Catalina Tamayo
Sábado, 27 de Mayo de 2023

La isla

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“¡Prepárate a partir, corazón mío! ¡Que se queden los otros en sus casas si no quieren marchar!”

(Rabindranath Tagore)

 

Hoy mismo salgo para Ítaca. Para mí, lo más cómodo, y acaso también lo más seguro, sería permanecer aquí, en esta tierra, al amparo de estas murallas, donde llevo ya tantos años. Tantos años Dormitando. Languideciendo. Sin embargo, siento que he de partir y dejar estas playas. Esta arena y este sol. Todo este mar. No puedo demorar este viaje por más tiempo. Ha llegado la hora de ponerse en camino. Esta vez, no escucharé a aquellos que, “acurrucados en su rincón”, “tejiendo el pálido lienzo de sus horas”, confortablemente, “me llaman para que no siga”, para que no lo haga. Pero, aunque mi espada no esté aún forjada, ni  haya puesto todavía mi armadura, ni mi caballo esté impaciente, he de partir y ganar mi reino. He de hacerlo.

    

Por ese camino ya he transitado otras veces. Pero eso fue hace ya mucho tiempo. Desde entonces ha pasado mucha agua bajo el puente. Por eso, el camino me parecerá nuevo. Nuevo y difícil y peligroso. Las jornadas serán largas. Apretará el calor. Arreciará la lluvia. Nevará. El viento aullará en el bosque y dará miedo. Pero lo que más me asustará, lo que de verdad me hará temblar de miedo, serán los Lestrigones y los Cíclopes que puedan salirme al encuentro. Sin duda, será algo terrible. Pese a todo, no me rendiré, no cederé, “aunque el frío queme, aunque el miedo muerda”. Resistiré, y un día, el menos pensado, me daré cuenta de que los Lestrigones y los Cíclopes los llevo yo en el corazón y que soy yo –sí, yo, yo mismo– quien los hace erguirse enfrente. Descubriré que no son reales, que no existen fuera de mí, que son solo niebla, humo o vapor. Niebla, que en cuanto sale el sol y les da la luz se van. Se desvanecen. Entonces… Solo entonces, todos los días serán verano, mañanas de verano, atardeceres de verano, noches estrelladas y cálidas de verano. Cuanto existe, aunque ya lo haya visto, me parecerá nuevo: los puertos, las ciudades, los mercados. El mar también lo veré distinto: más azul, más de plata. Y cada día será un comienzo. Como si me hubiera vuelto niño. Cándido como un niño.

     

Es posible que, cuando por fin arribe a la isla, la encuentre pobre, y Penélope, mi amada, por la que he vuelto, haya perdido su juventud. Toda aquella lozanía. Pero no me importará. Esa noche yaceré con ella en el tálamo. Recostada sobre mi pecho, mientras meso sus cabellos grises, cenicientos, le iré contando mi viaje. Le hablaré de Circe, de Calipso, de Nausica, de los Cíclopes y de los Lestrigones, de Poseidón. De todo. Le confesaré sin rubor que tuve miedo. Le revelaré cómo lo vencí: la artimaña de la que me serví para cegar al Cíclope. No le ocultaré que Calipso y Nausica eran más hermosas que ella. Mucho más. Que las gocé. Pero que no las amé. Que a ella quise olvidarla, y no pude. Que ella siempre estuvo conmigo: mientras luchaba contra los troyanos, navegando por el océano vinoso, cuando descendí al Hades, ante la desnudez abrumadora de Nausica. También cuando amaba a las diosas y a las bellas mortales era ella a quien veía. Solo a ella. Ella siempre en mi corazón. Latiendo. Le diré que mi mayor victoria, más que ninguna de las que obtuve en Troya, ha sido haber llegado aquí, a mi patria, volver a casa, y reposar ahora en sus brazos, ya casi vencidos de tanto esperar, después de muchos años vagando por esos mundos de Dios. Es cierto, lo importante habrá sido el camino; en él habré aprendido cuanto llegue a saber. Habré ganado toda la riqueza que haya podido acumular. Toda mi experiencia y sabiduría. Pero sin Ítaca, esta isla que quizá halle inhóspita, sin Penélope, no habría habido camino. Sin Penélope, aún estaría con Calipso o en coyunda con Nausica, malgastando mi vida, como un necio.

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