Ángel Alonso Carracedo
Martes, 23 de Mayo de 2023

Madre de sobrinos

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He sido afortunado con el segundo escalón familiar, el conformado por los tíos, los hermanos de nuestros padres, tantas veces retaguardia de las alegrías y las desdichas de cada uno. Aparte, son el acceso a un tercer nivel de primos, en los que por trato y cercanía, no pocos elevan el escalafón a la fraternidad. Así me ha pasado en las dos vertientes de mi identidad: Alonso y Carracedo.

 

Acabo de despedir para siempre a mi tía María Dolores, el último vestigio del clan de mi primer apellido. La superviviente única, hasta hace dos días, cuando esto escribo, de una prole de seis hermanos: Roberto, Ángel, Santiago, ella, Josefina y Perico. Ángel, el segundo, fue mi padre, el último de los varones en morir. Hoy, de esa larga nómina parental, solo quedan bonitos recuerdos de sus peculiaridades personales. Genialidades en algunos, bondades en otros, simpatías, complicidades, sumas de afectos que dan el agregado de mucho cariño hacia este sexteto que nunca dejó de ser cercano.

 

Tía María Dolores se coronó, como último ejemplo vivo de la tribu mohicana de los Alonso Domínguez, en una gran matriarca. Acentuó su ambivalencia de tía y madre para una nutrida descendencia de sobrinos. Venía avezada por una maternidad biológica de quinteto, en un tres a dos entre hijos e hijas, con el que se doctoró cum laude en la universidad pedagógica de la maternidad.

 

Ganó los entorchados en la casa de juntos y revueltos de la muralla de Astorga, donde ella ejercía un liderazgo carismático, y sus consejos o recriminaciones, que también las había, se acataban sin chistar. Era autoridad de moral, no de jerarquía. Se supo querida de la sobrinada más allá de la condición de tía. Ya lo dije, lo repito, insisto, fue una especie de madre para todos, cimentada en una mezcla de amor y respeto.

 

Me costó concebir la soledad de mi tía, cuando su marido, el tío José Luis (Vilanova), falleció en la discreción y el silencio de una parada cardíaca mientras subía a acostarse en una noche veraniega de Astorga que llamaba a conversar en familia hasta altas horas al ritmo del canto de las chicharras. No se rindió. Se desprendió abruptamente de ella la mitad de su yo. Pero animosa, fuerte de mente, pese a su apariencia frágil, se permitió una mundanidad bien merecida de viajes por acá y por allá, y una pandilla de coetáneas con las que practicar rituales de vida social un poco a la antigua.

 

No puedo desligar de su persona a tío José Luis. No tenía más de diez años cuando me llevaron a su casa de Oviedo, donde residían por entonces, a pasar unos días con ellos, revitalizarme con los baños de mar en la cercana playa de Gijón y tener la distracción de jugar con mi primo Pepe, el mayor de sus hijos, con el que me llevaba (y me llevo) francamente bien, pese a los más de tres años de edad a mi favor que me separaban de él. Fue una convivencia inolvidable, en la que mis tíos me llenaron de cariño y atenciones. Se lo hice saber hace poco, y ella me replicó con una sonrisa que interpreté entre el orgullo y la aprobación. Ahí nació mi vocación de hijo adoptivo hacia ellos que nunca abandoné.

 

Mi tía fue mujer reposada, tranquila, un agua mansa que, mucho cuidado, cuando se embravecía. No había otra que bajar la cabeza y aguantar la regañina cual marinero obligado a capear el temporal. Pero jamás quedaba nada por debajo de lo que era una admonición de persona muy querida. Llevaba alto, a mí me lo demostró, esa marca de la casa paterna, de absoluto desconocimiento del rencor.

 

Su marcha, tan silenciosa y discreta como la de su marido - como fue su vida-, me deja un poco huérfano. Mi madre, a sus 96 tacos llevados, gracias a Dios con clarividencia sorprendente, mitiga la mayoría de esa orfandad. Ella queda ahora como la gran matriarca consorte de los Alonso Domínguez, sin llevar ninguno de sus apellidos.  Mérito y entrega que es de resaltar. Otro ejemplo de madre de sobrinos. Ese tándem de sabia ancianidad, todo auctoritas y todo potestas, que conjuntó con mi tía María Dolores, es uno de los más generosos regalos que me ha hecho la vida. Donde no llegaba una, llegaba la otra.

 

No me queda más que imaginar a partir de ahora a tía María Dolores completando definitivamente, en sabe Dios qué dimensiones, el sexteto familiar de una gente de orden,  que no acierto a dibujar mentalmente en la quietud que exigían los tiempos silenciosos de sus juventudes. En ese grupo, apuesto y gano, emergía el alboroto, aunque solo fuera por la concurrencia impuesta de familia numerosa. Ahí estaría tío Roberto, el hereu, ejerciendo de sabio distraído; mi padre, Ángel, desafiante y discutidor; mi tío Santiago, enamorado del amor; mi tía Josefina, en la lógica inapelable y pacífica de los inocentes; mi tío Perico, ideando artilugios y pronunciando ocurrencias para la risotada general. ¿Y tía María Dolores?  Pues en la sobriedad de un llegué, vi, vencí. Resumen de su don natural para poner cordura con las palabras justas.  

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