Catalina Tamayo
Sábado, 22 de Julio de 2023

Ensueño

 

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ENSUEÑO

“Hoy las nubes me trajeron,

volando, el mapa de España.

¡Qué pequeño sobre el río,

y qué grande sobre el pasto

la sombra que proyectaba!

Se le llenó de caballos

la sombra que proyectaba”

(Rafael Alberti)

 

Hoy he bajado a buscar agua. ¡Hacía tanto tiempo que no iba al caño! Aunque era temprano, comenzaba ya a hacer calor. La mañana no podía ser más azul. Más de verano. El caño echaba solo un hilo de agua y la botella tardaba en llenarse. He mirado la plaza. La he visto sola y silenciosa. Cómo si aún no hubiera despertado. O como si, definitivamente, por desgracia, se hubiera muerto. Me ha dado por hacer recuento de las casas de alrededor: todas, menos una, se hallaban cerradas. Vacías. Sentí el abandono. La desolación. De cuando en cuando, al menos, el canto lejano de un gallo perforaba el silencio. Lo rasgaba, lo rompía. El agua seguía cayendo en la botella, pero todavía quedaba, ni siquiera aún se había llenado la mitad. Otra vez la plaza. No se veía todavía a nadie. A nadie. Absolutamente a nadie. De pronto, sin razón alguna, como por arte de magia, vinieron los niños, y la plaza se llenó de voces y risas. De carreras, de jadeos, de tropezones. De vida. El balón rodaba, botaba, rebotaba, chocaba, volaba, saltaba a un tejado. Caía. Esta vez sí caía. Al poco, se chilló, se discutió. Se armó una buena. Finalmente, tuvo que intervenir el maestro. “Sí, fue gol”. Y de nuevo el balón botando, y otra vez las carreras, los saltos y los gritos. Los encontronazos. La vida en estado puro.

     

De un poco más allá, de la otra calle, me llegó la canción de las niñas, que estaban saltando a la comba. Era una canción bonita, pero con un fondo triste. Melancólico. Lloraba un cariño muerto. Un desamor. También vi a las niñas: la cuerda pasaba una y otra vez por debajo de sus pies y por encima de sus cabezas, y ni siquiera las rozaba. Ellas, soñadoras, la sorteaban con habilidad, con pericia, cantando, riendo, todo al mismo tiempo. Danzaban. Parecían auténticas bailarinas. Sorolla, sin duda, las habría pintado, y el cuadro habría salido muy colorido, luminoso, alegre, casi mediterráneo.

    

 A continuación, en la puerta de las casas vacías aparecieron sus antiguos moradores. Vi sus rostros y los reconocí enseguida a todos. Estaban o iban a sus quehaceres. Un hombre marchaba con el podón al hombro a limpiar un prado de zarzas. Otro estaba unciendo las vacas. Una señora barría delante de la puerta de la casa. Un anciano iba llegando a la plaza. Al entrar este anciano en la plaza, el maestro mandaba detener el juego. “Parad, parad”, había dicho, medio gritando, con energía. Entonces, los niños, obedientes, dejaron de correr tras el balón y se quedaron quietos. Como estatuas. El anciano pasaba –lento, justo de fuerzas, arrastrando ya un poco los pies– y los niños, curiosos, lo miraban.

     

Después, también mágicamente, cayó la noche, y esos niños y aquellas niñas, ya algo mayores, medio adolescentes, y otros niños y niñas más, que venían cada año al pueblo de vacaciones, casi todos de la ciudad, jugaban juntos a pillarse y a liberarse. Entonces, vi a Marta, en el otro extremo de la plaza, sola, prisionera, y me dieron ganas de salir corriendo y liberarla, solo por el placer de volver a tocarla, de volver a verla sonreír, de escuchar de nuevo su voz –aquella voz– al darme las gracias. Por un momento, sentí que un mundo, aquel mundo, se estaba rehaciendo, levantándose, viniendo, como a oleadas, a través del tiempo, desafiando el orden natural de las cosas, y que el ensueño era ese hilo de agua, la botella de cristal, el vacío y el silencio de la plaza, y yo mismo, absorto, ya con muchos años, cansado, terriblemente cansado, y enfermo de nostalgia. Triste.

     

El borboteo del agua en la boca de la botella me devolvió casi al instante a la realidad. Ciertamente, se me desvanecieron todas las imágenes, pero en el estómago, o en la piel, o en la garganta, o donde fuere, no sé muy bien en qué parte exactamente de mí, me quedó una sombra de la emoción de aquel mundo remoto, y por el camino, de vuelta a casa, a pesar de que era de día, de que el sol ya cegaba, tuve la sensación, varias veces, de que en cualquier momento aparecería Marta en la bicicleta para pedirme –rogarme– que fuera esta tarde a bañarme con ella al río, que quería hablar conmigo, decirme algo importante. Algo muy importante, añadiría, remarcaría, al final, por último, con las mejillas encendidas, como brasas, quizá por el calor, quizá, y un tanto azorada. Guapísima.

 

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