Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 01 de Julio de 2023

¡¡A galeras!!

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La película Ben-Hur, la clásica, la de Charlton Heston, acumula escenas impactantes. No en vano es una de las más ‘oscarizadas’ de la historia del cine (once estatuillas de doce nominaciones). En la retina de todos, la carrera de cuadrigas en simpar duelo a latigazos y cuchillas entre Judá Ben-Hur y Messala Severus, protagonista y antagonista, o bueno y malo, de la cinta. Acordado queda, pues, que si ponemos en marcha la máquina de recuerdos del filme, coincidimos, la inmensa mayoría, que la citada carrera es la tarjeta de identidad de la superproducción.

 

Pero no me apeo de otra escena bestial. Una en la que los gestos del poder y la miseria  confrontan a solo un paso el uno de la otra. Es la de los remeros de las naves de guerra de la Roma imperial, a dónde ha ido a parar Judá Ben-Hur, castigado por su otrora amigo fraternal Messala, ávido de trepar por las lianas del poder. Los galeotes eran el grafismo máximo de la esclavitud del hombre por el hombre. En los abordajes se les inmovilizaban las piernas con cadenas y grilletes, nunca los brazos para seguir bogando en las maniobras estratégicas, y no escapar de las embestidas asesinas del enemigo. Eran la carnaza más fácil e indefensa de la batalla.

 

Un suceso de estos tiempos, de no hace más de un cuarto de hora en lenguaje coloquial, me ha evocado el aserto de que la mezquindad humana sigue muy presente. Que si ha evolucionado algo, ha sido en la sutilidad de crueldades antaño brutas, y no en la aplicación de la justicia. Leyes se han dictado en el largo camino de la historia, pero con portalones abiertos de par en par al abuso de las palabras, obras y omisiones del poder.

 

Escasa relevancia, aislada de mensajes más profundos, en telediarios y periódicos. Faltaría más, estando como se está, en el morbo de si Pedro Sánchez podrá remontar el 23-J la goleada en el partido de ida del 28-M, o de si el PP y Vox afinan la labor de revivir otro gobierno Frankenstein, empezando esta vez por los pies.

 

Una teleoperadora, ocupación que actualiza como pocas la letal galería de remeros de los trirremes romanos, murió en el puesto de trabajo, sin que la labor quedase paralizada. Dicen las denuncias sindicales que fue así durante una media hora. La empresa niega haber dado la orden de seguir trabajando como si nada. Sobrecoge la sola sospecha de la inhumanidad de esta inacción.

 

La causa y efecto nos pone ante el anverso y el reverso de la única divisa que cotiza en el orbe laboral de este capitalismo neoliberal, huérfano de los contrapesos de los sindicatos y de las crónicas sonrojantes de Víctor Hugo o de Charles Dickens. Vale, no hay cadenas, pero se encadena a los trabajadores en la largueza de jornada y en la cortedad de salarios, contando también con la mordaza de la omertá, a través de la amenaza sibilina, pero sin tregua, de la pérdida del puesto de trabajo.

 

Ya no está el númida, el esclavo flagelante de esclavos, pero recoge su testigo el controlador, un cipayo de la nomenclatura empresarial, que restalla el látigo con insultos y palabras degradantes. Así se medra a costa del trabajo de subordinados por cuatro cochinas monedas de sobresueldo.

 

Parece dar lo mismo que a esta empleada no se le haya respetado su óbito con una mínima paralización de la actividad laboral. Se antoja casi baladí que la dirección de la empresa no haya tenido hacia ella el pudor de guardar, aparentemente, formas de dolor. Lo que sí cuenta, y es lo terrible, es que estamos en una sociedad poseída de total abulia hacia las condiciones laborales de una generación identificada con la letra X de las incógnitas de la ecuación vital. Y esto pasa tanto en la lejanía de lo imaginado, como en la cercanía de lo real, del compañero que tienes a tu lado en la cadena productiva eternizada en fondo y formas de estrés agobiante.

 

No voy a callarme el nombre de la empresa: un call center  que responde a la razón social Konecta. Mi hija fue empleada cuatro años. Allí se hacinó con decenas de jóvenes en un habitáculo tercermundista. Contaba que aquello más parecía un reducto de parias que una empresa como Dios manda. Durante el inicio de la pandemia no tomaron medida preventiva alguna con sus trabajadores, a los que obligaban a estar codo con codo en sus módulos sin distancias precautorias. Ella fue una de las primeras contagiadas por la COVID-19. Se fue del trabajo con la dignidad del corte de mangas hacia lo inaguantable, con la determinación de que ganarse la vida no fuera la exclamación ¡¡a galeras!!, y con el mensaje sin eufemismos a los necios que enarbolan la bandera de que el trabajador es vago en esencia y presencia, mientras los empresarios, perdón, emprendedores, son divinidades a las que se debe reverenciar.

 

Y nosotros en la inopia, creyendo que estas cosas solo pasaban en naciones como Bangladés o Pakistán, y en tiempos bárbaros de la historia como la Roma de la esclavitud, el Medievo del feudalismo o el taylorismo del XIX. Aquí, y ahora, están, bien rejuvenecidos. Otra cosa es verlo. Es sabido: no hay peor ciego….

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