Derivas
![[Img #63753]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/05_2023/2598_4-isabel-dsc_4251-copia.jpg)
La sobresaturación me produce vacío. La falta de tiempo para mí, bloquea el fluido de mis emociones y de mis sentimientos. Vuelvo a la isla del no-todo. Regreso al lugar donde la mente anhela un paraíso difuminado en fantasías. Y no hay. A veces no aparece. Esta desolación yerma y adusta es como un secuestrador ante el que he aprendido a doblegarme a fuerza de desgastar mis intentos en su contra. Sé que no puedo hacer nada, contenida dentro de esta camisa de fuerza que me retiene.
También sé, con alivio, que tendrá fecha de caducidad. Es el único consuelo que aporta la experiencia que procede de la edad: saber que todo es cíclico, que todo pasa, que todo vuelve, que si estás abajo hay un arriba y que tampoco se debe olvidar que, cuando estés arriba, lo siguiente será un abajo. Es algo parejo a lo que sucede con adaptación de la vista, considero que no es casual que aparezca la presbicia. Se deteriora nuestra capacidad de precisión en el presente, en lo cercano, porque nuestro campo de visión percibe mejor con distancias más amplias. Como si cada suceso lo contextualizásemos en el trasiego infinito de la cinta transportadora que es la vida. Algo pasa, algo incide, pero la cinta continua su camino. En ocasiones, si se da una acumulación que pudiese atorar su funcionamiento, se liberará dejando caer el paquete sobrante. El inexorable boicot que supone tener que ir siempre hacia delante, hacia lo que está por llegar, lo que acabará por suceder de manera ineludible.
Así que a veces, sin más, simplemente me rindo y me dejo llevar por las aguas de este río, en vez de tontear intentando definir un rumbo diferente. He llegado a encontrar cierto placer, incluso, en la incertidumbre del destino, como en aquellos escasos libros en los que uno no puede prever el final de la deriva de los acontecimientos. Escasos, lamentablemente. Quizás es la contraposición de otro placer que, en este caso, sí nos resta la longevidad: el de la sorpresa. Y no es porque uno pierda la capacidad de sorprenderse, sino porque es tal la exposición reincidente a tantas situaciones y opciones, que encontrar algo verdaderamente nuevo y estimulante se convierte en algo tristemente dificultoso.
Nunca me llamó la atención la monotonía, la rutina, al contrario. No soy una persona a la que motive esa segunda necesidad humana que señalaba Maslow como la seguridad. Sé que es mucho más cómodo y placentero concretar este factor para, posteriormente, derivar a otros objetivos. A mí me aburre. Necesito el estímulo de la incertidumbre, que las entrañas se encuentren en perpetuo estado de vibración. Lo único mejor es que he descubierto, un poco tarde, seguramente, que la incertidumbre también es gustosa cuando no es una lucha persiguiendo sueños, entre más difíciles mejor, ergo más vibracional la situación, sino que puede ser más interesante dejarse caer por una montaña rusa subido en un vagón allá dónde quiera que te lleve. En esas estoy, este fin de semana, este fin de edad, donde he perdido la rebeldía por dirigir mi norte a mi voluntad, convencida de que, con esfuerzo y tesón podría lograrlo. No persigo ya mi norte, pues, espero, balanceándome en la hamaca y saboreando la bebida mientras escucho las olas, cómo se acerca aquello que, impredeciblemente, me tocará para vivir.
La sobresaturación me produce vacío. La falta de tiempo para mí, bloquea el fluido de mis emociones y de mis sentimientos. Vuelvo a la isla del no-todo. Regreso al lugar donde la mente anhela un paraíso difuminado en fantasías. Y no hay. A veces no aparece. Esta desolación yerma y adusta es como un secuestrador ante el que he aprendido a doblegarme a fuerza de desgastar mis intentos en su contra. Sé que no puedo hacer nada, contenida dentro de esta camisa de fuerza que me retiene.
También sé, con alivio, que tendrá fecha de caducidad. Es el único consuelo que aporta la experiencia que procede de la edad: saber que todo es cíclico, que todo pasa, que todo vuelve, que si estás abajo hay un arriba y que tampoco se debe olvidar que, cuando estés arriba, lo siguiente será un abajo. Es algo parejo a lo que sucede con adaptación de la vista, considero que no es casual que aparezca la presbicia. Se deteriora nuestra capacidad de precisión en el presente, en lo cercano, porque nuestro campo de visión percibe mejor con distancias más amplias. Como si cada suceso lo contextualizásemos en el trasiego infinito de la cinta transportadora que es la vida. Algo pasa, algo incide, pero la cinta continua su camino. En ocasiones, si se da una acumulación que pudiese atorar su funcionamiento, se liberará dejando caer el paquete sobrante. El inexorable boicot que supone tener que ir siempre hacia delante, hacia lo que está por llegar, lo que acabará por suceder de manera ineludible.
Así que a veces, sin más, simplemente me rindo y me dejo llevar por las aguas de este río, en vez de tontear intentando definir un rumbo diferente. He llegado a encontrar cierto placer, incluso, en la incertidumbre del destino, como en aquellos escasos libros en los que uno no puede prever el final de la deriva de los acontecimientos. Escasos, lamentablemente. Quizás es la contraposición de otro placer que, en este caso, sí nos resta la longevidad: el de la sorpresa. Y no es porque uno pierda la capacidad de sorprenderse, sino porque es tal la exposición reincidente a tantas situaciones y opciones, que encontrar algo verdaderamente nuevo y estimulante se convierte en algo tristemente dificultoso.
Nunca me llamó la atención la monotonía, la rutina, al contrario. No soy una persona a la que motive esa segunda necesidad humana que señalaba Maslow como la seguridad. Sé que es mucho más cómodo y placentero concretar este factor para, posteriormente, derivar a otros objetivos. A mí me aburre. Necesito el estímulo de la incertidumbre, que las entrañas se encuentren en perpetuo estado de vibración. Lo único mejor es que he descubierto, un poco tarde, seguramente, que la incertidumbre también es gustosa cuando no es una lucha persiguiendo sueños, entre más difíciles mejor, ergo más vibracional la situación, sino que puede ser más interesante dejarse caer por una montaña rusa subido en un vagón allá dónde quiera que te lleve. En esas estoy, este fin de semana, este fin de edad, donde he perdido la rebeldía por dirigir mi norte a mi voluntad, convencida de que, con esfuerzo y tesón podría lograrlo. No persigo ya mi norte, pues, espero, balanceándome en la hamaca y saboreando la bebida mientras escucho las olas, cómo se acerca aquello que, impredeciblemente, me tocará para vivir.