Paz Martínez
Sábado, 06 de Mayo de 2023

Desorden vital

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Hace unos cuantos días sufrí una especie de intoxicación medicamentosa cuando me recetaron unos analgésicos para moderar el dolor que me produce uno de mis últimos y más intemperantes achaques. El caso es que, al principio, yo que me considero una mujer bizarra donde las haya, elegí usar este remedio únicamente en los momentos de dolor riguroso por lo que las tomas resultaban ser bastante espaciadas. Con el paso de los días el dolor se fue aseverando y hube de someter la voluntad a la prescripción médica.

 

Con esto, sucedieron varias cosas a las que de primeras no di consideración. Hinchazón de tobillos, eritemas en la piel, aumento del cansancio, dificultad para concentrarme… Nada serio teniendo en cuenta que así es prácticamente la estructura de mi existencia desde hace más de una década. Después el dolor que tenía intención de atajar se acrecentó a niveles imposibles de soportar. Ahí fue cuando la tensión se desplomó, la conciencia era bastante difusa y mi organismo parecía haber colapsado. Ahorraré los detalles más desagradables.

 

Concentré toda mi energía en solicitar la ayuda de mi hermana para que, en vista del panorama, me llevara al hospital si la cosa se ponía peor. Si se preguntan qué es peor, yo también me lo pregunto. Pero en aquel momento había cosas que me parecían realmente más importantes.

 

Todo el mundo da por hecho que ante una grave enfermedad o a las puertas de la muerte las personas piensan cosas realmente profundas. La gente intenta recordar qué fue lo último que alguien les dijo justo antes de salir de este mundo y desean tomarlo como una gran revelación, como si hubieran trascendido a un plano mayor y tuvieran una sabiduría hasta ese momento desconocida. Pues bien, siento decepcionarles. Porque cuando sentí que mi mente se desprendía por momentos del resto del cuerpo y parecía que pisaba la línea entre la vida y la muerte, los pensamientos y las preocupaciones que me acometieron fueron de lo más inesperadas.

 

Lo primero que le dije a mi hermana fue que pasara el aspirador, que no podía permitir que cualquiera pudiera encontrarse con la idea de que no limpio lo suficiente. Después me abordaron preocupaciones mayores a las que ya no podía poner otro remedio que no fuera salir de esta. ¿Dónde habría guardado la tarjeta del seguro de decesos? No había informado a mí familia ni siquiera de cuál era la aseguradora. Que si esto acababa mal se enfadarían por no dejar las cosas ordenadas. Y ahí, en el concepto del orden, todas las demás perturbaciones me sobrevenían en cascada. Me daba vergüenza pensar en esos cajones revueltos, llenos de cosas, donde se mezclan las pastillas con los cables del cargador del móvil y los auriculares enredados, a su vez, con cintas del pelo y pilas que no sé si están ahí porque tengo que llevarlas al punto de recogida o porque están sin usar. Hay postales mezcladas con recibos bancarios y tarjetas de visita que soportan el peso de un palo de palisandro que un día me trajo un amigo de un viaje a la India. Hay dos teléfonos viejos y bolígrafos que no escriben. Hay una cartera de cuero que nunca he usado y mascarillas de todos los colores y modelos, de cuando estaban de moda. Hay una cajita con un gorro de ducha, recuerdo del hospedaje en un parador. Hay libros de poesía de varios autores y alguna novela esperando turno, además de una Biblia que me acompaña desde los trece años, con notas en los márgenes que me recuerdan por qué soy agnóstica. Hay horquillas herrumbrosas y un par de relojes que siempre marcan la misma hora. Hay papeles arrugados con palabras ininteligibles, tickets de compra y pelusas al fondo, con las que los ácaros se han construido una metrópoli. Y por encima de ese vergonzante escenario que deja mis debilidades en cueros, se apoya en la mesilla de noche el ordenador en el que escribo con interminables páginas de poemas inacabados y bochornosos que, por suerte, nunca verán la luz. Y es que, al menos yo, para escribir algo mínimamente decente, necesito muchos intentos fallidos. Mi portátil es ese cajón donde habita el más abrumador desorden vital, donde se exhibe mi desorganización y caos ante la vida.

 

La acumulación de objetos, archivos y tareas sin realizar, la poca planificación y mis dificultades para mantener el orden no son tan graves como para afectar a mi calidad de vida y a mi bienestar emocional pero sí lo suficiente como para que, en una situación de estrés o falta de tiempo para remediarlo, sean mi pensamiento más recurrente y el mayor de mis desasosiegos. Enfrentar la posibilidad de la propia muerte, intensifica esos temores y los convierte en una preocupación mucho más grande que la muerte misma. El miedo a ser juzgado, el eco del fracaso y las cosas por las que seremos recordados nos atormentan. Casi medio siglo de existencia y experiencias reducidas a cuatro cajones que seguramente dirán más de mí que ninguno de mis libros. Pasado el susto creo conveniente nombrar un albacea que los limpie, que dé de baja mis suscripciones y borre mi historial de búsquedas que, aunque no sean nada del otro mundo, siempre cuentan más de nosotros de lo que queremos contar. La dependencia, la enfermedad y la muerte son, sin duda alguna, un atentado a nuestra más latente intimidad. Decidirán quiénes fuimos tras haber hurgado en nuestros cajones y eso será lo único que no olvidarán.

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