Paraísos artificiales
![[Img #64315]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/07_2023/6902_3-cordero-sirenas-018-copia.jpg)
Tiempo de piscinas. Esos lugares con los que han de conformarse los de tierra adentro si desean zambullirse. La piscina urbana como lugar que contiene, y es contenido, por los edificios colindantes que encajonan la belleza de la naturaleza convirtiéndola en un ente pasajero y banal, atropellado por el hormigón, aplastado por las vigas.
Un cubículo extraño. Un bloque incrustado en la tierra pintado de azul. Trampantojo del mar, lejano y añorado, en continúa competición con el paisaje en el que compartir humanidad: sudor, orines, saliva de los otros. El cloro como desinfectante que abrasa las pieles delicadas. Sumergirse en una piscina es darse un baño aséptico que viene a recordarte que alrededor de ti flotan los humores de docenas de personas. Nadadores que salpican a destiempo y molestan con sus algarabías repentinas. Nunca sabrás qué pierna ha rozado como un escualo las tuyas. Ni qué mano ha rozado tu cara con una húmeda y leve bofetada.
Cada vez que alguien decide pasar su tiempo en una piscina se establece el protocolo de los preparativos. Todo un ritual de búsqueda de toallas, gorros de baño, chancletas para no pillar los tan temidos hongos, todo tipo de juguetes acuáticos para los nenes, o para uno mismo, si es que le puede la tentación del regreso a su acuática infancia, y por supuesto, los bañadores. No termina aquí la lista de enseres necesarios para pasar un día o unas horas. Normalmente se llevan bocadillos, bebidas; también sombrillas, porque algunos de estos claustrofóbicos recintos carecen de sombra, o los árboles escasean a su alrededor.
Total que, con sólo pensarlo, se le quitan a uno las ganas de golpe. Por no hablar de la incomodidad de tenderse en una toalla a tomar el sol o secarse; eso si encuentras un hueco libre en toda la pradera y tienes la suerte de que no te toque al lado un grupo de adolescentes en época de celo, o unas señoras parlanchinas que imposibilitarán que leas el libro que incluiste en tu lista de necesidades básicas. Menos mal que uno puede consolarse en este tipo de situaciones con aquella frase pronunciada en mayo del sesenta y ocho por el activista estudiantil Bernard Cousin. Una esperanza cierta que reza: “debajo del asfalto está la playa”.
De toda el agua que puede compartirse me quedo con los mares.
Tiempo de piscinas. Esos lugares con los que han de conformarse los de tierra adentro si desean zambullirse. La piscina urbana como lugar que contiene, y es contenido, por los edificios colindantes que encajonan la belleza de la naturaleza convirtiéndola en un ente pasajero y banal, atropellado por el hormigón, aplastado por las vigas.
Un cubículo extraño. Un bloque incrustado en la tierra pintado de azul. Trampantojo del mar, lejano y añorado, en continúa competición con el paisaje en el que compartir humanidad: sudor, orines, saliva de los otros. El cloro como desinfectante que abrasa las pieles delicadas. Sumergirse en una piscina es darse un baño aséptico que viene a recordarte que alrededor de ti flotan los humores de docenas de personas. Nadadores que salpican a destiempo y molestan con sus algarabías repentinas. Nunca sabrás qué pierna ha rozado como un escualo las tuyas. Ni qué mano ha rozado tu cara con una húmeda y leve bofetada.
Cada vez que alguien decide pasar su tiempo en una piscina se establece el protocolo de los preparativos. Todo un ritual de búsqueda de toallas, gorros de baño, chancletas para no pillar los tan temidos hongos, todo tipo de juguetes acuáticos para los nenes, o para uno mismo, si es que le puede la tentación del regreso a su acuática infancia, y por supuesto, los bañadores. No termina aquí la lista de enseres necesarios para pasar un día o unas horas. Normalmente se llevan bocadillos, bebidas; también sombrillas, porque algunos de estos claustrofóbicos recintos carecen de sombra, o los árboles escasean a su alrededor.
Total que, con sólo pensarlo, se le quitan a uno las ganas de golpe. Por no hablar de la incomodidad de tenderse en una toalla a tomar el sol o secarse; eso si encuentras un hueco libre en toda la pradera y tienes la suerte de que no te toque al lado un grupo de adolescentes en época de celo, o unas señoras parlanchinas que imposibilitarán que leas el libro que incluiste en tu lista de necesidades básicas. Menos mal que uno puede consolarse en este tipo de situaciones con aquella frase pronunciada en mayo del sesenta y ocho por el activista estudiantil Bernard Cousin. Una esperanza cierta que reza: “debajo del asfalto está la playa”.
De toda el agua que puede compartirse me quedo con los mares.