Lidia Latysheva Kovalska
![[Img #64551]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/07_2023/4191_5-colza-080-copia.jpg)
Aquí vino Lidia a echar sus huesos de pantera vieja, con sus tetas derramadas y su ‘peluca’ caucasiana, sin haber tenido hijos.
Llegó a Astorga por amor, detrás de una vaca sagrada a fundar una ciudad, pero la ciudad estaba ya fundada.
Lidia era ingrávida, a pesar de su osamenta caucásica de la estirpe del mamut. Era sobre todo libre, libresca. Plantó una secuoya para hacer una casa a su sombra y casó con ‘Pepín’. De noche, en invierno nadaban en la piscina cubierta de doble calle, para ir juntos o reencontrarse a orillas del Caspio. La piscina con el tiempo albergó muebles viejos, desechos de una casa desportillada.
La casa en sus primeros tiempos era el lugar de reposo a una vida social intensa, muy atareada; pero a la vejez fue refugio, residencia permanente. A ella llegaban vendedores ambulantes, artistas, titiriteros y poetas.
Entre los trastos viejos había una colección de disfraces que instaba a probar a los invitados: viejas con chales, enanos rufianescos, judíos encorvados, travestidos de maragatos serían sus acompañantes a la cena. La sopa boba siempre con el mismo sabor, fuera de tomate o de cebolla, con especiería exótica: jengibre, albahaca, comino en polvo; acompañada de un aperitivo de aceitunas, jamón y queso; y “las copas sin descanso encima de las copas y una horrible tristeza se apodera de su sangre”, con el sempiterno brindis en favor de la infancia. Tras los postres frutales la conversación por lo imaginario, por el chiste inconsciente y el ‘cadáver exquisito’.
En su álbum de fotos luce lozana, madura pero atractiva, encantadora, “La cabeza atenta: como si el baño / en el bosque interrumpiera, volviendo / el rostro, en el estanque reflejado”.
Se complacía en provocar a las ‘damas de sociedad’ que, por curiosidad y alcurnia, a veces frecuentaba, expresando su admiración sexual por lo masculino: varones burdos, mugrientos, resudados, de musculatura potente y descarriada, también frente a los hombres con los que tenía trato, un tanto sutiles, espirituales alfeñiques.
Esa casa fue su cárcel por la que daba vueltas: “Con la vista cansada por el desfile / de las rejas, sin nada que la retuviera…”; pero también fue su proyecto vital en un cuerpo cada vez más desmañado. La casa iba ‘alozanándose’ en torno a sus proyectos. Primero, ‘la Residencia de Artista’, hermosa, bien aislada de fríos y con calefacción, mientras que sus habitaciones permanecían heladas, por su pobreza energética. Todavía en los últimos tiempos, cercada por la inmovilidad, proyectaba una pista de baile que no llegó a realizar.
Lidia era ingeniosa, imaginativa, vivía muchas de sus vidas posibles a un tiempo.
Su soledad final despertó sus demonios paneslavos y la guerra se batía en su interior. De madre ucraniana y padre moscovita deportado por el régimen, en esta batalla resolvió aquella lucha en favor del imperialismo ruso.
En las brasas de la hoguera de mi patio queda un rescoldo de Lidia cada vez que no esté: “Los finales son de cada una”, me dijo en aquella ocasión.
![[Img #64551]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/07_2023/4191_5-colza-080-copia.jpg)
Aquí vino Lidia a echar sus huesos de pantera vieja, con sus tetas derramadas y su ‘peluca’ caucasiana, sin haber tenido hijos.
Llegó a Astorga por amor, detrás de una vaca sagrada a fundar una ciudad, pero la ciudad estaba ya fundada.
Lidia era ingrávida, a pesar de su osamenta caucásica de la estirpe del mamut. Era sobre todo libre, libresca. Plantó una secuoya para hacer una casa a su sombra y casó con ‘Pepín’. De noche, en invierno nadaban en la piscina cubierta de doble calle, para ir juntos o reencontrarse a orillas del Caspio. La piscina con el tiempo albergó muebles viejos, desechos de una casa desportillada.
La casa en sus primeros tiempos era el lugar de reposo a una vida social intensa, muy atareada; pero a la vejez fue refugio, residencia permanente. A ella llegaban vendedores ambulantes, artistas, titiriteros y poetas.
Entre los trastos viejos había una colección de disfraces que instaba a probar a los invitados: viejas con chales, enanos rufianescos, judíos encorvados, travestidos de maragatos serían sus acompañantes a la cena. La sopa boba siempre con el mismo sabor, fuera de tomate o de cebolla, con especiería exótica: jengibre, albahaca, comino en polvo; acompañada de un aperitivo de aceitunas, jamón y queso; y “las copas sin descanso encima de las copas y una horrible tristeza se apodera de su sangre”, con el sempiterno brindis en favor de la infancia. Tras los postres frutales la conversación por lo imaginario, por el chiste inconsciente y el ‘cadáver exquisito’.
En su álbum de fotos luce lozana, madura pero atractiva, encantadora, “La cabeza atenta: como si el baño / en el bosque interrumpiera, volviendo / el rostro, en el estanque reflejado”.
Se complacía en provocar a las ‘damas de sociedad’ que, por curiosidad y alcurnia, a veces frecuentaba, expresando su admiración sexual por lo masculino: varones burdos, mugrientos, resudados, de musculatura potente y descarriada, también frente a los hombres con los que tenía trato, un tanto sutiles, espirituales alfeñiques.
Esa casa fue su cárcel por la que daba vueltas: “Con la vista cansada por el desfile / de las rejas, sin nada que la retuviera…”; pero también fue su proyecto vital en un cuerpo cada vez más desmañado. La casa iba ‘alozanándose’ en torno a sus proyectos. Primero, ‘la Residencia de Artista’, hermosa, bien aislada de fríos y con calefacción, mientras que sus habitaciones permanecían heladas, por su pobreza energética. Todavía en los últimos tiempos, cercada por la inmovilidad, proyectaba una pista de baile que no llegó a realizar.
Lidia era ingeniosa, imaginativa, vivía muchas de sus vidas posibles a un tiempo.
Su soledad final despertó sus demonios paneslavos y la guerra se batía en su interior. De madre ucraniana y padre moscovita deportado por el régimen, en esta batalla resolvió aquella lucha en favor del imperialismo ruso.
En las brasas de la hoguera de mi patio queda un rescoldo de Lidia cada vez que no esté: “Los finales son de cada una”, me dijo en aquella ocasión.






