Sol Gómez Arteaga
Sábado, 13 de Mayo de 2023

Carga de trigo

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A mi madre, su sabiduría de madre y pueblo, que en las tardes de sábado al                                                 calor de la labor, nos cuenta historias de antes.

 

 

Cuenta mi madre que el año 44 fue el año malo. Un año de sequía en el que no se cogió nada. Al desastre de la sequía se sumó el hecho de que se acababa de salir de la guerra. Ella llegó a ver marearse de debilidad a un chaval de San Miguel que venía por pan a Valderas. Lo peor es que esta situación no duró un año, sino dos: el que no se cogió y el siguiente, que no había simiente para sembrar.

 

El año siguiente, recalca mi madre, la mirada fija en un punto incierto fue, si cabe, peor.

 

A su familia les salvó algo de esta penuria su bisabuela materna, Paula Alonso, natural de Roales, una mujer pequeña, austera, a la que en la intramemoria familiar atribuimos el dicho “el que come y deja dos veces pone mesa”, más lista que la propia hambre, pues en vista de la que se avecinaba, en vez de vender el poco trigo que sacó ese año, lo atesoró para sí y distribuyó entre los más allegados. Así fue como la madre de mi madre recibiría una carga de trigo para el consumo familiar.

 

Una carga de trigo, explica mi madre, eran doce heminas, y la hemina equivalía a quince kilos. Hablamos, pues, de que mi abuela obtuvo de la suya, bajo el correspondiente pago, ciento ochenta kilos de trigo con los que mantener a una familia que en aquellos momentos estaba formada por seis bocas.  

 

La mayor parte del año mi madre vivía en una casilla de camineros pegada a la carretera que entonces no era de asfalto sino de piedra, rodeada de monte, alejada del mundo y la civilización. Todas las semanas su madre se desplazaba a Roales a recoger la ración -racionamiento- que el Estado impuso tras la guerra. Y además era obsequiada con la cuota que la bisabuela Paula recibía para sí. Un ‘poquín’ de aquí, otro ‘poquín’ de allá, todo sumaba.

 

Eran tiempos de escasez extrema, de hambruna atroz. Tiempos de estraperlo en los que de extranjis se intercambiaban bienes de primera necesidad como aceite por harina, patatas por arroz, jamón por tocino… Cuenta mi madre que en una ocasión acompañó en estos menesteres prohibidos, de los que casi nadie se libraba, a una tía paterna que vivía en Valderas. Se dirigían a Albires a pie, con la burra cargada de aceite. Al atravesar un monte les esperaba una manada de vacas bravas. Muertas de miedo picaban a la burra para que fuera más deprisa. Imagino el miedo, los nervios. Las piruetas. Sí. Eran tiempos de muchas piruetas.

 

La carga de trigo, cuenta mi madre, valía mil pesetas y el sueldo del mes era de trescientas. Para comprar una carga de trigo, así lo indica una regla de tres tan simple como jodida, había que trabajar tres meses y diez días. “No ganamos ni pa la iguaza”, dice mi madre que decía un hombre de Mayorga que venía por pan a Valderas. Y es que la tal ‘iguaza’ de dos kilos empezó costando al año siguiente, el 45, siete pesetas y terminó costando veinticuatro.

 

Cuenta mi madre con memoria indeleble que por aquel entonces no se comía otra cosa que pan. Un pan que se hacía cada quince días en el horno de leña que había en algunas casas. Un pan que aunque no se ponía tan duro como el de ahora -el de ahora es pan de agua- se comía como estuviera, blando o duro, pues era lo que había. Un pan que se guardaba en un cajón. A veces en sitios más alejados para que las manos infantiles no pudieran dar rienda suelta al mayor de sus deseos. Un pan como un tesoro. Así se entiende que en el cuento de Rivas titulado ‘La barra de pan’ el personaje ‘O’ Chanel’ hable de ésta como de manjar provisto de alma, y describa el momento en que, mandado por su madre a Cambre a recoger el racionamiento, se comiera de regreso, pedazo a pedazo, un alma.

 

De ahí también, claro, la costumbre casi olvidada de besar el pan cuando caía al suelo, como señala la gran Almudena.

 

De estas cosas que pasaron hace setenta y nueve años da cuenta mi madre una tarde de principios de mayo de un año en el que la sequía arrecia y nos tiene a todos desconcertados mirando al cielo. Setenta y nueve años parecen poco tiempo en el devenir de la historia. Mucho, en cambio, para lo que hemos corrido en algunos aspectos.

 

Pequeñas cosas que a mí me parecen, sin embargo, muy importantes, pues tal como ocurre en la retahíla ‘aserrín aserrán’ igual un día pedimos pan, ay, y no nos dan. 

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