2,50
![[Img #64550]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/07_2023/5933_3-mortadelo_y_filemon-copia.jpg)
Un número, y con decimales, en todo lo alto. Tiene su importancia. Es el precio en las antiguas pesetas que pagué por los tebeos Pulgarcito, mi primera lectura activa en los años infantiles. Ahí me inicié, con la ayuda de las viñetas de personajes que nunca se borrarán del recuerdo.
Esas 2,50 pesetas eran la mitad de mis ingresos como chaval de siete años. Se extraían del duro, o cinco pesetas, que el mecenazgo paterno me concedía cada semana para comprar chucherías. Nada más recibir el óbolo en mi mano, allá que me iba disparado al quiosco a hacerme con el número recién salido de aquel tebeo leído y releído hasta la aparición del sucesor.
Lógicamente no tenía edad para sacar más conclusiones de ese cuadernillo que la de la risa y la sorpresa que deparaban personajes que podía ver por la calle, pero a los que sucedían anécdotas, planchazos, confusiones y enredos que me robaban con guante de seda la carcajada feliz de todo niño.
Personajes centrales, con la loa de la doble página, eran Mortadelo y Filemón, distinguidos en sumario de pareado como agencia de información. Aparecían firmados por un tal Fibáñez, conforme a la lectura esquemática del corto racionamiento de mi exigua edad. Con el tiempo, no mucho después, supe que era Francisco Ibáñez, un nombre que ya no desaparecería de mi olimpo de creadores.
Se acaba de ir un héroe de infancias lejanas. El destino ha querido dotarle con una vida larga (88 años) y una obra prolífica, para que jamás quedara borrada de nuestro rostro la risa franca y transparente, seña de identidad de la niñez. Mortadelo y Filemón, Pepe Gotera y Otilio, Sacarino, Rompetechos, y la 13 Rue del Percebe, nacieron del lápiz de Ibáñez para arrancar la mueca burlona a unos españoles, grandes y pequeños, metidos en la olla a presión de una España de valores eternos, que no estaba para bromas de ese jaez, pero a la que había que satirizar donde más duele: con el humor y el esperpento de la concavidad o convexidad de los espejos, como antes hizo el maestro Valle-Inclán.
Ibáñez y sus personajes fueron el manual de sociología de un territorio narcotizado. Nuestros detectives de pacotilla, con el tiempo ascendidos a espías con licencia para carcajearse de ellos y de todo, eran la representación, ciertamente exagerada, de las estupideces de un país y un paisanaje que soñaba con grandezas muy lejos de sus posibilidades. La sucesión de disfraces de Mortadelo simbolizaba deseos de cambios. Las chapuzas de Pepe Gotera y Otilio eran el mensaje del dibujante acerca de una sociedad dominada por la obra siempre a medio terminar o mal acabada, como sigue sucediendo en tantos ámbitos civiles. El botones Sacarino se asemejaba al joven rebelde que ponía en jaque a la autoridad con el divertimento de sus cachivaches y su caos. Rompetechos, al decir de Ibáñez, su creación favorita, venía a ser el eterno gruñón, cabreado y agobiado por la aguda miopía que le impedía percibir lo que tenía ante sus ojos. Y la 13 Rue del Percebe, el mapa a escala de una tipología sui géneris de España y los españoles.
Cuando compraba el Pulgarcito con aquellas 2,50 pesetas o medio duro, el único objetivo era reírme, pasármelo bomba. Ibáñez fue el autor de la proeza en un niño, como tantos, que vivía atemorizado en el microcosmos de unas aulas dominadas por el negro de la pizarra y de las sotanas de un profesorado, que vomitaba amenazas de infiernos eternos, por pecar solo con el pensamiento. Mortadelo y Filemón resultaron ser la liberación porque las risas arrancadas con sus chifladuras eran el anticipo maravilloso de la libertad con humor, de la extraordinaria anarquía que es reírse de uno mismo...
La muerte de Ibáñez recupera para la memoria otros dibujantes y personajes de historietas que no recibieron el aplauso público del padre de Rompetechos. Cobra hoy especial singularidad Carpanta, salido del magín de Escobar, el ejemplo de supervivencia en la utopía de dar cuenta de un pollo asado. Emergía también Don Pío, autoría de Peñarroya, el perfil del hombre apocado de clase media, sojuzgado por el paternalismo laboral y providencia del director de sillón y despacho. Actual a más no poder, el repórter Tribulete, de Cifré, miembro de la redacción de El Chafardero Indomable, una cabecera que parece tener sentido en periódicos de estos tiempos. Y muchos más, las Hermanas Gilda, Anacleto agente secreto, del simpar Vázquez. Doña Urraca, el profesor Tragacanto y su clase que es de espanto, Rigoberto Picaporte, solterón de mucho porte, ansioso por trepar en sociedad, vía matrimonio con Curruquita, la burguesa de altos vuelos, bien tutelada por su mamuchi. Todos ellos habitantes de un planeta de fantasías que alegró la vida de un país taciturno que encontró en este elenco de seres adorables la vía de escape a las frustraciones.
Fueron 2,50 pesetas, una cantidad hoy, inflaciones mediante, microscópica en las dimensiones del dinero. Para mí, la mitad de lo que mi padre me daba, adoctrinándome de paso, que aprendiera a dar valor al parné y tasara el sudor que costaba ganarlo. Ahora, cuando Francisco Ibáñez nos ha dejado, y con su ausencia, deja en la mitología a Mortadelo y Filemón, me admiro de que con tan exigua cantidad, comprase una enciclopedia de la vida.
Un número, y con decimales, en todo lo alto. Tiene su importancia. Es el precio en las antiguas pesetas que pagué por los tebeos Pulgarcito, mi primera lectura activa en los años infantiles. Ahí me inicié, con la ayuda de las viñetas de personajes que nunca se borrarán del recuerdo.
Esas 2,50 pesetas eran la mitad de mis ingresos como chaval de siete años. Se extraían del duro, o cinco pesetas, que el mecenazgo paterno me concedía cada semana para comprar chucherías. Nada más recibir el óbolo en mi mano, allá que me iba disparado al quiosco a hacerme con el número recién salido de aquel tebeo leído y releído hasta la aparición del sucesor.
Lógicamente no tenía edad para sacar más conclusiones de ese cuadernillo que la de la risa y la sorpresa que deparaban personajes que podía ver por la calle, pero a los que sucedían anécdotas, planchazos, confusiones y enredos que me robaban con guante de seda la carcajada feliz de todo niño.
Personajes centrales, con la loa de la doble página, eran Mortadelo y Filemón, distinguidos en sumario de pareado como agencia de información. Aparecían firmados por un tal Fibáñez, conforme a la lectura esquemática del corto racionamiento de mi exigua edad. Con el tiempo, no mucho después, supe que era Francisco Ibáñez, un nombre que ya no desaparecería de mi olimpo de creadores.
Se acaba de ir un héroe de infancias lejanas. El destino ha querido dotarle con una vida larga (88 años) y una obra prolífica, para que jamás quedara borrada de nuestro rostro la risa franca y transparente, seña de identidad de la niñez. Mortadelo y Filemón, Pepe Gotera y Otilio, Sacarino, Rompetechos, y la 13 Rue del Percebe, nacieron del lápiz de Ibáñez para arrancar la mueca burlona a unos españoles, grandes y pequeños, metidos en la olla a presión de una España de valores eternos, que no estaba para bromas de ese jaez, pero a la que había que satirizar donde más duele: con el humor y el esperpento de la concavidad o convexidad de los espejos, como antes hizo el maestro Valle-Inclán.
Ibáñez y sus personajes fueron el manual de sociología de un territorio narcotizado. Nuestros detectives de pacotilla, con el tiempo ascendidos a espías con licencia para carcajearse de ellos y de todo, eran la representación, ciertamente exagerada, de las estupideces de un país y un paisanaje que soñaba con grandezas muy lejos de sus posibilidades. La sucesión de disfraces de Mortadelo simbolizaba deseos de cambios. Las chapuzas de Pepe Gotera y Otilio eran el mensaje del dibujante acerca de una sociedad dominada por la obra siempre a medio terminar o mal acabada, como sigue sucediendo en tantos ámbitos civiles. El botones Sacarino se asemejaba al joven rebelde que ponía en jaque a la autoridad con el divertimento de sus cachivaches y su caos. Rompetechos, al decir de Ibáñez, su creación favorita, venía a ser el eterno gruñón, cabreado y agobiado por la aguda miopía que le impedía percibir lo que tenía ante sus ojos. Y la 13 Rue del Percebe, el mapa a escala de una tipología sui géneris de España y los españoles.
Cuando compraba el Pulgarcito con aquellas 2,50 pesetas o medio duro, el único objetivo era reírme, pasármelo bomba. Ibáñez fue el autor de la proeza en un niño, como tantos, que vivía atemorizado en el microcosmos de unas aulas dominadas por el negro de la pizarra y de las sotanas de un profesorado, que vomitaba amenazas de infiernos eternos, por pecar solo con el pensamiento. Mortadelo y Filemón resultaron ser la liberación porque las risas arrancadas con sus chifladuras eran el anticipo maravilloso de la libertad con humor, de la extraordinaria anarquía que es reírse de uno mismo...
La muerte de Ibáñez recupera para la memoria otros dibujantes y personajes de historietas que no recibieron el aplauso público del padre de Rompetechos. Cobra hoy especial singularidad Carpanta, salido del magín de Escobar, el ejemplo de supervivencia en la utopía de dar cuenta de un pollo asado. Emergía también Don Pío, autoría de Peñarroya, el perfil del hombre apocado de clase media, sojuzgado por el paternalismo laboral y providencia del director de sillón y despacho. Actual a más no poder, el repórter Tribulete, de Cifré, miembro de la redacción de El Chafardero Indomable, una cabecera que parece tener sentido en periódicos de estos tiempos. Y muchos más, las Hermanas Gilda, Anacleto agente secreto, del simpar Vázquez. Doña Urraca, el profesor Tragacanto y su clase que es de espanto, Rigoberto Picaporte, solterón de mucho porte, ansioso por trepar en sociedad, vía matrimonio con Curruquita, la burguesa de altos vuelos, bien tutelada por su mamuchi. Todos ellos habitantes de un planeta de fantasías que alegró la vida de un país taciturno que encontró en este elenco de seres adorables la vía de escape a las frustraciones.
Fueron 2,50 pesetas, una cantidad hoy, inflaciones mediante, microscópica en las dimensiones del dinero. Para mí, la mitad de lo que mi padre me daba, adoctrinándome de paso, que aprendiera a dar valor al parné y tasara el sudor que costaba ganarlo. Ahora, cuando Francisco Ibáñez nos ha dejado, y con su ausencia, deja en la mitología a Mortadelo y Filemón, me admiro de que con tan exigua cantidad, comprase una enciclopedia de la vida.