Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 17 de Junio de 2023

Juanjo

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Las elecciones municipales dictaron sentencia el pasado 28 de mayo. Lo hicieron en clave nacional, como una especie de primera vuelta de las elecciones generales previstas en principio para final de año. El descalabro del PSOE ha obligado a su máximo dirigente y presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, a adelantarlas a las calendas julianas del solomillo veraniego para millones de españoles.

 

A lo que acudimos los españoles a votar el 28-M fue a nuestros representantes locales. Ese era el membrete de unos comicios que, como suele suceder en las campañas electorales, los aprendices de brujo entre bambalinas adulteran conforme a la capacidad emocional de la masa que, por lo visto, va sobrada de arrobas. Se ha votado más en clave de sentimiento que de gestión. Unas municipales y autonómicas tienen querencia de nombres propios por encima de siglas de partidos. El votante es frecuente que haga abstracción de las consideraciones que le mueven a elegir en las generales. En éstas, el peso de las ideologías es determinante. Un alcalde es un vecino y las pautas de voto se circunscriben a lo visto por los ojos. Por entendernos, al pájaro en mano y no al centenar volando. Ese último domingo de mayo se ha pulverizado una costumbre en Astorga. Los maragatos, durante décadas, han votado como primer edil de su ayuntamiento al cabeza de lista de un partido que nunca ganaba las generales en su principal feudo.

 

En todos los años que llevo escribiendo en los medidos astorganos, no  me he atrevido a criticar, ni siquiera comentar, las decisiones de las corporaciones municipales. Todo lo más, alguna que otra carencia ciudadana visible y palpable, muy coyuntural, en mis temporadas de paso. Pero juzgar cuestiones municipales, nanay de las chimbambas, Hay que ejercer el decoro. Soy periodista. Para mí, las calles son la fuente inspirativa e informativa por excelencia, y yo paseo por las rúes de Madrid, mi residencia la mayor parte del año.

 

Nadie espere que cambie el paso. Los astorganos expresaron su soberanía en las urnas y han retirado la confianza al que ha sido su alcalde muchos años, para depositarla en la cabeza de lista de otra opción. Aquí, punto y final a la decisión del pueblo soberano, con la posdata de desear al relevo los mayores éxitos en la gestión.  Con toda sinceridad, por egoísmo, porque una Astorga puesta bonita la voy a disfrutar en primera persona. Yo, un ciudadano de corazón, que no de censo.

 

Lo que a partir de ahora brote de mi inspiración va a ir dirigido al munícipe saliente. No el político, sino a la personalidad vinculada al cargo que fue. No he tratado mucho a Juan José Alonso Perandones, un nombre y un hombre por encima del  partido. Demostrado quedó con esa verdad de identidad propia en muchas elecciones municipales victoriosas, quebradas luego en las generales. Perandones fue antes astorgano que socialista, aunque no dudo de su fe militante, pero mucha de su oralidad me sonaba a verso suelto.

 

Y es que, en las pocas charlas que tuvimos, no dejó de emanar el sentido común de ese modo de sentir autóctono de la Maragatería, de no malgastar palabras, sino guardarlas en el cofre de los silencios. Palabra que has dicho ya no es tuya, dice el proverbio árabe. Esa racanería de locuacidad no es, desde luego, denominación de origen de un político al uso.

 

A Perandones no le vi como orador de grandes ágoras. No destacaba en el don de las palabras y de la retórica. Le iba más la letra. Profesor de literatura, me acompañó en muy sana competencia, en las batallas florales de las columnas de contraportada en El Faro Astorgano. Él, con su Tolva; yo, con mi Por Cierto. Él, a lo suyo; yo, a lo mío. Pero era un acicate compartir la escritura con un alcalde mudado por un rato a columnista de periódico.

 

Fue alcalde que ejerció de vecino, no a la inversa; más bien parecía un presidente de comunidad de propietarios. Manejaba con estilo las distancias cortas y con deferencia las largas. En el desempeño protocolario de sus funciones, no detecté incomodidad alguna de su persona y personalidad con lo que tocara hacer, bien fuera una procesión de Semana Santa, bien fuera una protesta vecinal. En resumen, un alcalde que encajó en un entorno planificado muchos años por sotanas y artilleros. Y eso, qué duda cabe, vaya si deja huella.

 

Perandones se marchó y volvió. Sin él, el PSOE siguió gobernando con el mandato de una sola legislatura. Tuvo que retornar y recuperar el bastón de mando de La Casona. No abdicó del estilo. Pero los tiempos políticos se tornaron salvajes, y en ese coliseo, este hombre, sin vocación de gladiador, lo tenía difícil para ganar. La política, ya sin distinguir ámbitos locales o nacionales, abandonó la emoción literaria de regir una pequeña comunidad para residir en la praxis aritmética de los plebiscitos, uno tras otro. Él, ni estaba ni se le esperaba en esas aulas.

 

Hoy, incluso con su cruel derrota a cuestas, miro a Perandones, como un valor incuestionable de la agónica política de cercanía. Esa que hace que tu apellido desemboque en el hipocorístico de su nombre: de Juan José a Juanjo. Ser Juanjo a secas es veredicto de pulgar hacia arriba.  

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