Julián Durany Murias
Sábado, 05 de Agosto de 2023

Club el Quijote: De sombras y caballos

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Creo que fue en 1971, si la memoria no me falla, que fui invitado a incorporarme a un club denominado “El Quijote,” con sede en un local de la Casa Sacerdotal de Astorga.

 

Cuando accedí por primera vez al club pude apreciar un ambiente acogedor, donde chicos y chicas bailaban con los temas musicales más conocidos del momento. Cuando el disco de vinilo agotó sus pistas alguien me presentó a los miembros que ya se habían ido incorporando. Recuerdo que había un pequeño bar, algunos sofás y mesas donde, ajenos a la música o quizá inspirados por ella, dos jugadores seguían concentrados en su partida de ajedrez. Me pareció un ambiente sano, distendido, donde se percibía claramente la intención de conectar; actitudes de encuentro presididas por la formalidad y también cierta inocencia.

 

Los líderes más representativos de aquel colectivo aspiraban a que, al margen de lo lúdico, el club expandiera su actividad a otros aspectos culturales enfocados a la difusión de la propia marca; y así nació, por ejemplo, la creación de una revista propia titulada 'Andanzas' en consonancia con el cervantino nombre del club, la cual se nutría de artículos de diversa temática con aportaciones voluntarias.

 

Pero se pretendía un protagonismo aún mayor, y pronto circuló la idea de organizar una representación teatral, ya que disponíamos para este fin, del Teatro Diocesano en las instalaciones del edificio. La obra elegida fue ”El sí de las niñas”, una pieza en prosa que trataba de los matrimonios de conveniencia. En este proyecto hubo desde el primer momento una implicación ilusionada de todos los que fuimos invitados a participar.

 

Con un comprometido director de escena, nos vimos arrastrados a una novedosa y arriesgada forma de ejecución: Para la presentación de la obra los actores se moverían tras una pantalla blanca sobre la cual, con unos focos situados al fondo del escenario, aparecerían como sombras las siluetas de cada uno de los personajes. Sentados de cara al público en primera fila y a ambos lados de la pantalla, unos lectores ponían voz a los diálogos, al tiempo que los intérpretes, apoyándose en la mímica, correspondían en acción con los primeros. La conjunción de ambas cosas, voz y sombras, daba vida a los protagonistas. Claro que, se requería una coordinación absoluta, porque entre otras cosas la distancia a la que se movían los actores entre la pantalla y el foco imponía un margen estrecho de error ya que un acercamiento a este, provocaba una sombra gigantesca. Y así rodaron los ensayos hasta que todo pareció encajar.

 

Como paso previo al inicio de la representación era preciso hacer ante el público una identificación de los personajes. Para ello se nos iba citando uno por uno a producir su propia silueta de sombra en la pantalla. Alguien entre bastidores nos iba indicando el momento de ponerse ante el foco, al tiempo que los lectores nos ponían nombre. En mi caso, yo hacía el papel de un criado llamado Simón y el apuntador me indicó situarme ante el foco, pero el lector debió saltarse un personaje y pronunció con gran énfasis: ¡doña Rita! Mi reacción de sorpresa ante el error provocó una gesticulación que se trasladó en lenguaje no verbal a mi sombra gemela como un claro mensaje de perplejidad. El auditorio así lo captó y lo rubricó con una sonora carcajada. Buen comienzo.

 

La obra continuó sin otras incidencias, pero todavía hoy tengo dudas acerca de si el público llegó a enterarse de algo. Un gran aplauso al final me hace pensar que sí.

 

***

 

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Corría el mes de agosto de aquel año 1971, y Astorga preparaba su programa de fiestas, y entre los diversos actos había uno que iba a implicar de lleno a los miembros del Club Quijote: el concurso de hípica. En efecto, tras convocarse una reunión en nuestro local, se nos anunció que iban a contar con nuestra colaboración para participar en esta popular competición como vendedores de boletos en las casetas de apuestas.

 

La hípica en Astorga era por entonces uno de los acontecimientos deportivos con mayor poder de convocatoria. Se celebraba en el estadio de la Eragudina, donde la confluencia de público, en aquel ambiente festivo, adquiría un aire de romería con desfile de pamelas incluido. Hermosos caballos de adiestrado y elegante comportamiento, expertos jinetes militares que evocaban antiguas gestas de la caballería y el siempre emocionante y adictivo juego de las apuestas, justificaban el éxito del que siempre gozó tal evento.

 

Para llevar a cabo la colaboración que los componentes del Quijote íbamos a prestar allí, precedida de las oportunas directrices, se nos fue distribuyendo en pequeños equipos que ocuparíamos las diferentes casetas de apuestas.

 

El concurso se estructuraba en una serie de pruebas en cada una de las cuales participaban, creo recordar, entre cinco y seis caballos. El conjunto de un grupo determinado de estas pruebas constituía una serie, de forma que una jornada de campeonato estaba formada por varias series diferenciadas por colores. Serie blanca, serie amarilla etc.

 

La dinámica del concurso establecía un caballo ganador por prueba y cuando las pruebas de una determinada serie habían finalizado se dictaminaba un caballo ganador de serie como el mejor entre los ganadores de las diferentes pruebas. Así pues existían boletos en venta para cada prueba y para cada serie. A mí concretamente me fue asignada una caseta de serie junto a otros compañeros.

 

El reglamento que hoy día regula los saltos de hípica es un extenso documento perfeccionado con oportunas modificaciones sobre esta actividad a lo largo del tiempo. Se puede decir que está contemplado casi todo. Pero por mor de la simplicidad, y regresando a la época que nos ocupa, la forma de puntuar la actuación de cada participante consistía básicamente en la combinación de dos factores: el tiempo empleado en la prueba y las penalizaciones por derribo de obstáculo, desobediencia o rehúse. Con estos datos se decidía el ganador.

 

En un punto del campo, sobre una especie de templete, se establecía el jurado de la competición. Toda la información sobre el número de boletos vendidos en cada prueba debía ser remitida con urgencia a esta mesa de control antes de que sonase la campanilla de inicio, lo cual obligaba a una gran agilidad en la contabilidad exigida y a grandes carreras alrededor del campo para llegar a tiempo. Lejos de estar sometidos a ningún tipo de estrés, aquel trajín era asumido con entusiasmo puesto que en nuestro ánimo estaba no defraudar por nada del mundo la confianza que se había depositado en todos nosotros.

 

Atareados en este cometido no nos era posible apenas disfrutar de lo que estaba sucediendo en la pista, más allá de las reacciones del público, que iban desde el más efusivo aplauso hasta los gestos de frustración total. La forma en que algunos rompían sus papeletas lo decía todo. Era una forma distinta de ver el espectáculo y los distintos comportamientos que acompañan al jugador. La cuantía que recibían los ganadores era calculada por la mesa del jurado en función de parámetros que no podría precisar, y seguidamente anunciada por megafonía. En ese momento los afortunados se acumulaban en masa delante de las casetas para recibir su recompensa.

 

Al fin de la jornada debíamos presentar un balance económico con la cantidad de papel vendido, cantidad recaudada y cantidad entregada a premios. Normalmente todo cuadraba a excepción de errores insignificantes. Como digo, obligaba a un control de datos exhaustivo. Papel y lápiz de aquellos tiempos.

 

 

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Como colofón a las ajetreadas tardes vividas en la hípica se decidió organizar una comida que fuese al mismo tiempo celebración por el éxito conseguido y despedida de fiestas y vacaciones ante el ya inminente comienzo de un nuevo curso.

 

El lugar elegido fue el paraje conocido coloquialmente como 'La Forti', en la comarca de La Cepeda, muy cerca de una mítica presa sobre el cauce del río Tuerto, que fue balneario y merendero muy concurrido en la época. Allí, los más avezados en habilidades culinarias cocinaron una fantástica paella que fue complementada con una cazuela de costillas con patatas, gentileza del ya desparecido Restaurante Cuatro Caminos. Y así continuó aquella suerte de guateque al aire libre entre risas y canciones hasta que la tarde declinó, pero no así el entusiasmo y complicidad que unía a aquel grupo de gente joven con muchas inquietudes y más ilusión.

 

 

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Creo que fue una de las experiencias más interesantes y divertidas que como miembro del Club Quijote tuve la suerte de vivir, y que aún conservo con grata sensación en la memoria. Y es mucho el tiempo transcurrido.

 

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