Mercedes Unzeta Gullón
Sábado, 27 de Mayo de 2023

Finis terrae

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He pasado unos días en Galicia y cada vez me gusta más su naturaleza y sus habitantes. Qué abiertos y agradables son y qué ocultos secretos mantienen en su memoria, todo el conjunto  les hace, para mí, muy atractivos.

 

El primer día de mi estancia en esas tierras acudí con mi nieta y sus padres a una sesión de cuenta-cuentos para niños de tres-cuatro años. Los cuentos los contaba una mujer que se presentaba con una vieja maleta llena de artilugios de la que iba sacando poco a poco los distintos artefactos que ilustraban su relato. Realmente eran objetos muy curiosos como curiosos eran los cuentos que contaba. En todos tenían bastante protagonismo los trasgos, esos duendes pequeños de espíritu prodigioso que habitan en las montañas gallegas. La mujer era de una expresividad extraordinaria, articulaba y se mimetizaba con la narración mientras iba sacando de la vieja maleta piezas asombrosas asociadas a su fabulosa abuela. La maleta de cartón de la abuela era una maleta mágica de la que salían antiguos secretos fascinantes. Niños  y adultos seguíamos el laberinto de las gesticulaciones y palabras con la boca a medio abrir, embobados.

 

Con vueltas y revueltas narrativas  la magnífica intérprete nos llevó,  entre risas y suspiros, al final de los relatos dejándonos a todos, niños y grandes,  desorientados entre los dos mundos en el que nos encontrábamos, el mágico y el real. 

 

Al acabar la sesión me acerqué a hablar con la mujer mientras se afanaba en meter en la vieja maleta los tesoros de la abuela. Le pregunto y me afirma que la maleta era en verdad la maleta de su abuela, y lo que nos había mostrado lo había encontrado realmente dentro de la maleta de cartón de la abuela. Me enseñó un curioso abanico, que también podía ser un banderín o algo parecido, ella no sabía qué, bordado con una leyenda en árabe. Me preguntó si sabía interpretarlo, pero no, yo sólo podía leerlo pero no sabía su significado. Sobre esos extraños objetos, muy queridos para ella, había inventado sus cuentos. Finalmente me confiesa que su abuela había sido contrabandista y que tenía muchas historias que contar sobre ella pero que las contaba en otros foros. ¿Las tienes escritas? No, no yo sólo las cuento. No pude sacarle más. Me quedé con las ganas de las historias contrabandistas de la abuela.

 

Como dice el historiador Manuel Murguía (presidente de la Real Academia Gallega y marido de Rosalía de Castro): Todo en el pueblo gallego es tradicional y está en la costumbre mejor que en la ley escrita; en la literatura oral, que en la erudita; en su corazón, y no en las manifestaciones exteriores.

 

Al día siguiente fui con mi hijo y su mujer a ver una finca, pues están buscando para comprar y asentarse a vivir en esas tierras, y nos recibió un señor mayor. La finca en venta era una parte de una finca mayor y la casa era de piedra y se intuía que había tenido mejores tiempos y otras dimensiones. En realidad, una pequeña ruina. Al preguntarle por alguna historia de la casa el hombre se arranca a contarnos con mucho interés. Esta finca con todas las colindantes, y hasta donde abarca la vista, habían pertenecido a un noble  terrateniente con rango militar de general. Este  noble llegó a casarse con la hija de un noble eclesiástico, un arzobispo. A pesar del parentesco eclesiástico al general le fastidiaba muchísimo la obligación que existía entonces de tener que pagar el diezmo anual al clero, es decir la décima parte de sus cosechas, de su ganado y de cualquier beneficio de sus tierras. Era un tributo obligatorio que el clero organizaba su empleo en tres partes: una para construcción de Iglesias, otro para los gastos del personal eclesiástico y el tercero para las necesidades capitulares. La filosofía de la Iglesia para mantener esos tributos era que ese pago ayudaba al individuo a controlar sus deseos por cosas materiales y a ser generosos con el prójimo. Pero en las tierras gallegas surgió una nueva nobleza laica que llegó de Castilla,  protegida por el rey castellano, para desestabilizar el poderío rebelde de la nobleza eclesiástica gallega que se oponía someterse y pagar a la corona. Estos nobles que no poseían tierras en esta zona septentrional de la península  optaron por redistribuir a su favor la riqueza  territorial de la nobleza eclesiástica y especialmente la monástica. Todo esto pasaba en revueltas del siglo XV, nos precisa el señor Esteban, el vendedor. 

 

La negativa del general, dueño de estas tierras, a pagar los diezmos a la Iglesia sucedió en el siglo XIX. La Iglesia le puso pleito y el noble defendió sus derechos. El general salió vencedor frente a la Iglesia, pero los pleitos fueron tantos y duraderos que en los costes el noble acabó perdiendo todas sus tierras y murió en la pobreza. Pero ese pleito ganado a la Iglesia resultó definitivo para acabar, de una vez por todas, con la ancestral obligación del pago de diezmos al clero.

 

Todo esto nos contaba este señor Esteban entre ruinas y malezas. El espíritu gallego nos rodeaba en las piedras, en los helechos y en las historias de los habitantes de estas tierras que los romanos consideraron como las últimas tierras de mundo, el fin del mundo,  Finis Terrae. Finisterre.

 

Esta semana pasada, desde el balcón de la casa donde estaba alojada, todos los días despedía con devoción al día viendo como la bola del Sol se hundía en el mar para aparecer al otro lado del Atlántico. Porque ahora, sí, sabemos que hay más vida al otro lado de Finis Terrae.

 

O témpora o mores.

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