Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 15 de Julio de 2023

El idioma de la carraca

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De la sociedad se ha apoderado un lenguaje bronco, un idioma fonéticamente similar al estridente ruido de las carracas. Empezó practicándose en las redes sociales y de ahí se ha extendido a todos los ámbitos cotidianos. No se habla, se ruge o se rebuzna, y que me perdonen leones y asnos porque ellos no tienen, por ley natural, capacidad para elegir su oratoria. Recurro a un ejemplo de nobleza animal  para expresar una vileza humana. 

  

En España acabamos de tener ocasión de comprobarlo con el cara a cara entre Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijoo, a trece días de la cita electoral adelantada al 23 de julio. La experiencia acústica para los telespectadores que recurrimos a este debate para calibrar mejor nuestra decisión de voto, no pudo ser más decepcionante. Más que debatir, ambos políticos, los que, según las encuestas, son los máximos favoritos para presidir el futuro Gobierno, chatearon con el estilo ramplón de toda confrontación de ideas o propuestas dirimidas en red social.

 

Es la norma de los tiempos: se ha impuesto el estilo dialéctico de perorar hacia otro sin verle el rostro, aunque lo tengas a escasos centímetros, Cada uno a lo suyo, un bla, bla, bla…. de locuacidad a oídos tapados. Es la indecencia de las sentencias sin más razón que la descalificación, la interrupción constante, sin la cintura de la palabra justa, de la fina ironía, de la sola frase que entiende cualquiera y es capaz de englobar el mensaje a transmitir.

 

Parece evidente que para articular un debate esencial para la ciudadanía con estos ingredientes, tiene que haber una tribuna que esté entregada al hooliganismo de los colores. Abunda cada vez más en política ese forofo que no tiene entre ceja y ceja más que el quién lo dice, liquidando todo vestigio del qué es lo que hace. La obra del militante o simpatizante alienado desde medios de comunicación social y otros poderes fácticos y no fácticos empieza a fructificar.

 

La política actual cotiza muy al alza en la anulación de los pensamientos y deja por los suelos la capacidad crítica que nos distingue de la masa amorfa. Los programas electorales, las promesas nítidas, los objetivos de la ciencia del arte de lo posible, sucumben hoy en las emociones fijadas en las vísceras que evacuan los detritus, muy lejos en nuestro organismo del elegante salón de baile de las neuronas.

 

Nos quedamos con el mal sabor de boca de dos líderes de una nación con relativo peso político en el continente y en el orbe, de solo haber acudido a una cita, que se presentó como decisiva, con las armas de la acritud. Perdí la cuenta de cuántas veces llegaron a intercambiarse la descalificación de mentiroso y la nutrida cohorte de sinónimos que identifica el concepto.

 

Ambos parecieron llegar a este encuentro, esperado por multitud de españoles, con la brújula imantada señalando cualquier punto cardinal menos el norte. A cada dato económico de Sánchez, Feijoo oponía el contraargumento de la trola, eso sí, sin aportar las razones de su aserto, excepto en el manto cobertor sobre el peso de los fijos discontinuos en la creación de empleo. El representante de la oposición cargó tintas sobre las malas compañías parlamentarias del gobierno, como si él estuviera inmaculado del mismo pecado en los pactos que se van tejiendo para las autonomías y municipios que han cambiado de color político el 28-M. El presidente malgastó excesiva munición con la matraca de alguna relación personal peligrosa en la etapa de Feijoo como presidente de la Xunta de Galicia, con la única prueba de la foto de una excursión marítima, indultándole, sin embrago, del comportamiento que su grupo tuvo como oposición en los momentos más duros de la pandemia. Habría extensión casi hasta el infinito si se entra al detalle de lo que se dejaron y sacaron del tintero estos prohombres. Casi todo mal traído y casi todo mal guardado.

 

Entrar en la puesta en escena del debate también tiene su cuerda de arrastre. Primero, perplejidad, porque estos encuentros se solventen en una cadena privada de televisión, por lo que parece, del gusto de uno de los contertulios. Si solo va a haber un debate con los principales líderes, éste se debe efectuar en la cadena pública. Tendría que haber una ley al respecto. Como a la mujer del César, se le supone una neutralidad que en el negocio opuesto queda más vaporosa. Si a ese debate siguen otros, perfecto, a repartir entre el resto de emisoras. Segundo, el papel de los moderadores. Dieron la sensación de que ni estaban ni se les esperaban, ajenos por completo a la presencia física en la mesa estilo Putin, que sirvió para ¿confrontar? En su descargo dígase que bien pudieron verse afectados por el síndrome de incredulidad del espectador de salón hogareño ante lo que estaba viendo y oyendo. Parecían dirigirlo desde sus propios domicilios.

 

El morbo de estos debates es proclamar el vencedor del mismo. De buena gana lo declaraba desierto. Ambos no se merecen otra cosa que el borrado de la memoria ciudadana. Pero si tengo que inclinarme por uno, lo haré por Feijoo. Simplemente, porque entendió una micra mejor su papel de aspirante. Sánchez fue un mal avatar de presidente del Gobierno.

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