La Transición
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“Nosotros somos quien somos.
¡Basta de Historia y de cuentos!
¡Allá los muertos! Que entierren como Dios manda a sus muertos.
(Gabriel Celaya)
La transición de la dictadura a la democracia en España no se hizo de la noche a la mañana ni fue un proceso fácil. Al contrario, resultó difícil, y duró unos cuántos años: desde noviembre de 1975, cuando murió Franco, hasta el fracaso del golpe de Estado de Tejero, en febrero de 1981, o, según otros, hasta el 28 de octubre de 1982, que fue cuando los socialistas obtuvieron su primera victoria electoral. Durante todos estos años, en absoluto pacíficos, pese a lo que se ha dicho, porque hubo entre seiscientas y setecientas muertes de carácter político, la guerra civil, como una sombra, siempre estuvo ahí presente, cerniéndose amenazadoramente. Para conjurar este peligro, tan temido por todos, políticos y no políticos, se hizo un pacto tácito: no utilizar la guerra en el debate político.
Este acuerdo, este bendito acuerdo, más o menos explícito, vino posibilitado por una determinada interpretación de la guerra que se aceptó unánimemente. Pues, en líneas generales, todos coincidían –los de un bando y los del otro– en que la guerra civil había sido una tragedia colectiva donde ambas partes habían cometido errores y crímenes imperdonables. El “todos fuimos culpables” se repetía a menudo. Por esta razón, todos, también, consideraban que tenía que haber perdón, y que este perdón habría de ser recíproco, y que entre todos, sin rencores ni venganzas, se habría de construir en España una democracia, donde todos, absolutamente todos, sin excluir a nadie, pudieran vivir en paz y en libertad, para que “nunca más” ocurriera algo tan desgarrador como aquella guerra. Aquella guerra fratricida.
El esfuerzo –no sé si por igual– se hizo por ambas partes. De esta manera, si, en el verano de 1974, la Junta Democrática, creada en torno a PCE, declaraba que para pasar de la dictadura a la democracia era necesario, entre otras cosas, que previamente se decretara “una amnistía absoluta de todas las responsabilidades por hechos de naturaleza política”, un año y pico después, el Gobierno de Carlos Arias Navarro levantaba la prohibición de reuniones y manifestaciones, y declaraba, además, anuladas de oficio las condenas nacidas de la Ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939. No obstante, ya antes, el 25 de noviembre de 1975, este mismo Gobierno, aunque no hubiese satisfecho del todo a la oposición, había promulgado un amplio indulto que afectó a la mitad de los presos políticos. Además, al año siguiente, el 30 de julio de 1976, cuando todavía no había transcurrido un año de este indulto de Arias Navarro, Adolfo Suárez, el nuevo presidente del gobierno, concedió una amnistía para todos los delitos políticos menos para “quienes hubieran lesionado o puesto en riesgo la vida o integridad física de las personas”. Si bien es cierto que esta amnistía no incluía a los militantes de ETA, también es verdad que en ese tiempo ETA no paraba de matar.
Este mismo año, en noviembre, Suárez consiguió que las Cortes franquistas aprobaran la Ley para la Reforma Política, lo que implicaba la disolución –nada menos– de estas mismas Cortes y la convocatoria de elecciones. Consiguió que el sistema franquista se desmantelara desde dentro. Se autodestruyera. A este hecho, el PCE, que ya estaba más por la reforma que por la revolución, por la apertura de España que por su colectivización, respondió, en el masivo y emocionante entierro de los cinco abogados laboralistas, asesinados brutalmente en un despacho de la calle Atocha el 24 de enero de 1977, con moderación y disciplina, pese a la gran tensión que se vivía. En seguida, el 9 de abril de este año, Suárez, incumpliendo la promesa que les había hecho a los militares, legalizó el Partido Comunista. Entonces, Santiago Carrillo, que no quiso ser menos generoso, cuando apareció públicamente lo hizo detrás de una mesa a la que se le había ceñido una gran bandera roja y gualda. Con todo, lo decisivo para el acuerdo que hizo posible la Transición ocurrió el 15 de octubre de 1977, cuando, tras las elecciones –limpias y pacíficas– de junio de este mismo año, las nuevas Cortes, legítimamente democráticas, aprobaron una amnistía para todos los delitos políticos, incluidos –ahora sí– los delitos de sangre, cometidos hasta el 15 de diciembre de 1976, fecha en la que se aprobó por referéndum la Ley para la Reforma Política. Esta amnistía descartaba explícitamente toda exigencia de responsabilidades por la vulneración de derechos durante la guerra y, también, durante la dictadura.
En cuanto a la guerra, beneficiaba a las dos partes; aunque, en lo que se refiere a la dictadura, tenía unos beneficiarios casi únicos: los que habían detentado posiciones de poder y aplastado a sus adversarios durante estos treinta y seis años de dictadura. Una amnistía –según Carrillo y Arzallus– “de todos para todos”. Con esta medida se tuvo la convicción de que se cerraba la guerra civil. Sin duda, la izquierda, que había exigido esta amnistía, concedía más importancia a la paz y a la convivencia que a la verdad y a la justicia. Todo con tal de que no se volviera a repetir aquella maldita guerra civil. Sin embargo, aún hubo otro gesto importante que contribuyó a la concordia: el resarcimiento moral y económico a las víctimas. A todas las víctimas: las de la guerra y las del la dictadura. Ya en marzo de 1976, el propio gobierno de Arias Navarro reguló el reconocimiento de pensiones a los lesionados y mutilados del bando republicano. Esta medida se amplió por sucesivas leyes a partir de 1978. Finalmente, en 1982, con el gobierno socialista, se logró un trato de plena igualdad para las víctimas de los dos bandos. Con esta reparación de los daños a las víctimas, que desde luego no fue completa, nunca puede serlo, se pretendía, ciertamente, cerrar las heridas de la guerra civil.
Todo este esfuerzo, y aun algún otro más, desembocaron en la Constitución de 1978. La aprobación de esta constitución y la celebración, previamente, de las elecciones de 1977 fueron, seguramente, los dos momentos más cruciales de la Transición. Una transición que tuvo como principales protagonistas al rey Juan Carlos I y al entonces presidente del Gobierno Adolfo Suárez. No obstante, este paso de la dictadura a la democracia no se concluyó hasta que el 27 de febrero de 1981, cuatro días después del golpe de Estado de Tejero, no tuvieron lugar las manifestaciones multitudinarias –solo en Madrid salieron a la calle millón y medio de manifestantes– en apoyo a la nueva democracia. Con ellas, las críticas a la Transición, si bien minoritarias, y ese desencanto que generaron, desaparecieron como por arte de magia. Los españoles se habían reconciliado y habían apostado por la paz y la convivencia. Aunque, por si todavía quedaba alguna duda sobre el apoyo mayoritario de los españoles a esta democracia, la victoria electoral del PSOE –un partido de izquierdas– en octubre de 1982 la despejaba, y de esta manera se cerraba completamente este período de transición. El tránsito de la dictadura a la democracia se había producido con éxito. España era ya, definitivamente, un país democrático.
Pero ese acuerdo tácito de no utilizar la guerra en la disputa política, que se hizo durante la Transición, no conllevó, ni mucho menos, en contra de lo que les ha dado por sostener hoy a ciertos políticos, el olvido, tampoco el silencio, y menos aún la negación de lo ocurrido. De hecho, en este tiempo, no se dejó de hablar de la guerra ni del franquismo. Los cientos de libros que sobre la guerra y la dictadura se escribieron y se publicaron, las decenas de películas que se rodaron, la exposiciones que se realizaron, los reportajes, y los homenajes que a notables retornados, como a Rafael Alberti y a Dolores Ibárruri, la Pasionaria, se hicieron, prueban sobradamente que de amnesia, nada. Nada de nada. En fin, que, como dijo Santos Juliá refiriéndose a la guerra, “no quedó en esos años terreno alguno sin explorar”. Y si fue así, lo fue no porque el gobierno, cualquier gobierno, promoviera el que fuera así, sino porque la gente tenía mucha curiosidad por conocer aquel pasado del que durante tanto tiempo no se había podido hablar libremente. Y sí, la gente, con respecto a la guerra y el franquismo, quería saber lo que de verdad había ocurrido, pero a la vez también quería que eso no volviera a pasar.
No obstante, esta idea de que la guerra había sido una tragedia para todos, de que todos tenían que perdonar y de que entre todos habría que construir una España democrática, donde todos pudiéramos vivir en paz y libertad, no se originó en la Transición, sino que se fue fraguando ya durante el franquismo, casi desde el mismo comienzo, tanto por parte de los opositores al régimen como por sus propios partidarios.
Se fue gestando esta idea, a pesar de que, al principio, en los años inmediatamente posteriores al final de la guerra, hubo dos visiones de esta distintas, y se podría decir, incluso, que casi contrapuestas: la de los vencedores y la de los vencidos. En el interior, estaba el relato de los vencedores, el único tolerado. Según este relato, la guerra había sido un combate entre la verdadera España y la anti-España, entre los defensores de la integridad y la unidad de la Patria y los enemigos de España. Había sido una lucha apocalíptica entre el Bien y el Mal. No una guerra civil sino una cruzada. Una verdadera guerra de liberación. En cambio, fuera de España, en el exilio, existía otro relato diferente, si bien no compartido por todos los exiliados. En este relato, que se encuentra en los escritos de los republicanos más militantes, se presentaba la guerra como un enfrentamiento entre el Pueblo, que, oprimido, defendía su libertad, y los poderosos, quienes, auxiliados por tropas extrajeras, luchaban por conservar sus privilegios. En fin, la guerra para un bando fue la única manera de evitar la inminente revolución comunista y para el otro constituyó una defensa del Gobierno legítimo.
Donde primero se origino esta idea fue en los opositores al régimen franquista. Pues, aún en plena guerra, Azaña ya había propuesto un alto el fuego pactado, un Gobierno provisional y una consulta sobre el régimen que debía haber en España. Posteriormente, apenas terminada la Segunda Guerra Mundial, Indalecio Prieto, en este mismo sentido, habló de superar la guerra y de lograr el diálogo entre las dos Españas. Pero, también, el mismo Largo Caballero, adalid de la revolución, se decantó poco antes de morir por no pedir responsabilidades políticas ni penales a los sublevados. Y hasta el POUM se pronunció a favor de liquidar la guerra civil y convocar un plebiscito. Obviamente, estas declaraciones favorecieron que en 1948 los socialistas y los monárquicos de don Juan acordaran llevar a cabo un período de transición con la condición de que previamente se amnistiara a los delitos políticos y se garantizara un futuro sin venganzas ni represalias.
Sin embargo, fue en el segundo franquismo, al entrar en la década de los años cincuenta, cuando esta idea comenzó a calar de verdad no solo en el bando republicano sino también en los partidarios del régimen. De este modo, dentro de España, la nueva generación de jóvenes comenzó a ver la guerra, que ellos no habían vivido, como una tragedia que había terminado con la victoria de nadie y la derrota de todos. Para ellos, era preciso pasar página de una vez. De hecho, el 1 de abril de 1956 elaboraron un manifiesto donde se decía que “nosotros, hijos de los vencedores y de los vencidos, debemos reconciliarnos con España y con nosotros mismos.” Por aquel entonces, en los archivos del Gabinete de Estudios de Historia Contemporánea, dirigido por Ricardo de la Cierva, la guerra ya no se nombraba como cruzada sino como Guerra de España.
Este cambio de visión alcanzó a algunos falangistas de renombre, como Dionisio Ridruejo, quien se desprendía de la pretérita arrogancia y abogaba por eliminar el antagonismo con la otra España. Tras esta estela, fueron Laín Entralgo, Antonio Tovar y Aranguren, figuras destacadas de la cultura española, que se podían catalogar como ilustrados y demócratas, puesto que querían que España se pareciera cada vez más a la Europa democrática. Además, en 1964, el Régimen, cuando celebró los veinticinco años del final de la guerra, no habló de veinticinco años de victoria sino de veinticinco años de paz. Una paz social que nos redimía de una tragedia colectiva. A esto hay que añadir también que el 1 de abril de 1969, cuando se cumplían los treinta años del final de la guerra, se declararon prescritos todos los delitos cometidos antes del 1 de abril de 1939.
Tampoco la Iglesia católica, sometida a autocrítica en el Concilio Vaticano II y alarmada ante la secularización que se estaba produciendo en España, permaneció ajena a esta idea de perdón y reconciliación entre los españoles. Pues, en 1969 la Comisión Episcopal del Apostolado Seglar, con algunas cautelas, llamó a la reconciliación y a “superar las divisiones de ayer”, aunque no se atrevió, en cambio, a pedir la amnistía. Poco después, en 1971, los curas jóvenes –los llamados por el régimen ‘curas rojos’– consiguieron que la Asamblea de obispos y sacerdotes declarara que la Iglesia española pedía perdón por no haber sabido reconciliar al pueblo español dividido por una guerra entre hermanos. A pesar de todo, es cierto, seguían los fusilamientos. Si bien, es verdad, ya no se fusilaba a diario sino excepcionalmente. Sí, pero todavía el 27 de septiembre de 1975, poco antes de morir Franco, se fusilaron cinco personas: tres del FRAP y dos de ETA.
En el exilio, entre los partidarios de la República, estaba ocurriendo algo muy parecido. Así, ese mismo año de 1956, curiosamente, el Frente Universitario Español, enlazando con aquellos otros exiliados, como Azaña, Indalecio Prieto o Largo Caballero, manifestó que su objetivo era “liquidar la guerra civil mediante la concordia nacional.” Pero todavía más significativo fue, si cabe, el discurso que Diego Martínez Barrio –presidente de la República española en el exilio, de una república cuya existencia se reducía a un mero papel– dio en París a los exiliados el 14 de abril, también de este mismo año: “Las faltas y los yerros no se produjeron exclusivamente en uno de los campos beligerantes y los descendientes de los enemigos de ayer experimentan la común necesidad de purificarse concediéndose un recíproco olvido y perdón.” A todo esto hay que añadir que dos años antes, en 1954, Carrillo, tras el V Congreso del PCE, celebrado en Praga, ya había lanzado la idea de la reconciliación nacional, que consistía en renunciar a la resistencia armada, a la revancha y al restablecimiento de la República, si la derecha también dejaba de hablar de su victoria en la guerra civil.
Unos años después, a mediados de la década de los sesenta, en su escrito Después de Franco, ¿qué?, aparecieron cosas como que “en la guerra civil que ensangrentó nuestro país no hubo vencedores sino un solo perdedor que fue España.”, “por eso, no hay que pensar en volver la tortilla sino en forjar una democracia para todos” y “el punto de partida deberá ser la amnistía para los dos campos.” Por entonces, el Partido Comunista de España estaba por enterrar la República, dejar la revolución para un futuro indeterminado y orientarse hacia la reconciliación y la restauración de la democracia. No obstante, el acontecimiento más importante de esta década de los sesenta fue la reunión celebrada en Múnich el verano 1962 de personas de los dos bandos enfrentados en la guerra donde se pactó pasar de la dictadura a la democracia por medio de un gobierno que reconociera los derechos y libertades de todos los ciudadanos. Esta reunión resultó tan significativa que, tras el acuerdo alcanzado, Salvador de Madariaga, el organizador del encuentro, declaró, emocionado, que “la guerra civil que comenzó en España el 18 de julio de 1936 terminó anteayer, 6 de julio de 1962.”
Desafortunadamente, todo este esfuerzo, de unos y de otros, por la concordia se ha ido debilitando. Este proceso se inició en la década de los noventa del siglo pasado. Lo comenzó Felipe González cuando en la elecciones de 1993, acorralado por la corrupción y la recesión económica, acusó al PP de ser el partido heredero del franquismo y con ello dio a entender que España estaba amenazada por el regreso de la dictadura. Esto, claramente, rompía el pacto de la transición de no utilizar la historia en la lucha política. Por otra parte, Aznar habló de la necesidad de una segunda transición. De esta manera, el consenso, que había impregnado todo el período de la Transición, desapareció de la política y desde entonces no ha vuelto a reaparecer. Además, tras la derrota del PSOE, en las elecciones de 1996, arreciaron las críticas a la Transición. Vinieron de la derecha, pero sobre todo de la izquierda. En la derecha, estaban las críticas de García-Trevijano y de Pío Moa. El primero criticaba la nueva organización territorial porque la veía como el paso previo para la disgregación del país. El segundo, que procedía curiosamente de la extrema izquierda, también criticaba, entre otras cosas, la descentralización autonómica que había surgido de la Constitución del 78. En lo referente a la Izquierda, dentro del PSOE, Pablo Castellanos, distanciado de la dirección por haber renunciado al marxismo, acusó a su partido de haber contribuido a una transición aristocrática y oligárquica.
En el PCE, relegado a un papel secundario, ocurrió algo parecido. Julio Anguita vio muchas similitudes entre esta transición y la transición de 1875. Para él esta transición había perdido las raíces republicanas y legitimado el franquismo. A finales de los noventa, surgió una nueva crítica, la de Vicenc Navarro, que le reprochaba a la izquierda el haber permitido a la derecha controlar el proceso de la transición e imponer una democracia incompleta y sustentada sobre un pacto de silencio acerca de la guerra y del franquismo. También se incrementaron las críticas al rey, que hasta entonces habían sido casi inexistentes. Lo acusaban de ser un libertino y de haber estado implicado en el golpe de Estado de Tejero. Después, con el comienzo del nuevo siglo, vino la reivindicación histórica, que aún intensificó más la confrontación entre la izquierda, que la veía como algo necesario para conocer la verdad y reparar la justicia, y la derecha, que la concebía como una revancha, que no hacía más que abrir innecesariamente las viejas heridas del pasado. Esto condujo a una nueva revisión de la Transición.
Esta revisión es la que hacen las nuevas generaciones, los nietos de los protagonistas o testigos de la guerra civil, que, al quedarles esta guerra ya muy lejos en el tiempo, no tienen el miedo que tenían sus abuelos y sus padres a que se vuelva a repetir y sienten la Transición como algo ajeno e insatisfactorio. Para Monedero la Transición es una mentira cuyo resultado es esta democracia débil asentada sobre un genocidio. Con todo, el mayor peligro para esta Transición viene de los nacionalismos periféricos que en este nuevo siglo se han transmutado en independentismo. El independentismo, con la complicidad de buena parte de la izquierda, pretende imponer la idea de que España es una realidad plurinacional y que una verdadera democracia debería reconocer a cada una de esas naciones que la conforman el ‘derecho a decidir’ su futuro. Esto es, a decidir si quieren o no la independencia política. De esta manera, se desborda la constitución de 1978 y se da por superada la Transición.
En definitiva, los críticos de la Transición la acusan de ser la causa de todos los desastres en los que en este momento se encuentra sumida España. Para unos el desastre es el secesionismo y para otros es esta democracia incompleta que ha generado el bipartidismo y que cercena las aspiraciones independentistas de los nacionalismos. Pero lo cierto es que esta Transición, esta Constitución del 78, nos ha proporcionado el período de paz y convivencia más largo de toda nuestra historia. Nunca antes los españoles habíamos gozado de un tiempo tan largo de prosperidad económica. Nunca habíamos vivido tan bien.
Sí, España antes había sido más grande, mucho más, pero no había estado tan en paz como ahora. Además, los jóvenes, gracias a esta ley, a esta ley que han heredado de sus mayores, que tan imperfecta les parece, pueden expresarse con libertad, pueden incluso criticarla, sin temor alguno a ser castigados ni aun a ser censurados. Con ella, también los independentistas son libres para manifestar sus aspiraciones políticas. Y sí, esta ley cuenta con mecanismos para ser reformada o derogada. Ciertamente, se puede reformar o derogar, pero no por la fuerza, ni tampoco haciendo trampas. En este juego de la democracia, más que en ningún otro, conviene, nos conviene a todos, jugar limpio, cumplir sus reglas. De lo contrario, se pone en serio peligro la existencia del propio juego.
“Nosotros somos quien somos.
¡Basta de Historia y de cuentos!
¡Allá los muertos! Que entierren como Dios manda a sus muertos.
(Gabriel Celaya)
La transición de la dictadura a la democracia en España no se hizo de la noche a la mañana ni fue un proceso fácil. Al contrario, resultó difícil, y duró unos cuántos años: desde noviembre de 1975, cuando murió Franco, hasta el fracaso del golpe de Estado de Tejero, en febrero de 1981, o, según otros, hasta el 28 de octubre de 1982, que fue cuando los socialistas obtuvieron su primera victoria electoral. Durante todos estos años, en absoluto pacíficos, pese a lo que se ha dicho, porque hubo entre seiscientas y setecientas muertes de carácter político, la guerra civil, como una sombra, siempre estuvo ahí presente, cerniéndose amenazadoramente. Para conjurar este peligro, tan temido por todos, políticos y no políticos, se hizo un pacto tácito: no utilizar la guerra en el debate político.
Este acuerdo, este bendito acuerdo, más o menos explícito, vino posibilitado por una determinada interpretación de la guerra que se aceptó unánimemente. Pues, en líneas generales, todos coincidían –los de un bando y los del otro– en que la guerra civil había sido una tragedia colectiva donde ambas partes habían cometido errores y crímenes imperdonables. El “todos fuimos culpables” se repetía a menudo. Por esta razón, todos, también, consideraban que tenía que haber perdón, y que este perdón habría de ser recíproco, y que entre todos, sin rencores ni venganzas, se habría de construir en España una democracia, donde todos, absolutamente todos, sin excluir a nadie, pudieran vivir en paz y en libertad, para que “nunca más” ocurriera algo tan desgarrador como aquella guerra. Aquella guerra fratricida.
El esfuerzo –no sé si por igual– se hizo por ambas partes. De esta manera, si, en el verano de 1974, la Junta Democrática, creada en torno a PCE, declaraba que para pasar de la dictadura a la democracia era necesario, entre otras cosas, que previamente se decretara “una amnistía absoluta de todas las responsabilidades por hechos de naturaleza política”, un año y pico después, el Gobierno de Carlos Arias Navarro levantaba la prohibición de reuniones y manifestaciones, y declaraba, además, anuladas de oficio las condenas nacidas de la Ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939. No obstante, ya antes, el 25 de noviembre de 1975, este mismo Gobierno, aunque no hubiese satisfecho del todo a la oposición, había promulgado un amplio indulto que afectó a la mitad de los presos políticos. Además, al año siguiente, el 30 de julio de 1976, cuando todavía no había transcurrido un año de este indulto de Arias Navarro, Adolfo Suárez, el nuevo presidente del gobierno, concedió una amnistía para todos los delitos políticos menos para “quienes hubieran lesionado o puesto en riesgo la vida o integridad física de las personas”. Si bien es cierto que esta amnistía no incluía a los militantes de ETA, también es verdad que en ese tiempo ETA no paraba de matar.
Este mismo año, en noviembre, Suárez consiguió que las Cortes franquistas aprobaran la Ley para la Reforma Política, lo que implicaba la disolución –nada menos– de estas mismas Cortes y la convocatoria de elecciones. Consiguió que el sistema franquista se desmantelara desde dentro. Se autodestruyera. A este hecho, el PCE, que ya estaba más por la reforma que por la revolución, por la apertura de España que por su colectivización, respondió, en el masivo y emocionante entierro de los cinco abogados laboralistas, asesinados brutalmente en un despacho de la calle Atocha el 24 de enero de 1977, con moderación y disciplina, pese a la gran tensión que se vivía. En seguida, el 9 de abril de este año, Suárez, incumpliendo la promesa que les había hecho a los militares, legalizó el Partido Comunista. Entonces, Santiago Carrillo, que no quiso ser menos generoso, cuando apareció públicamente lo hizo detrás de una mesa a la que se le había ceñido una gran bandera roja y gualda. Con todo, lo decisivo para el acuerdo que hizo posible la Transición ocurrió el 15 de octubre de 1977, cuando, tras las elecciones –limpias y pacíficas– de junio de este mismo año, las nuevas Cortes, legítimamente democráticas, aprobaron una amnistía para todos los delitos políticos, incluidos –ahora sí– los delitos de sangre, cometidos hasta el 15 de diciembre de 1976, fecha en la que se aprobó por referéndum la Ley para la Reforma Política. Esta amnistía descartaba explícitamente toda exigencia de responsabilidades por la vulneración de derechos durante la guerra y, también, durante la dictadura.
En cuanto a la guerra, beneficiaba a las dos partes; aunque, en lo que se refiere a la dictadura, tenía unos beneficiarios casi únicos: los que habían detentado posiciones de poder y aplastado a sus adversarios durante estos treinta y seis años de dictadura. Una amnistía –según Carrillo y Arzallus– “de todos para todos”. Con esta medida se tuvo la convicción de que se cerraba la guerra civil. Sin duda, la izquierda, que había exigido esta amnistía, concedía más importancia a la paz y a la convivencia que a la verdad y a la justicia. Todo con tal de que no se volviera a repetir aquella maldita guerra civil. Sin embargo, aún hubo otro gesto importante que contribuyó a la concordia: el resarcimiento moral y económico a las víctimas. A todas las víctimas: las de la guerra y las del la dictadura. Ya en marzo de 1976, el propio gobierno de Arias Navarro reguló el reconocimiento de pensiones a los lesionados y mutilados del bando republicano. Esta medida se amplió por sucesivas leyes a partir de 1978. Finalmente, en 1982, con el gobierno socialista, se logró un trato de plena igualdad para las víctimas de los dos bandos. Con esta reparación de los daños a las víctimas, que desde luego no fue completa, nunca puede serlo, se pretendía, ciertamente, cerrar las heridas de la guerra civil.
Todo este esfuerzo, y aun algún otro más, desembocaron en la Constitución de 1978. La aprobación de esta constitución y la celebración, previamente, de las elecciones de 1977 fueron, seguramente, los dos momentos más cruciales de la Transición. Una transición que tuvo como principales protagonistas al rey Juan Carlos I y al entonces presidente del Gobierno Adolfo Suárez. No obstante, este paso de la dictadura a la democracia no se concluyó hasta que el 27 de febrero de 1981, cuatro días después del golpe de Estado de Tejero, no tuvieron lugar las manifestaciones multitudinarias –solo en Madrid salieron a la calle millón y medio de manifestantes– en apoyo a la nueva democracia. Con ellas, las críticas a la Transición, si bien minoritarias, y ese desencanto que generaron, desaparecieron como por arte de magia. Los españoles se habían reconciliado y habían apostado por la paz y la convivencia. Aunque, por si todavía quedaba alguna duda sobre el apoyo mayoritario de los españoles a esta democracia, la victoria electoral del PSOE –un partido de izquierdas– en octubre de 1982 la despejaba, y de esta manera se cerraba completamente este período de transición. El tránsito de la dictadura a la democracia se había producido con éxito. España era ya, definitivamente, un país democrático.
Pero ese acuerdo tácito de no utilizar la guerra en la disputa política, que se hizo durante la Transición, no conllevó, ni mucho menos, en contra de lo que les ha dado por sostener hoy a ciertos políticos, el olvido, tampoco el silencio, y menos aún la negación de lo ocurrido. De hecho, en este tiempo, no se dejó de hablar de la guerra ni del franquismo. Los cientos de libros que sobre la guerra y la dictadura se escribieron y se publicaron, las decenas de películas que se rodaron, la exposiciones que se realizaron, los reportajes, y los homenajes que a notables retornados, como a Rafael Alberti y a Dolores Ibárruri, la Pasionaria, se hicieron, prueban sobradamente que de amnesia, nada. Nada de nada. En fin, que, como dijo Santos Juliá refiriéndose a la guerra, “no quedó en esos años terreno alguno sin explorar”. Y si fue así, lo fue no porque el gobierno, cualquier gobierno, promoviera el que fuera así, sino porque la gente tenía mucha curiosidad por conocer aquel pasado del que durante tanto tiempo no se había podido hablar libremente. Y sí, la gente, con respecto a la guerra y el franquismo, quería saber lo que de verdad había ocurrido, pero a la vez también quería que eso no volviera a pasar.
No obstante, esta idea de que la guerra había sido una tragedia para todos, de que todos tenían que perdonar y de que entre todos habría que construir una España democrática, donde todos pudiéramos vivir en paz y libertad, no se originó en la Transición, sino que se fue fraguando ya durante el franquismo, casi desde el mismo comienzo, tanto por parte de los opositores al régimen como por sus propios partidarios.
Se fue gestando esta idea, a pesar de que, al principio, en los años inmediatamente posteriores al final de la guerra, hubo dos visiones de esta distintas, y se podría decir, incluso, que casi contrapuestas: la de los vencedores y la de los vencidos. En el interior, estaba el relato de los vencedores, el único tolerado. Según este relato, la guerra había sido un combate entre la verdadera España y la anti-España, entre los defensores de la integridad y la unidad de la Patria y los enemigos de España. Había sido una lucha apocalíptica entre el Bien y el Mal. No una guerra civil sino una cruzada. Una verdadera guerra de liberación. En cambio, fuera de España, en el exilio, existía otro relato diferente, si bien no compartido por todos los exiliados. En este relato, que se encuentra en los escritos de los republicanos más militantes, se presentaba la guerra como un enfrentamiento entre el Pueblo, que, oprimido, defendía su libertad, y los poderosos, quienes, auxiliados por tropas extrajeras, luchaban por conservar sus privilegios. En fin, la guerra para un bando fue la única manera de evitar la inminente revolución comunista y para el otro constituyó una defensa del Gobierno legítimo.
Donde primero se origino esta idea fue en los opositores al régimen franquista. Pues, aún en plena guerra, Azaña ya había propuesto un alto el fuego pactado, un Gobierno provisional y una consulta sobre el régimen que debía haber en España. Posteriormente, apenas terminada la Segunda Guerra Mundial, Indalecio Prieto, en este mismo sentido, habló de superar la guerra y de lograr el diálogo entre las dos Españas. Pero, también, el mismo Largo Caballero, adalid de la revolución, se decantó poco antes de morir por no pedir responsabilidades políticas ni penales a los sublevados. Y hasta el POUM se pronunció a favor de liquidar la guerra civil y convocar un plebiscito. Obviamente, estas declaraciones favorecieron que en 1948 los socialistas y los monárquicos de don Juan acordaran llevar a cabo un período de transición con la condición de que previamente se amnistiara a los delitos políticos y se garantizara un futuro sin venganzas ni represalias.
Sin embargo, fue en el segundo franquismo, al entrar en la década de los años cincuenta, cuando esta idea comenzó a calar de verdad no solo en el bando republicano sino también en los partidarios del régimen. De este modo, dentro de España, la nueva generación de jóvenes comenzó a ver la guerra, que ellos no habían vivido, como una tragedia que había terminado con la victoria de nadie y la derrota de todos. Para ellos, era preciso pasar página de una vez. De hecho, el 1 de abril de 1956 elaboraron un manifiesto donde se decía que “nosotros, hijos de los vencedores y de los vencidos, debemos reconciliarnos con España y con nosotros mismos.” Por aquel entonces, en los archivos del Gabinete de Estudios de Historia Contemporánea, dirigido por Ricardo de la Cierva, la guerra ya no se nombraba como cruzada sino como Guerra de España.
Este cambio de visión alcanzó a algunos falangistas de renombre, como Dionisio Ridruejo, quien se desprendía de la pretérita arrogancia y abogaba por eliminar el antagonismo con la otra España. Tras esta estela, fueron Laín Entralgo, Antonio Tovar y Aranguren, figuras destacadas de la cultura española, que se podían catalogar como ilustrados y demócratas, puesto que querían que España se pareciera cada vez más a la Europa democrática. Además, en 1964, el Régimen, cuando celebró los veinticinco años del final de la guerra, no habló de veinticinco años de victoria sino de veinticinco años de paz. Una paz social que nos redimía de una tragedia colectiva. A esto hay que añadir también que el 1 de abril de 1969, cuando se cumplían los treinta años del final de la guerra, se declararon prescritos todos los delitos cometidos antes del 1 de abril de 1939.
Tampoco la Iglesia católica, sometida a autocrítica en el Concilio Vaticano II y alarmada ante la secularización que se estaba produciendo en España, permaneció ajena a esta idea de perdón y reconciliación entre los españoles. Pues, en 1969 la Comisión Episcopal del Apostolado Seglar, con algunas cautelas, llamó a la reconciliación y a “superar las divisiones de ayer”, aunque no se atrevió, en cambio, a pedir la amnistía. Poco después, en 1971, los curas jóvenes –los llamados por el régimen ‘curas rojos’– consiguieron que la Asamblea de obispos y sacerdotes declarara que la Iglesia española pedía perdón por no haber sabido reconciliar al pueblo español dividido por una guerra entre hermanos. A pesar de todo, es cierto, seguían los fusilamientos. Si bien, es verdad, ya no se fusilaba a diario sino excepcionalmente. Sí, pero todavía el 27 de septiembre de 1975, poco antes de morir Franco, se fusilaron cinco personas: tres del FRAP y dos de ETA.
En el exilio, entre los partidarios de la República, estaba ocurriendo algo muy parecido. Así, ese mismo año de 1956, curiosamente, el Frente Universitario Español, enlazando con aquellos otros exiliados, como Azaña, Indalecio Prieto o Largo Caballero, manifestó que su objetivo era “liquidar la guerra civil mediante la concordia nacional.” Pero todavía más significativo fue, si cabe, el discurso que Diego Martínez Barrio –presidente de la República española en el exilio, de una república cuya existencia se reducía a un mero papel– dio en París a los exiliados el 14 de abril, también de este mismo año: “Las faltas y los yerros no se produjeron exclusivamente en uno de los campos beligerantes y los descendientes de los enemigos de ayer experimentan la común necesidad de purificarse concediéndose un recíproco olvido y perdón.” A todo esto hay que añadir que dos años antes, en 1954, Carrillo, tras el V Congreso del PCE, celebrado en Praga, ya había lanzado la idea de la reconciliación nacional, que consistía en renunciar a la resistencia armada, a la revancha y al restablecimiento de la República, si la derecha también dejaba de hablar de su victoria en la guerra civil.
Unos años después, a mediados de la década de los sesenta, en su escrito Después de Franco, ¿qué?, aparecieron cosas como que “en la guerra civil que ensangrentó nuestro país no hubo vencedores sino un solo perdedor que fue España.”, “por eso, no hay que pensar en volver la tortilla sino en forjar una democracia para todos” y “el punto de partida deberá ser la amnistía para los dos campos.” Por entonces, el Partido Comunista de España estaba por enterrar la República, dejar la revolución para un futuro indeterminado y orientarse hacia la reconciliación y la restauración de la democracia. No obstante, el acontecimiento más importante de esta década de los sesenta fue la reunión celebrada en Múnich el verano 1962 de personas de los dos bandos enfrentados en la guerra donde se pactó pasar de la dictadura a la democracia por medio de un gobierno que reconociera los derechos y libertades de todos los ciudadanos. Esta reunión resultó tan significativa que, tras el acuerdo alcanzado, Salvador de Madariaga, el organizador del encuentro, declaró, emocionado, que “la guerra civil que comenzó en España el 18 de julio de 1936 terminó anteayer, 6 de julio de 1962.”
Desafortunadamente, todo este esfuerzo, de unos y de otros, por la concordia se ha ido debilitando. Este proceso se inició en la década de los noventa del siglo pasado. Lo comenzó Felipe González cuando en la elecciones de 1993, acorralado por la corrupción y la recesión económica, acusó al PP de ser el partido heredero del franquismo y con ello dio a entender que España estaba amenazada por el regreso de la dictadura. Esto, claramente, rompía el pacto de la transición de no utilizar la historia en la lucha política. Por otra parte, Aznar habló de la necesidad de una segunda transición. De esta manera, el consenso, que había impregnado todo el período de la Transición, desapareció de la política y desde entonces no ha vuelto a reaparecer. Además, tras la derrota del PSOE, en las elecciones de 1996, arreciaron las críticas a la Transición. Vinieron de la derecha, pero sobre todo de la izquierda. En la derecha, estaban las críticas de García-Trevijano y de Pío Moa. El primero criticaba la nueva organización territorial porque la veía como el paso previo para la disgregación del país. El segundo, que procedía curiosamente de la extrema izquierda, también criticaba, entre otras cosas, la descentralización autonómica que había surgido de la Constitución del 78. En lo referente a la Izquierda, dentro del PSOE, Pablo Castellanos, distanciado de la dirección por haber renunciado al marxismo, acusó a su partido de haber contribuido a una transición aristocrática y oligárquica.
En el PCE, relegado a un papel secundario, ocurrió algo parecido. Julio Anguita vio muchas similitudes entre esta transición y la transición de 1875. Para él esta transición había perdido las raíces republicanas y legitimado el franquismo. A finales de los noventa, surgió una nueva crítica, la de Vicenc Navarro, que le reprochaba a la izquierda el haber permitido a la derecha controlar el proceso de la transición e imponer una democracia incompleta y sustentada sobre un pacto de silencio acerca de la guerra y del franquismo. También se incrementaron las críticas al rey, que hasta entonces habían sido casi inexistentes. Lo acusaban de ser un libertino y de haber estado implicado en el golpe de Estado de Tejero. Después, con el comienzo del nuevo siglo, vino la reivindicación histórica, que aún intensificó más la confrontación entre la izquierda, que la veía como algo necesario para conocer la verdad y reparar la justicia, y la derecha, que la concebía como una revancha, que no hacía más que abrir innecesariamente las viejas heridas del pasado. Esto condujo a una nueva revisión de la Transición.
Esta revisión es la que hacen las nuevas generaciones, los nietos de los protagonistas o testigos de la guerra civil, que, al quedarles esta guerra ya muy lejos en el tiempo, no tienen el miedo que tenían sus abuelos y sus padres a que se vuelva a repetir y sienten la Transición como algo ajeno e insatisfactorio. Para Monedero la Transición es una mentira cuyo resultado es esta democracia débil asentada sobre un genocidio. Con todo, el mayor peligro para esta Transición viene de los nacionalismos periféricos que en este nuevo siglo se han transmutado en independentismo. El independentismo, con la complicidad de buena parte de la izquierda, pretende imponer la idea de que España es una realidad plurinacional y que una verdadera democracia debería reconocer a cada una de esas naciones que la conforman el ‘derecho a decidir’ su futuro. Esto es, a decidir si quieren o no la independencia política. De esta manera, se desborda la constitución de 1978 y se da por superada la Transición.
En definitiva, los críticos de la Transición la acusan de ser la causa de todos los desastres en los que en este momento se encuentra sumida España. Para unos el desastre es el secesionismo y para otros es esta democracia incompleta que ha generado el bipartidismo y que cercena las aspiraciones independentistas de los nacionalismos. Pero lo cierto es que esta Transición, esta Constitución del 78, nos ha proporcionado el período de paz y convivencia más largo de toda nuestra historia. Nunca antes los españoles habíamos gozado de un tiempo tan largo de prosperidad económica. Nunca habíamos vivido tan bien.
Sí, España antes había sido más grande, mucho más, pero no había estado tan en paz como ahora. Además, los jóvenes, gracias a esta ley, a esta ley que han heredado de sus mayores, que tan imperfecta les parece, pueden expresarse con libertad, pueden incluso criticarla, sin temor alguno a ser castigados ni aun a ser censurados. Con ella, también los independentistas son libres para manifestar sus aspiraciones políticas. Y sí, esta ley cuenta con mecanismos para ser reformada o derogada. Ciertamente, se puede reformar o derogar, pero no por la fuerza, ni tampoco haciendo trampas. En este juego de la democracia, más que en ningún otro, conviene, nos conviene a todos, jugar limpio, cumplir sus reglas. De lo contrario, se pone en serio peligro la existencia del propio juego.