Sol Gómez Arteaga
Sábado, 05 de Agosto de 2023

Muñecas

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Estos días veo muñecas por todas partes. La semana pasada caminando por la Gran Vía madrileña me sorprendió un escaparate enorme y rosa de la Barbie. Le hice fotos. Fue mi sobrina quien al mandárselas me puso en la realidad: me contó que habían sacado la película. A decir verdad, a mí la muñeca flacucha de la rutilante empresa norteamericana Martel con cuerpo de mujer y medidas que dicen perfectas, 91-46-87, me la refanflinfla. Yo soy más de la Nancy de Famosa (acrónimo de Fábricas Agrupadas de Muñecas de Onil Sociedad Anónima), que también me sorprendió esta mañana con la noticia, mucho más modesta, de su cincuenta y cinco cumpleaños.

   

Nancy vino a mi mundo la primavera del 75, cuando con siete años enfermé de una hepatitis infantil que, además de impedirme acabar el curso escolar, me dejó postrada durante cuatro meses. En ese tiempo, mis progenitores decidieron colocar en el comedor de la planta baja, pegada a la pared, una provisoria cama que se convertiría en el cuartel general de mis cuidados. Guardo de esos días algunos recuerdos imborrables como las trenzas demasiado tirantes que mi madre, constituida en cuidadora absoluta, me hacía por las mañanas; la visita del practicante que hervía la aguja de una jeringuilla siempre demasiado gorda, demasiado temible, en una escudilla de zinc -en el aire el olor a alcohol en ebullición-, seguida del dolor sordo, vergonzante, en mi glúteo; las comidas magras, deslavadas, de régimen, que había que empujar p’adentro -“venga, vamos, la última cucharada”-; la visita de las niñas a media tarde que venían de la piscina o del río y se iban prontas, con su algarabía y olor a humedad, a jugar de nuevo dejándome sumida en la hora más azul.    

 

Esa sucesión de rutinas se vería un día truncada por el regalo que me hicieron de la Nancy dos hadas madrinas, Lisi y Chata, amigas de mi madre, trasformando mis monocromáticas tardes en tardes de color. Pues gracias al par de trajes que las amigas de mi madre también me compraron y algunos más que ésta, artista de la aguja, confeccionó con esmero, me entregué a la febril tarea de cambiarle mil veces de ropa, mil veces de peinado, de inventar mil aventuras juntas. Nancy, así lo había decidido yo, no era una amiga de mi edad, era mi hija, y le hablaba con verdadero amor de madre. Y también era hermosa mi muñeca, y popular -si salía en la tele-, bien vestida, un poco pija. Nancy, mi Nancy, era lo que yo no era. Nancy, mi Nancy, representaba la materialización de mi deseo.

   

Pero un día determiné deshacerme de mi juguete más preciado, acaso el único, y la entregué en adopción, junto con todo su arenal, a mi prima Merce, unos años más pequeña que yo. Con este acto le daba esquinazo a mi infancia para iniciar el camino tormentoso, drástico, sin transición, a la adolescencia, como ocurre con esos ‘niños tontos’ de Matute obligados a crecer por la propia fiereza de la vida.

De esa decisión irreflexiva, pulsional -yo que guardo todo como oro en paño- me arrepentí mil veces.

 

Está mañana, sin embargo, al enterarme camino del trabajo de que la Nancy cumplía años, uno menos que yo, lejos de lamentarme por el hecho de haberme desprendido de ella, me reconcilié, por primera vez, conmigo misma. Llegué a la epifanía de que tenía que hacerlo así, toda acción tiene su reacción, para que otras cosas cambiaran.

 

Un fogonazo de luz me deslumbró la salida del metro de Pavones, útero de la ciudad que nunca tuvo mar, sintiéndome afortunada de emprender un nuevo día.  

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