Una semana en Madrid
![[Img #64373]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/07_2023/7475_3-dsc_3439-copia.jpg)
La semana pasada no aparecí en este foro, me disculpo ante aquellos que les gusta leer lo que escribo y se sorprenden cuando no me encuentran. He estado diez días en Madrid y pensaba que podría encontrar un tiempo en mi periplo capitalino para poder escribir, pero no ha sido así. Uno de los motivos que marcaba la fecha era la convocatoria de exalumnos de mi colegio para conmemorar los 50 años de la venta del edificio, es decir de la desaparición física del colegio. El Colegio de las Teresianas estaba en el nº14 de la calle de Goya, en pleno barrio de Salamanca, y claro, era un edificio muy goloso para el comprador y un negocio muy lucrativo para las monjitas, así que ni cortas ni perezosas lo vendieron. ¿Qué hicieron con el gran capital y qué hicieron ellas? Pues no se sabe, o mejor dicho, no sabemos. Lo que sí sabemos es que no cogieron el dinero y se fueron a conocer mundo como hicieron unas monjitas clarisas de Bruselas allá por los años noventa que, cansadas de estar encerradas en su gran convento, las seis monjitas, la más pequeña de sesenta y tantos años, decidieron vender el convento y, compinchadas con el jardinero que les hacía de agente inmobiliario, lo vendieron. Dinero en mano compraron un minibús y una ambulancia, esta última para que la monjita más longeva, de 90 y tantos años, pudiera viajar tumbada. Y así, preparados los vehículos, preparadas ellas y utilizando de chófer al jardinero se pusieron rumbo a Montecarlo con el propósito de disfrutar de la buena vida y de los vicios que no conocían pero que tenían curiosidad por conocer. Una importante decisión para complementar sus vidas de contemplación.
Bueno, pues las teresianas de mi colegio de Goya no tuvieron esa visón de agigantar sus experiencias vitales en su último tramo del camino de su existencia. Y, aunque algún homenaje personal se hicieran con ese dinero, que supongo que algo harían, y si no lo hicieron deberían haberlo hecho, desde luego no debió de ser ni un mínimo aproximado con lo de las clarisas de Bruselas. Parece que se fueron reciclando en el otro convento teresiano de la ciudad. Y, este año, que hacían los 50 de aquella sustanciosa e importante operación, decidieron celebrarlo haciendo una convocatoria general de exalumnas para recrearnos en el revival de aquellos tiempos y ofrecernos una comida de confraternización. Las exalumnas tuvimos que aportar, previamente, 50€ para cubrir los gastos del evento y, ahora que lo pienso, esta celebración de ‘operación venta’ de edificio debería haber sido sufragada con los beneficios de la misma venta, que debieron de ser sustanciosos. De la transacción no se habló, claro está, porque es de muy mala educación hablar de dineros. Además 50 años son muchos y de aquellos billetes ya no les quedaría ni una ‘perrina’. En fin, lo del dinero era lo de menos, lo demás era encontrarnos y reírnos. Y así fue. Un poco de revival simpático a estas edades da para alguna risa y alguna nostalgia agradable.
Este acontecimiento fue uno de los que me llevó a Madrid sin haber considerado, por no saber, que los diez días previstos para mi estancia en la capital eran precisamente los días de una intensa ola de calor que iban a invadir la península, y que justo esos días se celebraba la semana del orgullo gay, evento internacional de gran envergadura por la numerosa afluencia de este colectivo. Dos acontecimientos verdaderamente intensos. Y da la casualidad de que el apartamento que con gran generosidad me deja mi amiga C. para mis estancias en Madrid está en el mismísimo barrio gay, al lado de la mítica plaza de Chueca. Ni que decir tiene que esos días las calles de la zona se ponen atestadas de personas con ganas de juerga nocturna, tan nocturna que hasta las seis de la mañana sus voces penetran por todas las rendijas de todas las casas adyacentes y mucho más mis balcones, ya que el intenso calor me obligaba a tenerlos abiertos para que corriera un poco de brisa nocturna. Mi hermana, que compartió conmigo el apartamento unos días, me daba orfidal para dormir y yo, que nunca tomo nada, llegaba a dormir por la noche, sí, pero por el día iba noqueada con el efecto de ese medicamento. Un remedio que abandoné pronto porque me arreglaba la noche pero me desarreglaba el día. Así que acabé semi-durmiendo arrullada por conversaciones y gritos de euforia, a todo se acostumbra uno, pero ese barullo se mete dentro del cuerpo aunque te deje dormitar y te levantas de mañana igual de cansado que si hubieras estado en la calle juergueando. Nada que ver con las noches molineras en las que lo más que puedes llegar a oír es el reiterado canto de algún ave nocturna. No, no tiene aire acondicionado el apartamento. En fin que las noches en Madrid en estos días han sido una gran experiencia a no repetir.
De las fiestas del orgullo gay puedo contar poco porque yo nocturna no soy, y de día el personal festivo dormía mientras yo asaltaba las calles, unas calles en las que se respiraba mucha alegría y buen rollito.
A pesar de estas pequeñas quejas me parece que voy a repetir con más frecuencia lo de volver a Madrid (siempre que no me coincida con orgullos), pasear por sus calles y respirar aires diferentes. El contraste con la endogamia rural es grande, y los contrarios siempre son buenos para la armonía. Estoy de acuerdo con Pániker cuando dice que: “Una personalidad humana es tanto más rica cuanto más antagonismos concilie”.
No fui a museos ni a cines. Visité a amigos a los que tenía muchas ganas de volver a ver y paseé por calles (a pesar del calor) llenas de pequeñas y fantásticas tiendas. Me cité con una amiga de la universidad, que vive fuera y que hacía cuarenta años que no nos veíamos, con la incertidumbre de cómo sería el encuentro, pero el abrazo fue muy entrañable, como si no hubiera pasado el tiempo, naturalmente en cuanto a la emoción y el cariño, las arrugas que ese tiempo nos ha dejado no las vimos ni las sentimos.
Hacía años que no iba a Madrid, por pereza desde que me hice mujer rural, pero me he vuelto a reencontrar gratamente con la ciudad que me vio nacer, crecer, aprender, disfrutar, enamorarme y tener hijos. Me ha sido grato encontrar de nuevo a un Madrid querido.
Realmente la vida es como una espiral, se mueve en secuencias circulares. Y algunos círculos llegan a darnos mucha satisfacción.
O témpora o mores
La semana pasada no aparecí en este foro, me disculpo ante aquellos que les gusta leer lo que escribo y se sorprenden cuando no me encuentran. He estado diez días en Madrid y pensaba que podría encontrar un tiempo en mi periplo capitalino para poder escribir, pero no ha sido así. Uno de los motivos que marcaba la fecha era la convocatoria de exalumnos de mi colegio para conmemorar los 50 años de la venta del edificio, es decir de la desaparición física del colegio. El Colegio de las Teresianas estaba en el nº14 de la calle de Goya, en pleno barrio de Salamanca, y claro, era un edificio muy goloso para el comprador y un negocio muy lucrativo para las monjitas, así que ni cortas ni perezosas lo vendieron. ¿Qué hicieron con el gran capital y qué hicieron ellas? Pues no se sabe, o mejor dicho, no sabemos. Lo que sí sabemos es que no cogieron el dinero y se fueron a conocer mundo como hicieron unas monjitas clarisas de Bruselas allá por los años noventa que, cansadas de estar encerradas en su gran convento, las seis monjitas, la más pequeña de sesenta y tantos años, decidieron vender el convento y, compinchadas con el jardinero que les hacía de agente inmobiliario, lo vendieron. Dinero en mano compraron un minibús y una ambulancia, esta última para que la monjita más longeva, de 90 y tantos años, pudiera viajar tumbada. Y así, preparados los vehículos, preparadas ellas y utilizando de chófer al jardinero se pusieron rumbo a Montecarlo con el propósito de disfrutar de la buena vida y de los vicios que no conocían pero que tenían curiosidad por conocer. Una importante decisión para complementar sus vidas de contemplación.
Bueno, pues las teresianas de mi colegio de Goya no tuvieron esa visón de agigantar sus experiencias vitales en su último tramo del camino de su existencia. Y, aunque algún homenaje personal se hicieran con ese dinero, que supongo que algo harían, y si no lo hicieron deberían haberlo hecho, desde luego no debió de ser ni un mínimo aproximado con lo de las clarisas de Bruselas. Parece que se fueron reciclando en el otro convento teresiano de la ciudad. Y, este año, que hacían los 50 de aquella sustanciosa e importante operación, decidieron celebrarlo haciendo una convocatoria general de exalumnas para recrearnos en el revival de aquellos tiempos y ofrecernos una comida de confraternización. Las exalumnas tuvimos que aportar, previamente, 50€ para cubrir los gastos del evento y, ahora que lo pienso, esta celebración de ‘operación venta’ de edificio debería haber sido sufragada con los beneficios de la misma venta, que debieron de ser sustanciosos. De la transacción no se habló, claro está, porque es de muy mala educación hablar de dineros. Además 50 años son muchos y de aquellos billetes ya no les quedaría ni una ‘perrina’. En fin, lo del dinero era lo de menos, lo demás era encontrarnos y reírnos. Y así fue. Un poco de revival simpático a estas edades da para alguna risa y alguna nostalgia agradable.
Este acontecimiento fue uno de los que me llevó a Madrid sin haber considerado, por no saber, que los diez días previstos para mi estancia en la capital eran precisamente los días de una intensa ola de calor que iban a invadir la península, y que justo esos días se celebraba la semana del orgullo gay, evento internacional de gran envergadura por la numerosa afluencia de este colectivo. Dos acontecimientos verdaderamente intensos. Y da la casualidad de que el apartamento que con gran generosidad me deja mi amiga C. para mis estancias en Madrid está en el mismísimo barrio gay, al lado de la mítica plaza de Chueca. Ni que decir tiene que esos días las calles de la zona se ponen atestadas de personas con ganas de juerga nocturna, tan nocturna que hasta las seis de la mañana sus voces penetran por todas las rendijas de todas las casas adyacentes y mucho más mis balcones, ya que el intenso calor me obligaba a tenerlos abiertos para que corriera un poco de brisa nocturna. Mi hermana, que compartió conmigo el apartamento unos días, me daba orfidal para dormir y yo, que nunca tomo nada, llegaba a dormir por la noche, sí, pero por el día iba noqueada con el efecto de ese medicamento. Un remedio que abandoné pronto porque me arreglaba la noche pero me desarreglaba el día. Así que acabé semi-durmiendo arrullada por conversaciones y gritos de euforia, a todo se acostumbra uno, pero ese barullo se mete dentro del cuerpo aunque te deje dormitar y te levantas de mañana igual de cansado que si hubieras estado en la calle juergueando. Nada que ver con las noches molineras en las que lo más que puedes llegar a oír es el reiterado canto de algún ave nocturna. No, no tiene aire acondicionado el apartamento. En fin que las noches en Madrid en estos días han sido una gran experiencia a no repetir.
De las fiestas del orgullo gay puedo contar poco porque yo nocturna no soy, y de día el personal festivo dormía mientras yo asaltaba las calles, unas calles en las que se respiraba mucha alegría y buen rollito.
A pesar de estas pequeñas quejas me parece que voy a repetir con más frecuencia lo de volver a Madrid (siempre que no me coincida con orgullos), pasear por sus calles y respirar aires diferentes. El contraste con la endogamia rural es grande, y los contrarios siempre son buenos para la armonía. Estoy de acuerdo con Pániker cuando dice que: “Una personalidad humana es tanto más rica cuanto más antagonismos concilie”.
No fui a museos ni a cines. Visité a amigos a los que tenía muchas ganas de volver a ver y paseé por calles (a pesar del calor) llenas de pequeñas y fantásticas tiendas. Me cité con una amiga de la universidad, que vive fuera y que hacía cuarenta años que no nos veíamos, con la incertidumbre de cómo sería el encuentro, pero el abrazo fue muy entrañable, como si no hubiera pasado el tiempo, naturalmente en cuanto a la emoción y el cariño, las arrugas que ese tiempo nos ha dejado no las vimos ni las sentimos.
Hacía años que no iba a Madrid, por pereza desde que me hice mujer rural, pero me he vuelto a reencontrar gratamente con la ciudad que me vio nacer, crecer, aprender, disfrutar, enamorarme y tener hijos. Me ha sido grato encontrar de nuevo a un Madrid querido.
Realmente la vida es como una espiral, se mueve en secuencias circulares. Y algunos círculos llegan a darnos mucha satisfacción.
O témpora o mores