Mercedes Unzeta Gullón
Sábado, 22 de Julio de 2023

Mi amiga Lidia se ha ido

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Suavemente, sin aspavientos ni grandes dolencias se marchó una noche. Dejó de respirar sin más. La echaré mucho de menos, muchísimo. Me ha acompañado veintitrés años de mi vida y era una persona tan intensa que era impensable que desapareciera, claro que ha desaparecido físicamente pero la intensidad y particularidad de su pensamiento ha quedado flotando en el aire y gravado en el recuerdo de quienes la conocimos de cerca.

 

Vino a España desde Polonia traída por un astorgano, ‘Pepín’. Tenía cuarenta años entonces y trabajaba en la Universidad de Varsovia cómo química. Ella salió de la casa de sus padres en la isla de Sajalín, en el mar del Japón, con 17 años para estudiar a 6.312 km en la Universidad de San Petesburgo. Allí se encontró con un grupo de estudiantes polacos con los que hizo gran amistad, era su pandilla. De ese grupo salió su primer marido polaco con el que se casó, entre otros importantes motivos, para salir de esa Rusia que la asfixiaba. Fue en Polonia donde ella vivió sus primeros años de libertad personal y desarrollo intelectual y creativo. Unos importantes años de intensidad emocional. Es el periodo de las vivencias vehementes. Etapa que va desde la juventud hasta la supuesta madurez, los cuarenta.  Se enamoró, y enamoró, muchas veces porque Lidia era una mujer muy atractiva y le gustaba gustar y disfrutaba gustando. También se divorció.

 

Ella tenía claro su principio vital. Quería vivir sin trabajar. Alguien advirtió  que “el trabajo embrutece”, creo que fue Vladimir Nabokov, y ella este postulado lo tenía grabado a fuego. No quería trabajar, no quería embrutecerse trabajando. Sus aspiraciones personales se centraban en el crecimiento y desarrollo de su espíritu creativo. Así que cuando en una reunión de amigos encontró a un español viajador, que además era artista, que recorría el mundo con sus pinturas, no pudo por menos que entusiasmarse con él y con la posibilidad que le suponía poder salir del país polaco, que ya le quedaba pequeño, y poder dejar el trabajo que ya le aburría enormemente. Su espíritu libre y creativo necesitaba otros espacios y otras motivaciones. Polonia, que era parte de la Unión Soviética, no le daba para más.

 

Ella se quiso asegurar de que la elección del artista español le liberaría del mundo laboral así que llegó a acuerdos de contraprestaciones por ambos lados. Pepín le prometió que con él no tendría que trabajar y ella eligió a Pepín para la siguiente etapa de su vida.

 

Y fue así como Lidia ‘la rusa’ apareció en Astorga del brazo del astorgano Pepín en los años ochenta. Su llegada fue todo un acontecimiento absolutamente exótico para esta pequeña ciudad. ¡Una rusa en Astorga! ¡Una rusa directamente venida de la hermética Unión Soviética! ¿Cómo había conseguido salir de aquellas fronteras cerradas? Aunque viniendo de Pepín no resultaba demasiado chocante ya que él era exótico por naturaleza y extranjero por afición, y ‘la rusa’ era su tercera mujer después de una inglesa y una francesa.

 

La ciudad la recibió con curiosidad y con cierto recelo, quizás por aquello del ‘país comunista’ del que procedía. El apelativo de ‘la rusa’ iba cargado de curiosidad pero también con un cierto matiz de desconsideración. La ‘elite’ de Astorga la miraba como un bicho raro.

 

Lidia tuvo mucho valor, y muchas ganas de salir de su futuro soviético previsto, al dejar a todos sus amigos y embarcarse en una nueva vida con un hombre que apenas conocía y con un idioma que desconocía absolutamente. Pepín sabía algunas palabras de ruso y con eso iban entendiéndose.

 

Lo que ella no contaba es conque iba a vivir en el campo. No le gustaba el campo, le gustaba el bullicio, las calles llenas de gente, las tiendas, la oferta artística… todo lo que ofrece una ciudad. La ciudad motivaba su espíritu, el campo, por contra, a ella le embrutecía el espíritu, le recordaba su infancia en la península de Kamchatka o en la isla de Sajalin, donde tenían que hacer, ella y su hermana, ciertas labores de campo para sobrevivir, un trabajo que ya desde pequeña no le interesaba porque no le aportaba nada a su espíritu.

 

Pero la oferta de vida no la instaló en una gran ciudad sino en una casa asilada en un pueblo aislado, y a su aislamiento acompañó que Pepín no era un hombre muy atento a sensibilidades femeninas. Ese aislamiento personal lo quiso solventar cuando ya había aprendido un poco de español. Necesitaba relacionarse, socializar, comunicarse con gente…, y como mujer observadora reparó que los españoles nos pisamos en las conversaciones, nos interrumpimos unos a otros y no escuchamos, así que decidió hacerse una tarjeta de visita que decía Lidia Latysheva Kovalska, Hago visitas, doy conversación, y también escucho.

 

Esta nueva etapa de mujer de ‘Pepín’ cubrió su aspiración de no trabajar, pero tampoco fue un camino de rosas porque su marido, a pesar de sus matrimonios extranjeros, era un ‘macho ibérico’, “muy sexi” como decía ella, pero muy poco sensible a sus otras necesidades. Esa faceta no facilitó mucho la felicidad en su vida en común. Pero Lidia era una mujer muy resistente, no condescendiente, y supo y pudo torear con audacia y coraje las dificultades maritales.

 

La otra aspiración, que en realidad era una vocación, era la de ser mecenas. Esta vocación la pudo cumplir en la última etapa de su vida, cuando viuda heredó y pudo disponer del dinero a su antojo. Y, entonces, pudo realizar su aspiración de apoyar intelectual y económicamente a jóvenes artistas. Lidia buscaba y necesitaba desarrollar su capacidad de Pigmalión con los jóvenes. Formaba parte de su naturaleza. Era su manera de realizarse.

 

Su ansiedad por el arte era insaciable. Tan pronto hacía muchos kilómetros para escuchar fados como otros tantos para ir a San Fernando de Cádiz a pisar los lugares por donde había pasado Camarón de la Isla, o iba a la Opera. Cuando se centraba en un tema buceaba a fondo en él hasta desmenuzarlo y comprenderlo. Se apuntó a cursos del MUSAC para estar más cerca del arte, y era la primera en participar en iniciativas. Cuando ya tuvo menos movilidad la dedicación principal de sus días era la lectura y las películas.

 

Hace pocos días compró un terreno al lado de su casa. Y cuando le pregunté que para qué había comprado ese terreno si apenas podía moverse y salir de casa me explicó que lo que quería es poner un Dancing, construir un local para bailar, pero no una discoteca sino un local con música en directo. Una orquesta tocando. Me asombré y le pregunté quien pensaba que pudiera venir a bailar aquí, en mitad de la nada, y me contestó que daba igual, que si no venía nadie la orquesta tocaría para ella.

 

Lidia tiene muchas, muchísimas anécdotas ocurrentes, divertidas, estrambóticas, sorprendentes, inteligentes…, darían para muchas páginas. Hizo de su intensa vida una gran anécdota en la que se lamentaba no haber podido ser mucho más satisfactoria de haber vivido en otras circunstancias, pero le supo sacar partido a las circunstancias que le tocaron.

 

 Era una mujer muy especial, con un carácter muy especial, con la que he podido tener cuantiosas, largas e interesantes conversaciones y vivencias en estos veintitrés años en los que hemos coincidido en estas tierras. Hemos reído mucho, hablado mucho y nos hemos apoyado mucho. La voy a echar mucho de menos. La recordaré siempre como pienso que la recordarán todas las personas que la han conocido. Lidia, una mujer eterna e irrepetible. La despido con tristeza y con amor. Descanse en paz.

 

O témpora o mores

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