Dos librines
![[Img #64992]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/08_2023/4493_angel-alonso.jpg)
Que en el diminutivo local nadie interprete lenguaje despectivo. Más bien lo opuesto. Es la demostración de cariño que profesamos a los pequeños detalles que engrandecen los humildes propósitos. Agustín de Hipona, para la filosofía; San Agustín, para la iglesia, dijo con la sabiduría que reclama el mármol de la perennidad, sé grande en las cosas grandes, pero no seas pequeño en las pequeñas.
Ante una aventura lectora acabo de estar con dos libros de costumbrismo astorgano y de evocación de infancias. Me lo he pasado bomba. No se han de retener por más tiempo títulos y autores: Astorga por el retrovisor y Andanzas y nombranzas de un rapaz en La Cepeda, de Agustín Álvarez e Ignacio Redondo Castillo, respectivamente.
Lo de menos de mis dos lecturas; por decirlo mejor, en lo que menos me he detenido, ha sido en la calidad literaria. Son escritos lejos del academicismo y el estilo ortodoxos. Lo de más, unos testimonios aferrados a la memoria. Libros escritos con la gramática de las entrañas. Dos escritores aficionados han contado lo que tenían que contar, lo han dicho con el sentimiento de esa prosa rudimentaria que tantas veces emerge en los relatos del pasado, sobre todo escritos en primera persona y con la subjetividad insobornable de las vivencias. Han cocido un sabroso guiso de humildes patatas con ingredientes que las elevan a alta cocina de fogón de madre.
Estos dos librines de las épicas cotidianas de una chavalería que aprendió en las aulas de la escasez de la universidad de la vida, desgraciadamente, alcanzan sólo a la curiosidad de minorías seleccionadas en la casualidad y causalidad de espacios y tiempos ya remotos. Son escritos para dejar una pequeña huella en esa vida de los pueblos que languidecen por modernidades y costumbres que succionan la sangre de una territorialidad torturada a cámara lenta con el vaciamiento de servicio, enseres y personas.
Álvarez y Redondo enseñan que la existencia en lugares por los que hoy paseamos en el silencio sepulcral de la vaciedad, tuvieron en su día el bullicio de unos chiquillos, amables y juguetones con la naturaleza, imaginativos hasta el extremo de hacer de un palo un juguete, luchadores para ganarse la vida y ayudar a los mayores en un entorno amistoso para la supervivencia, aunque rácano en recursos. Representan una lección de empoderamiento ante una infancia y adolescencia que, de tanto digitalizarse, solo moviliza los dedos y paraliza el cerebro y el corazón que trabajan los sueños de futuro. Que no digan que no puede haber didáctica en la literatura simple. Únicamente basta leerla con vocación de alumnado.
Emociona en estos relatos, de simpleza de tebeo, el respeto a los mayores. Cómo se homenajea a unos padres, con padre y madre en irreductible sociedad, que dejaron en herencia a esos hijos las lecciones del esfuerzo, las renuncias al consumo de apariencias, hueco por abusivo en posesiones inútiles, el respeto a las canas y, por encima de todo, el sacarle a los días hasta el último aliento de alegría sin sucedáneos de vanidad. La necesidad es la fábrica más productiva de inteligencias.
Los dos librines guardan una crónica vital a escala micro. Según como se lean alargarán y ensancharán dimensiones. Obras así solo pueden ser autoría de expertos en la aventura de vivir. ¿Qué más necesita una buena historia? Fulminan de un bombazo las pretenciosidades estilísticas y sintácticas que reclama la crítica erudita. Hay que saber leer a Agustín Álvarez y a Ignacio Redondo. Muestran una escala de valores que les ha llevado, como a tantos de su generación, a triunfar con el acervo de una pedagogía infantil sembrada de estrecheces.
Ambos libros se recrean en el lenguaje de otros tiempos. En inquietudes que hoy están lejos de aspiraciones triunfalistas cocidas en el escaso tiempo de la impaciencia. En construcciones sintácticas aprendidas en las clases polivalentes de las escuelas rurales, territorios de maestros magnificados en el respeto casi reverencial de un alumnado accesible a enseñanzas básicas, que luego crecieron y crecieron en el pugilato con la calle y lo cotidiano.
Lecturas sin más pretensión que la amenidad. Que me han hecho recorrer una geografía de pretéritos, de nuevo como guía de presente y de futuro. Que me han reconciliado con léxicos dialectales que se apolillan en el baúl de los olvidos. Hermosa palabra esa de nombranza, como descripción de anécdotas de la infancia. Me la subraya en rojo el corrector. Sin embargo, suena bonita y es bonita. Apetece darle fe de vida en el diccionario de la RAE. Calienta la escritura fría de los formatos literarios de hoy. Para Astorga, retrovisor. ¿Cómo lo graduamos en una ciudad como ésta que se llena del ayer y se vacía del hoy y del mañana? ¿Responde al porvenir con el silencio, acaso cómplice de rendiciones vergonzosas? El autor conduce su relato con la mirada puesta en este espejo de la vida hacia atrás. Ni él ni nosotros tenemos otra forma de explicarnos un mañana que todavía carece de lenguas y dialectos oficiales. Los interrogantes asesinan la locuacidad.
Libros de temática del ayer. No serán ‘best-seller’, aunque en emociones y amenidad derroten a muchos considerados como tal. Nacieron con la única intención de un legado que algún día será objeto de investigación antropológica. Aquí, dos librines que más que leer, hay que escuchar.
Que en el diminutivo local nadie interprete lenguaje despectivo. Más bien lo opuesto. Es la demostración de cariño que profesamos a los pequeños detalles que engrandecen los humildes propósitos. Agustín de Hipona, para la filosofía; San Agustín, para la iglesia, dijo con la sabiduría que reclama el mármol de la perennidad, sé grande en las cosas grandes, pero no seas pequeño en las pequeñas.
Ante una aventura lectora acabo de estar con dos libros de costumbrismo astorgano y de evocación de infancias. Me lo he pasado bomba. No se han de retener por más tiempo títulos y autores: Astorga por el retrovisor y Andanzas y nombranzas de un rapaz en La Cepeda, de Agustín Álvarez e Ignacio Redondo Castillo, respectivamente.
Lo de menos de mis dos lecturas; por decirlo mejor, en lo que menos me he detenido, ha sido en la calidad literaria. Son escritos lejos del academicismo y el estilo ortodoxos. Lo de más, unos testimonios aferrados a la memoria. Libros escritos con la gramática de las entrañas. Dos escritores aficionados han contado lo que tenían que contar, lo han dicho con el sentimiento de esa prosa rudimentaria que tantas veces emerge en los relatos del pasado, sobre todo escritos en primera persona y con la subjetividad insobornable de las vivencias. Han cocido un sabroso guiso de humildes patatas con ingredientes que las elevan a alta cocina de fogón de madre.
Estos dos librines de las épicas cotidianas de una chavalería que aprendió en las aulas de la escasez de la universidad de la vida, desgraciadamente, alcanzan sólo a la curiosidad de minorías seleccionadas en la casualidad y causalidad de espacios y tiempos ya remotos. Son escritos para dejar una pequeña huella en esa vida de los pueblos que languidecen por modernidades y costumbres que succionan la sangre de una territorialidad torturada a cámara lenta con el vaciamiento de servicio, enseres y personas.
Álvarez y Redondo enseñan que la existencia en lugares por los que hoy paseamos en el silencio sepulcral de la vaciedad, tuvieron en su día el bullicio de unos chiquillos, amables y juguetones con la naturaleza, imaginativos hasta el extremo de hacer de un palo un juguete, luchadores para ganarse la vida y ayudar a los mayores en un entorno amistoso para la supervivencia, aunque rácano en recursos. Representan una lección de empoderamiento ante una infancia y adolescencia que, de tanto digitalizarse, solo moviliza los dedos y paraliza el cerebro y el corazón que trabajan los sueños de futuro. Que no digan que no puede haber didáctica en la literatura simple. Únicamente basta leerla con vocación de alumnado.
Emociona en estos relatos, de simpleza de tebeo, el respeto a los mayores. Cómo se homenajea a unos padres, con padre y madre en irreductible sociedad, que dejaron en herencia a esos hijos las lecciones del esfuerzo, las renuncias al consumo de apariencias, hueco por abusivo en posesiones inútiles, el respeto a las canas y, por encima de todo, el sacarle a los días hasta el último aliento de alegría sin sucedáneos de vanidad. La necesidad es la fábrica más productiva de inteligencias.
Los dos librines guardan una crónica vital a escala micro. Según como se lean alargarán y ensancharán dimensiones. Obras así solo pueden ser autoría de expertos en la aventura de vivir. ¿Qué más necesita una buena historia? Fulminan de un bombazo las pretenciosidades estilísticas y sintácticas que reclama la crítica erudita. Hay que saber leer a Agustín Álvarez y a Ignacio Redondo. Muestran una escala de valores que les ha llevado, como a tantos de su generación, a triunfar con el acervo de una pedagogía infantil sembrada de estrecheces.
Ambos libros se recrean en el lenguaje de otros tiempos. En inquietudes que hoy están lejos de aspiraciones triunfalistas cocidas en el escaso tiempo de la impaciencia. En construcciones sintácticas aprendidas en las clases polivalentes de las escuelas rurales, territorios de maestros magnificados en el respeto casi reverencial de un alumnado accesible a enseñanzas básicas, que luego crecieron y crecieron en el pugilato con la calle y lo cotidiano.
Lecturas sin más pretensión que la amenidad. Que me han hecho recorrer una geografía de pretéritos, de nuevo como guía de presente y de futuro. Que me han reconciliado con léxicos dialectales que se apolillan en el baúl de los olvidos. Hermosa palabra esa de nombranza, como descripción de anécdotas de la infancia. Me la subraya en rojo el corrector. Sin embargo, suena bonita y es bonita. Apetece darle fe de vida en el diccionario de la RAE. Calienta la escritura fría de los formatos literarios de hoy. Para Astorga, retrovisor. ¿Cómo lo graduamos en una ciudad como ésta que se llena del ayer y se vacía del hoy y del mañana? ¿Responde al porvenir con el silencio, acaso cómplice de rendiciones vergonzosas? El autor conduce su relato con la mirada puesta en este espejo de la vida hacia atrás. Ni él ni nosotros tenemos otra forma de explicarnos un mañana que todavía carece de lenguas y dialectos oficiales. Los interrogantes asesinan la locuacidad.
Libros de temática del ayer. No serán ‘best-seller’, aunque en emociones y amenidad derroten a muchos considerados como tal. Nacieron con la única intención de un legado que algún día será objeto de investigación antropológica. Aquí, dos librines que más que leer, hay que escuchar.