Andrés Martínez Oria
Domingo, 15 de Diciembre de 2013
Fragmento de la novela 'Invitación a la melancolía' de Andrés Martínez Oria
Envío, con un saludo para los lectores de AstorgaRedacción, una parte de una de las secuencias de 'Invitación a la melancolía', que será presentada D.m., en el hotel 'Ciudad de Astorga' el lunes 23 de diciembre, a las ocho de la tarde.
Se trata de un trabajo de larga elaboración, en el que me he volcado sobre todo en estos tres últimos años. En un artículo del nº 30 de 'Argutorio' dejaba algunos pensamientos sobre la novela de hoy, en realidad sobre lo que yo hacía entonces, que era esta novela, así que allí se puede ver un poco la dirección en la que va este trabajo. Es una novela extensa, con argumento, reflexiones y hasta elementos visuales -fotografías, cuadros, documentos, etc. -, en la línea de lo que se hace en la actualidad. Todo encaminado a contar una historia que se mueve entre la realidad y la ficción, con elementos entrecruzados de ambas. El fragmento que envío está en las páginas 56 a 58 del texto definitivo, si no hay cambios notables, y dice así:
La noticia había aparecido en una de esas secciones de relleno de los periódicos regionales adonde se desplazan las eventualidades de menor peso; curiosidades, hallazgos, rectificaciones, avisos y cosas por el estilo, que solo pueden interesar a mentes desocupadas o específicamente interesadas en algo particular. Ni siquiera había reparado en ella durante la lectura habitual del diario, que tampoco suelo hacer a fondo. Fue días después, mientras bajaba el papel al correspondiente contenedor, cuando me detuve con repentino interés en el titular apenas resaltado en negrita, la puerta del ascensor entreabierta con el pie, a punto de salir, y enseguida corté la hoja. “Hallada una carta de 1948”, decía escuetamente sobre el cuerpo, también muy breve; “Al desalojar los papeles hacinados en los estantes de un antiguo archivo de Correos para su rehabilitación, se ha encontrado, casi sesenta años después, una carta extraviada a mediados de siglo. La remitía Umbelina Lasar desde Buenos Aires y venía dirigida a Eligio Monteamaro. No ha podido llegar a tiempo a su destinatario, ya fallecido, ni se ha encontrado a ningún familiar cercano, por lo que se archivará en las dependencias de Correos de Altiva”.
La noticia era escueta, pero tenía los componentes precisos para despertar esa atracción que ejerce sobre nosotros lo desconocido, y más cuando aparece inopinadamente, como un diablo burlón que muestra y a la vez oculta. Era el embeleso de lo oscuro deslumbrante, si se me permite la paradoja, lo que me llamaba a fijarme en los nombres de Umbelina y Eligio, y más que nada el secreto que pudiera guardar aquella carta que se quedó, como tantas palabras que no llegamos a decir, por el camino. Por desvelarlo estaba de pronto dispuesto a intentar cualquier acto desesperado, reclamar, solicitar, rogar, convencer, mentir, chantajear, asaltar si era preciso la oficina de Correos por la noche. Pero podían explorarse otros medios menos expuestos. Ante todo, prudencia, saber esperar, y mientras tanto a pulir los últimos rebordes de un texto que se me resistía. De momento, Eligio Monteamaro era un nombre conocido en la ciudad.
Tuve unos días el recorte encima de la mesa, como dejado aparte mientras sudaba ante la pantalla del ordenador, pero en realidad no podía concentrarme en nada, reclamaba calladamente mi atención, lo leía una y otra vez, intentaba sacar algún hilo de aquel tejido mínimo, deshilachado y descolorido, como el que se impacienta ante una tumba histórica que anuncia inesperadas prendas, y siempre tenía que dejarlo, sin sacar nada en limpio de la oscuridad. La fatal opacidad de lo escrito. Sabía, eso sí, que el texto aludido por el texto estaba depositado en la oficina de Correos, y que el destinatario había recorrido las calles que yo ahora pisaba, bajo el mismo cielo encapotado de primavera. Apenas rozaba los bordes del tapiz y ya erigía hipótesis del paisaje y figuras en la imaginación; juntaba trazos de aquí y allá, armaba un puzzle imposible, y solo eran juegos en la niebla, porque lo ignoraba todo de aquella carta extraviada hacía tanto tiempo.
De pie ante la ventana, me esforzaba en rescatar la imagen que tan pronto se acercaba como se iba, veía a la puerta del bar al pobre Nino, a quien había convertido en personaje de un cuento y una novela, ya ebrio a pesar de no ser aún el mediodía, sentía pena por él, por cuanto se destruye delante de nosotros sin que nos sea posible mover un dedo por evitarlo, quizá por nuestra propia cobardía más que nada, qué me costaba ir a rescatarlo, bajar a oír sus razones, llevarlo a casa o al ambulatorio, pero cómo podía convertirme en guardián de la salud o las costumbres ajenas. Es desesperante ignorar los límites de nuestra obligación, hasta dónde hemos de llegar, cuál es la frontera entre el deber ciudadano o la amistad, y el territorio de la prudencia que acaba en inacción, debido a la vergüenza o el temor a equivocarnos. Tenía que bajar a echarle una mano, no fuera a morir ante mis ojos sin hacer un gesto por él. Pero ya no estaba a la puerta del bar, se había escabullido otra vez en el laberinto y eso me liberaba de los fantasmas, podía ir por la correspondencia, pensé, mientras miraba el escalón vacío donde lo había visto un poco antes sentado.
Iba por la callejuela de la Cruz como un huido, cada vez que pasaba por allí no podía dejar de mirar a la casa de la Morla, una antigua pensión donde paraba en las primeras décadas del siglo la farándula, aquellos cómicos de la legua que recorrían las provincias ganado dos cuartos y gastando cuatro, gente de vida rufianesca y heroica, pipirijaina, troupe, y todas las categorías de Villandrando, que dejaban las ganancias por el camino, el mismo lugar donde se había aposentado César Vallejo en las Navidades de 1931, tras habérsele prohibido temporalmente su retorno a París, pasaba ante la fachada del teatro Gullón, tanto tiempo cerrado, a solas también con sus fantasmas y telarañas, las presencias huidizas que habían cobrado vida en veladas disueltas en el tiempo, conversaciones triviales, aquellos personajes de Chejov, todo huyendo sin parar hacia el pasado como si lo soplara un viento irresistible, primavera fría aún, la primavera del jardín de los cerezos, “a esta hora estamos ya a tres grados bajo cero y tenemos los cerezos en flor”, pero en Altiva no llegan a florecer siquiera los cerezos, se hielan antes de cuajar la flor de nieve, nieve blanca de los árboles, qué frío hace, tengo las manos heladas, oh mi querido, mi dulce y maravilloso jardín, mi vida, mi juventud, mi felicidad, adiós; se han ido y me dejan aquí olvidado, pero no importa, me quedaré sentado, juventud, juventud, pasó la vida, se le figura a uno no haber vivido, aquel Chejov, pero de qué vale la nostalgia sino para aumentar el dolor, subía los peldaños de granito, estaba introduciendo la llave en la portezuela del apartado de Correos cuando se me acercó un empleado a quien no conocía ni siquiera de vista y me dijo algo así, “Usted debe de ser el escritor, si no me equivoco, buenos días, estoy leyendo su libro”, era evidente que me estaba confundiendo, ni me llamo como él dijo ni he escrito libro alguno ni tengo nada que ver con ese mundo salvo alguna lectura de joven, estaba a punto de decirle, pero le sonreía, no me atrevía a deshacer el equívoco a pesar de que no me reconocía en el otro, en ese yo visto como otro…
Se trata de un trabajo de larga elaboración, en el que me he volcado sobre todo en estos tres últimos años. En un artículo del nº 30 de 'Argutorio' dejaba algunos pensamientos sobre la novela de hoy, en realidad sobre lo que yo hacía entonces, que era esta novela, así que allí se puede ver un poco la dirección en la que va este trabajo. Es una novela extensa, con argumento, reflexiones y hasta elementos visuales -fotografías, cuadros, documentos, etc. -, en la línea de lo que se hace en la actualidad. Todo encaminado a contar una historia que se mueve entre la realidad y la ficción, con elementos entrecruzados de ambas. El fragmento que envío está en las páginas 56 a 58 del texto definitivo, si no hay cambios notables, y dice así:
![[Img #6802]](upload/img/periodico/img_6802.jpg)
La noticia había aparecido en una de esas secciones de relleno de los periódicos regionales adonde se desplazan las eventualidades de menor peso; curiosidades, hallazgos, rectificaciones, avisos y cosas por el estilo, que solo pueden interesar a mentes desocupadas o específicamente interesadas en algo particular. Ni siquiera había reparado en ella durante la lectura habitual del diario, que tampoco suelo hacer a fondo. Fue días después, mientras bajaba el papel al correspondiente contenedor, cuando me detuve con repentino interés en el titular apenas resaltado en negrita, la puerta del ascensor entreabierta con el pie, a punto de salir, y enseguida corté la hoja. “Hallada una carta de 1948”, decía escuetamente sobre el cuerpo, también muy breve; “Al desalojar los papeles hacinados en los estantes de un antiguo archivo de Correos para su rehabilitación, se ha encontrado, casi sesenta años después, una carta extraviada a mediados de siglo. La remitía Umbelina Lasar desde Buenos Aires y venía dirigida a Eligio Monteamaro. No ha podido llegar a tiempo a su destinatario, ya fallecido, ni se ha encontrado a ningún familiar cercano, por lo que se archivará en las dependencias de Correos de Altiva”.
La noticia era escueta, pero tenía los componentes precisos para despertar esa atracción que ejerce sobre nosotros lo desconocido, y más cuando aparece inopinadamente, como un diablo burlón que muestra y a la vez oculta. Era el embeleso de lo oscuro deslumbrante, si se me permite la paradoja, lo que me llamaba a fijarme en los nombres de Umbelina y Eligio, y más que nada el secreto que pudiera guardar aquella carta que se quedó, como tantas palabras que no llegamos a decir, por el camino. Por desvelarlo estaba de pronto dispuesto a intentar cualquier acto desesperado, reclamar, solicitar, rogar, convencer, mentir, chantajear, asaltar si era preciso la oficina de Correos por la noche. Pero podían explorarse otros medios menos expuestos. Ante todo, prudencia, saber esperar, y mientras tanto a pulir los últimos rebordes de un texto que se me resistía. De momento, Eligio Monteamaro era un nombre conocido en la ciudad.
![[Img #6799]](upload/img/periodico/img_6799.jpg)
Tuve unos días el recorte encima de la mesa, como dejado aparte mientras sudaba ante la pantalla del ordenador, pero en realidad no podía concentrarme en nada, reclamaba calladamente mi atención, lo leía una y otra vez, intentaba sacar algún hilo de aquel tejido mínimo, deshilachado y descolorido, como el que se impacienta ante una tumba histórica que anuncia inesperadas prendas, y siempre tenía que dejarlo, sin sacar nada en limpio de la oscuridad. La fatal opacidad de lo escrito. Sabía, eso sí, que el texto aludido por el texto estaba depositado en la oficina de Correos, y que el destinatario había recorrido las calles que yo ahora pisaba, bajo el mismo cielo encapotado de primavera. Apenas rozaba los bordes del tapiz y ya erigía hipótesis del paisaje y figuras en la imaginación; juntaba trazos de aquí y allá, armaba un puzzle imposible, y solo eran juegos en la niebla, porque lo ignoraba todo de aquella carta extraviada hacía tanto tiempo.
De pie ante la ventana, me esforzaba en rescatar la imagen que tan pronto se acercaba como se iba, veía a la puerta del bar al pobre Nino, a quien había convertido en personaje de un cuento y una novela, ya ebrio a pesar de no ser aún el mediodía, sentía pena por él, por cuanto se destruye delante de nosotros sin que nos sea posible mover un dedo por evitarlo, quizá por nuestra propia cobardía más que nada, qué me costaba ir a rescatarlo, bajar a oír sus razones, llevarlo a casa o al ambulatorio, pero cómo podía convertirme en guardián de la salud o las costumbres ajenas. Es desesperante ignorar los límites de nuestra obligación, hasta dónde hemos de llegar, cuál es la frontera entre el deber ciudadano o la amistad, y el territorio de la prudencia que acaba en inacción, debido a la vergüenza o el temor a equivocarnos. Tenía que bajar a echarle una mano, no fuera a morir ante mis ojos sin hacer un gesto por él. Pero ya no estaba a la puerta del bar, se había escabullido otra vez en el laberinto y eso me liberaba de los fantasmas, podía ir por la correspondencia, pensé, mientras miraba el escalón vacío donde lo había visto un poco antes sentado.
![[Img #6801]](upload/img/periodico/img_6801.jpg)
Iba por la callejuela de la Cruz como un huido, cada vez que pasaba por allí no podía dejar de mirar a la casa de la Morla, una antigua pensión donde paraba en las primeras décadas del siglo la farándula, aquellos cómicos de la legua que recorrían las provincias ganado dos cuartos y gastando cuatro, gente de vida rufianesca y heroica, pipirijaina, troupe, y todas las categorías de Villandrando, que dejaban las ganancias por el camino, el mismo lugar donde se había aposentado César Vallejo en las Navidades de 1931, tras habérsele prohibido temporalmente su retorno a París, pasaba ante la fachada del teatro Gullón, tanto tiempo cerrado, a solas también con sus fantasmas y telarañas, las presencias huidizas que habían cobrado vida en veladas disueltas en el tiempo, conversaciones triviales, aquellos personajes de Chejov, todo huyendo sin parar hacia el pasado como si lo soplara un viento irresistible, primavera fría aún, la primavera del jardín de los cerezos, “a esta hora estamos ya a tres grados bajo cero y tenemos los cerezos en flor”, pero en Altiva no llegan a florecer siquiera los cerezos, se hielan antes de cuajar la flor de nieve, nieve blanca de los árboles, qué frío hace, tengo las manos heladas, oh mi querido, mi dulce y maravilloso jardín, mi vida, mi juventud, mi felicidad, adiós; se han ido y me dejan aquí olvidado, pero no importa, me quedaré sentado, juventud, juventud, pasó la vida, se le figura a uno no haber vivido, aquel Chejov, pero de qué vale la nostalgia sino para aumentar el dolor, subía los peldaños de granito, estaba introduciendo la llave en la portezuela del apartado de Correos cuando se me acercó un empleado a quien no conocía ni siquiera de vista y me dijo algo así, “Usted debe de ser el escritor, si no me equivoco, buenos días, estoy leyendo su libro”, era evidente que me estaba confundiendo, ni me llamo como él dijo ni he escrito libro alguno ni tengo nada que ver con ese mundo salvo alguna lectura de joven, estaba a punto de decirle, pero le sonreía, no me atrevía a deshacer el equívoco a pesar de que no me reconocía en el otro, en ese yo visto como otro…