Aquellos
![[Img #64313]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/07_2023/5117_5-carrizo-dsc_0086-copia.jpg)
“¿Es algo más que el día lo que muere esta tarde?
El viento
¿qué se lleva,
qué aromas arrebata?
…
—Míralo todo bien;
eso que pasa
no volverá jamás
y es ya igual que si nunca hubiera sido…”
(Ángel González)
Las cosas pasan, y algunas pasan para siempre. No vuelven. No volverán jamás. Algunas cosas nunca volverán. Son como las golondrinas de Gustavo Adolfo Bécquer, “aquellas que aprendieron nuestros nombres, esas”, que no volverán; no volverán “de tu balcón sus nidos a colgar”.
No volverán aquellos primeros años –dichosos– de cuando era niño; ni aquellas mañanas azules y claras de primeros de junio; ni aquel sol amarillo; ni los días de la escuela: aquel olor a tiza, aquel temor a no saber, la colonia del maestro; ni aquel primer día de vacaciones; ni aquellos veranos; ni aquellos chicos que llegaban de la ciudad, y que al poco tiempo ya eran como nosotros, ya eran de los nuestros; ni aquellos baños en el río; ni aquellos juegos de por la noche; ni aquella chica morena de ojos verdes; ni aquella mirada, tan dulce; ni aquel amor que no se olvida; ni aquel baile; ni aquellos paseos al atardecer por el camino que cruzaba la chopera; ni aquellas palabras a media voz; ni aquellas promesas que no llegaron a cumplirse; ni aquella manera de caminar; ni aquel vuelo de las manos; ni aquella boca, anhelante, perfecta; ni aquel final del verano; ni aquel último paseo; ni aquel silencio; ni aquella lágrima incipiente; ni aquellos adioses interminables; ni aquel autobús desapareciendo en la primera curva una mañana aún soleada, aún de verano; ni aquel vacío que se hizo dentro; ni aquella vuelta a clase; ni aquellas ausencias reiteradas; ni aquel reproche del profesor; ni aquella espera desesperante; ni aquella –por fin– primera carta; ni aquel temblor de los dedos; ni aquella última carta; ni aquellas lágrimas incontenibles; ni aquel dolor extraño y secreto; ni aquellas preguntas de mi madre.
Si todo esto, y aún otras muchas cosas más, pasaron, sucedieron, y no vuelven ni volverán, ¿dónde están? ¿Adónde han ido? ¿Quién las tiene? ¿Lo sabe alguien? Porque en mí no están: no las veo, no las siento. En mí solo han quedado cenizas, sombras, reflejos; nada más. Y acaso una vaga tristeza. Una tristeza, allá abajo, enredada, en los pliegues del espíritu.
“¿Es algo más que el día lo que muere esta tarde?
El viento
¿qué se lleva,
qué aromas arrebata?
…
—Míralo todo bien;
eso que pasa
no volverá jamás
y es ya igual que si nunca hubiera sido…”
(Ángel González)
Las cosas pasan, y algunas pasan para siempre. No vuelven. No volverán jamás. Algunas cosas nunca volverán. Son como las golondrinas de Gustavo Adolfo Bécquer, “aquellas que aprendieron nuestros nombres, esas”, que no volverán; no volverán “de tu balcón sus nidos a colgar”.
No volverán aquellos primeros años –dichosos– de cuando era niño; ni aquellas mañanas azules y claras de primeros de junio; ni aquel sol amarillo; ni los días de la escuela: aquel olor a tiza, aquel temor a no saber, la colonia del maestro; ni aquel primer día de vacaciones; ni aquellos veranos; ni aquellos chicos que llegaban de la ciudad, y que al poco tiempo ya eran como nosotros, ya eran de los nuestros; ni aquellos baños en el río; ni aquellos juegos de por la noche; ni aquella chica morena de ojos verdes; ni aquella mirada, tan dulce; ni aquel amor que no se olvida; ni aquel baile; ni aquellos paseos al atardecer por el camino que cruzaba la chopera; ni aquellas palabras a media voz; ni aquellas promesas que no llegaron a cumplirse; ni aquella manera de caminar; ni aquel vuelo de las manos; ni aquella boca, anhelante, perfecta; ni aquel final del verano; ni aquel último paseo; ni aquel silencio; ni aquella lágrima incipiente; ni aquellos adioses interminables; ni aquel autobús desapareciendo en la primera curva una mañana aún soleada, aún de verano; ni aquel vacío que se hizo dentro; ni aquella vuelta a clase; ni aquellas ausencias reiteradas; ni aquel reproche del profesor; ni aquella espera desesperante; ni aquella –por fin– primera carta; ni aquel temblor de los dedos; ni aquella última carta; ni aquellas lágrimas incontenibles; ni aquel dolor extraño y secreto; ni aquellas preguntas de mi madre.
Si todo esto, y aún otras muchas cosas más, pasaron, sucedieron, y no vuelven ni volverán, ¿dónde están? ¿Adónde han ido? ¿Quién las tiene? ¿Lo sabe alguien? Porque en mí no están: no las veo, no las siento. En mí solo han quedado cenizas, sombras, reflejos; nada más. Y acaso una vaga tristeza. Una tristeza, allá abajo, enredada, en los pliegues del espíritu.