Sísifo y las urnas
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El de Sísifo puede ser el mito griego más conocido. La lectura tiene aplicación en bastantes situaciones de la vida. Las personas nos empeñamos en hacer rodar la roca hacia abajo, justo a punto de coronar la cumbre. Su significado responde a uno de los peores martirios que podemos soportar: el dolor del alma de no ver cumplido un sueño cuando se toca con los dedos. Es un infinito empezar sin terminar.
La política española recoge elementos de esta maldición mitológica. Acaba de suceder en las recientes elecciones del 23 de julio pasado. Nuevamente un resultado que hace complicado el arte de la gobernabilidad, incluso el de la oposición en singular, porque aquí también se abren pluralidades de cama redonda. Otra vez la roca rueda hacia abajo con la seria probabilidad de una nueva consulta electoral antes de que termine el año.
El de España no es un fenómeno único. La irrupción de partidos con el marchamo del populismo ha enlodado la liturgia electoral con sumas y restas de siglas de partidos imposibles de cuadrar. No solo eso, los procesos preelectorales concitan sospechas infundadas de pucherazos que solo buscan cuestionar la limpieza que ha de suponerse sin fisuras a la voluntad popular. Los totalitarismos tienen asideros a los que agarrarse en sus acometidas a las democracias liberales.
Los resultados electorales del 23-J han polarizado aún más a una sociedad cada vez más maniquea en la definición de sus opciones. Los eslóganes de campaña han abusado de las disyuntivas, el alpiste de las emociones, y no de las razones, a la hora de elegir. Apenas, propuestas de calidad de vida ciudadana, porque el discurso ha estado salpicado de descalificaciones personales. Nuestros oídos se están acostumbrando al soniquete de la bajeza moral y no al de la altura de miras que se espera de los líderes políticos.
Paradójicamente, en un mapa político español, en atomización creciente, los preparativos electorales han tenido los ingredientes de un bipartidismo, con sus acólitos perfectamente definidos. Un error de consecuencias imprevisibles, cuando la gobernabilidad de la nación puede depender de un grupúsculo con solo un par de escaños.
Los jefes de campaña han sabido dirigir los instintos de la masa a dos nombres propios y a un par de teloneros posicionados, uno más que otro, en los suburbios de la centralidad o la moderación ideológica. Como sucede con los equipos de futbol, los partidos políticos, antaño equilibrados y dialogantes, con cierta perspectiva de los asuntos de Estado, se ven ahora hipotecados por una fuerza de choque de hooligans, que ejercen la variante ultra de la afición apasionada, pero tranquila.
La persistencia en estos comportamientos lleva al liderazgo político de este país a desmarcarse de una frase didáctica de Agustín de Hipona (San Agustín): sé grande en las cosas grandes, pero no seas pequeño en las pequeñas. Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijoo han ofrecido al elector un despiste mayúsculo en la identificación de lo magno y de lo nimio en política. Al primero le fue mejor, porque tuvo margen de maniobra para recuperarse de la pájara del primer debate cara a cara. El segundo lo supeditó todo a la entelequia grandilocuente de las encuestas y al triunfo de su partido en la consulta previa de municipales y autonómicas del 28-M. Jugar a la defensiva o al toque de salón sin tener el partido cerrado, suele acarrear la sorpresa de la remontada del adversario.
Pedro Sánchez acudió a su confrontación con el candidato popular convencido de que era pan comido ante la cartera de logros sociales y económicos de su gestión. Se encontró, en cambio, con un dirigente correoso, sin más táctica que romper su esquema en el medio campo con faltas e interrupciones constantes. Él, que había venido a torear bajo la estricta ley del arte, se encontró con una becerrada, a la que apenas supo dar un par de trincherazos. Despreció el pequeño detalle.
Núñez Feijoo obvió la nimiedad de un segundo debate con los cuatro candidatos mejor posicionados ante las urnas. Se convirtió en un encuentro a tres bandas, por su espantada. Ignoró así a un electorado que suspiraba por verle dar la puntilla al gran rival, pero se encerró en tablas. Dejó en minoría a su compañero de suma de escaños. Y tuvo que ver como la pinza de los partidos opuestos se daban un paseo triunfal a cuatro días de la cita con el voto, sin tiempo posible para remediar el desaguisado.
Esta clase política es la piedra en permanente inercia para rodar hacia abajo una y otra y otra y otra vez. El ciudadano es el Sísifo del mito. Los peajes a pagar en posibles alianzas se van a multiplicar respecto a la anterior legislatura. La política de do ut des se metamorfosea en sometimiento a chantajes de siglas que representan pésimas compañías en credenciales. No salen las cuentas o pueden salir muy caras.
Única, aunque casi utópica salida para desatar el embrollo, una gran coalición PSOE-PP. Es factible dado el empate técnico del 23-J. De los cuatro años de legislatura, dos para uno y otros dos para otro, y que la moneda al aire decida quién tira primero los penaltis y quién después. ¿Quién sabe? A lo mejor la roca queda estática en la cima de la montaña.
El de Sísifo puede ser el mito griego más conocido. La lectura tiene aplicación en bastantes situaciones de la vida. Las personas nos empeñamos en hacer rodar la roca hacia abajo, justo a punto de coronar la cumbre. Su significado responde a uno de los peores martirios que podemos soportar: el dolor del alma de no ver cumplido un sueño cuando se toca con los dedos. Es un infinito empezar sin terminar.
La política española recoge elementos de esta maldición mitológica. Acaba de suceder en las recientes elecciones del 23 de julio pasado. Nuevamente un resultado que hace complicado el arte de la gobernabilidad, incluso el de la oposición en singular, porque aquí también se abren pluralidades de cama redonda. Otra vez la roca rueda hacia abajo con la seria probabilidad de una nueva consulta electoral antes de que termine el año.
El de España no es un fenómeno único. La irrupción de partidos con el marchamo del populismo ha enlodado la liturgia electoral con sumas y restas de siglas de partidos imposibles de cuadrar. No solo eso, los procesos preelectorales concitan sospechas infundadas de pucherazos que solo buscan cuestionar la limpieza que ha de suponerse sin fisuras a la voluntad popular. Los totalitarismos tienen asideros a los que agarrarse en sus acometidas a las democracias liberales.
Los resultados electorales del 23-J han polarizado aún más a una sociedad cada vez más maniquea en la definición de sus opciones. Los eslóganes de campaña han abusado de las disyuntivas, el alpiste de las emociones, y no de las razones, a la hora de elegir. Apenas, propuestas de calidad de vida ciudadana, porque el discurso ha estado salpicado de descalificaciones personales. Nuestros oídos se están acostumbrando al soniquete de la bajeza moral y no al de la altura de miras que se espera de los líderes políticos.
Paradójicamente, en un mapa político español, en atomización creciente, los preparativos electorales han tenido los ingredientes de un bipartidismo, con sus acólitos perfectamente definidos. Un error de consecuencias imprevisibles, cuando la gobernabilidad de la nación puede depender de un grupúsculo con solo un par de escaños.
Los jefes de campaña han sabido dirigir los instintos de la masa a dos nombres propios y a un par de teloneros posicionados, uno más que otro, en los suburbios de la centralidad o la moderación ideológica. Como sucede con los equipos de futbol, los partidos políticos, antaño equilibrados y dialogantes, con cierta perspectiva de los asuntos de Estado, se ven ahora hipotecados por una fuerza de choque de hooligans, que ejercen la variante ultra de la afición apasionada, pero tranquila.
La persistencia en estos comportamientos lleva al liderazgo político de este país a desmarcarse de una frase didáctica de Agustín de Hipona (San Agustín): sé grande en las cosas grandes, pero no seas pequeño en las pequeñas. Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijoo han ofrecido al elector un despiste mayúsculo en la identificación de lo magno y de lo nimio en política. Al primero le fue mejor, porque tuvo margen de maniobra para recuperarse de la pájara del primer debate cara a cara. El segundo lo supeditó todo a la entelequia grandilocuente de las encuestas y al triunfo de su partido en la consulta previa de municipales y autonómicas del 28-M. Jugar a la defensiva o al toque de salón sin tener el partido cerrado, suele acarrear la sorpresa de la remontada del adversario.
Pedro Sánchez acudió a su confrontación con el candidato popular convencido de que era pan comido ante la cartera de logros sociales y económicos de su gestión. Se encontró, en cambio, con un dirigente correoso, sin más táctica que romper su esquema en el medio campo con faltas e interrupciones constantes. Él, que había venido a torear bajo la estricta ley del arte, se encontró con una becerrada, a la que apenas supo dar un par de trincherazos. Despreció el pequeño detalle.
Núñez Feijoo obvió la nimiedad de un segundo debate con los cuatro candidatos mejor posicionados ante las urnas. Se convirtió en un encuentro a tres bandas, por su espantada. Ignoró así a un electorado que suspiraba por verle dar la puntilla al gran rival, pero se encerró en tablas. Dejó en minoría a su compañero de suma de escaños. Y tuvo que ver como la pinza de los partidos opuestos se daban un paseo triunfal a cuatro días de la cita con el voto, sin tiempo posible para remediar el desaguisado.
Esta clase política es la piedra en permanente inercia para rodar hacia abajo una y otra y otra y otra vez. El ciudadano es el Sísifo del mito. Los peajes a pagar en posibles alianzas se van a multiplicar respecto a la anterior legislatura. La política de do ut des se metamorfosea en sometimiento a chantajes de siglas que representan pésimas compañías en credenciales. No salen las cuentas o pueden salir muy caras.
Única, aunque casi utópica salida para desatar el embrollo, una gran coalición PSOE-PP. Es factible dado el empate técnico del 23-J. De los cuatro años de legislatura, dos para uno y otros dos para otro, y que la moneda al aire decida quién tira primero los penaltis y quién después. ¿Quién sabe? A lo mejor la roca queda estática en la cima de la montaña.