la misión, los innumerables y variopintos tesoros que parecían caer en cascada desde la escalera y los pisos superiores de los rellanos hasta el portal. Parecía incómodo por mi curiosidad y yo tampoco quise molestarlo.
He pasado por delante de la casa muchas veces desde entonces. A través de los cristales biselados de la puerta de hierro negra, a pesar del polvo, se transparentan parte de los objetos que se apoyan en desorden contra ella. También en la puerta, hay una placa de un dorado desgastado con letras troqueladas en negro con un nombre. El edificio tiene dos pisos con balcones de hierro. El primero tiene las contraventanas de madera abiertas y hay plantas desmayadas creciendo salvajes en una serie de tiestos y jardineras colocados sin orden al lado de las puertas. En el segundo piso las ventanas están cerradas. No parece haber movimiento alguno en las viviendas. A pesar de estar en una vía bulliciosa y céntrica, con mucho tráfico, es como si el tiempo se hubiese detenido para siempre en ese tramo de la calle. Incluso parece que te absorbe el silencio cuando cruzas por delante de ella.
El día de Sant Jordi alguien había dejado una rosa entrelazada en los hierros de la puerta. Una rosa limpia, desnuda, desprovista de la parafernalia banal que las envuelve en banderitas, espigas, celofán y arpilleras un día como ese. Sencilla, intensa, con verdad y respeto. Se adivinaba el respeto en el gesto. Me recordó los ramos conmemorativos, las despedidas, los tributos.
A él solo le he visto en esa ocasión. No sé si sigue, si ya no está. No sé si la casa está habitada o vacía. Pero, a veces, una mirada se cruza en un momento de la vida y se anzuela en el alma. Y una persona desconocida, sin ella saberlo, se convierte en cómplice de pensamientos, de elucubraciones, de fantasías y hasta de preocupaciones. Cada vez que paso por la puerta, por esa puerta, pienso en él y un pellizco me encoge el corazón.