Sol Gómez Arteaga
Sábado, 17 de Junio de 2023

Yo sé que existo porque tú me imaginas

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Trece de junio, martes. De vuelta a casa en bus a la hora de la comida me entero por redes de la muerte de mi amigo virtual, Pedro Olivar. Su familia escribe un escueto mensaje en el que informa que falleció el 7 de abril. Me quedo de piedra.

 

Sé que la imagen que nos hacemos de las personas a las que conocemos virtualmente es parcial, a todas luces escasa, pero la que yo tenía de Pedro era de una persona cordial, integra, tranquila, comprometida con mis mismas causas, y entre ambos había afinidad, entendimiento. Lo primero que me viene a la cabeza es que hace tiempo que no sé de él. Voy a su última publicación en redes que resulta ser de 3 de diciembre de 2022, nada menos que hace siete meses. Bajo el epígrafe de “hay anuncios chulos” compartía uno de JB con mensaje, preludio de las últimas navidades. Miro su foto de perfil con su rostro sombreado a carboncillo. Pedro era joven, o de edad mediana, que dirían los más jóvenes de preguntarles. Desconocía que estuviera enfermo si es que lo estaba. Escribo a una amiga común que, como yo, queda consternada.

 

Y es que a Pedro, por y gracias al mundo virtual, tuvimos el lujo humano de conocerle en persona el día 16 de febrero de 2020, poco antes de la pandemia, en el Cementerio del Carmen (Valladolid), con motivo del entierro de las 245 víctimas de la represión franquista, recuperadas de fosas comunes durante los años 2016 y 2017. Un acto de dignificación altamente emocional en el que las cajas con los restos iban pasando sin cesar de mano en mano, para descansar -y ser parte de la historia- en el panteón que se inauguraba ese día con los nombres de las 2650 personas asesinadas en Valladolid y provincia durante la represión. En ese acto mi amiga y cantautora, Isamil9, participaba junto con otros artistas regalándonos su voz. Fue cuando Pedro se acercó, nos saludamos como viejos conocidos, conversamos, nos emplazamos acaso para vernos en otro momento, en otro lugar. Pero ya no habrá otro momento, otro lugar. No habrá.

 

Mientras repaso sus publicaciones buscando alguna pista a su inesperado desenlace, pienso, no puedo dejar de pensar en el mundo tan raro que vivimos, metidos en nuestros afanes virtuales y reales, un tanto enloquecidos, cegados, sin darnos cuenta de lo que realmente pasa a nuestro alrededor. Y lo que pasa es la vida. Me topo con su última felicitación de cumpleaños en la que me deseaba -esto ocurría a finales de diciembre- que pasara un buen día y fuera, así lo pone, lo más feliz posible en la vida. Me pregunto si con esta declaración no estaría vaticinando su final, despidiéndose. ¿Cómo saberlo? ¿para qué saberlo? Y además,  ¿quién soy yo para inmiscuirme en la reserva de los otros?

 

En unos días su familia procederá a borrar su perfil de Facebook, lo hará desaparecer, y está bien que así sea. Más su estela de hombre limpio, de mirada limpia, como dice el poema de Ángel González, permanecerá entre nosotros mientras le imaginemos.  

 

Somos pequeñas luminarias que brillan con luz propia en medio de la oscuridad, y en ese minúsculo destello proyectamos partes de lo que somos, mientras que otras partes permanecen ocultas, silenciadas. Somos un puto misterio. Y está bien, también está bien, que así sea.

 

Como Pedro un día puedo ser yo, me digo. Y matizo: No. No, no es posibilidad, es certeza. Es evidencia -evidente es lo que veo y pasa-. Y cuando eso ocurra querré que alguien me escriba, me recuerde, me imagine.

 

Enciendo el ordenador, me pongo a ello: Trece de junio. Martes.  

 

 

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