Paz Martínez
Sábado, 19 de Agosto de 2023

El almuerzo desnudo

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Tenía catorce años y muchas ganas de ser mayor. Pedía Coca-Cola en el bar del pueblo y escuchaba las conversaciones de los mayores para más tarde sacarlas a relucir con mis amigos y hacerme la interesante. El bar del pueblo era un lugar, cómo decirlo, muchos de los que me leéis seguramente habéis estado ahí, era un lugar pintoresco. Estaba pintado con colores chillones, tenía conchas de mar por todas partes y entre las madreselvas y los rosales podías encontrar altares de vírgenes y relicarios. Ahora es casi igual, qué digo igual, es más, pero ya no es un bar. Allá por los 90 lo dirigía un chaval que se había venido de la capital a montar su negocio en lo rural, hoy por cuestión de modas hubiera salido en los periódicos, pero entonces estas cosas no eran noticia. A Diego le gustaba el teatro, la pintura, el arte en general y la lectura. Entre la esperpéntica decoración que siempre fue el sello distintivo de nuestro lugar de ocio en la adolescencia, él logró colar una pequeña biblioteca que fue para mí una de las más apasionantes aventuras. Siempre me pillaba mirando los libros paseaba de un lado a otro embebida, silabeando la fonética de los títulos y de los nombres de los autores. A Diego no le pasó desapercibido mi interés y me pidió que escogiera dos libros. La primera vez escogí un libro de poesía de Espronceda y Los Santos Inocentes de Delibes. Volví a la semana siguiente, y después a la siguiente otra vez y así durante mucho tiempo fui tomando de aquel anaquel dos libros por semana.

 

Cayó en mis manos, una de aquellas veces, un autor que jamás pude olvidar, William S. Burroughs. Entonces, fumábamos cigarrillos a escondidas y bebíamos cerveza de vez en cuando. Eran nuestros propios padres quienes nos ofrecían una como premio si habíamos trabajado duro en la siega o en la esquila. Todavía podíamos entrar en cualquier bar y comprar cualquier tipo de alcohol diciendo que era por encargo de un adulto o comprar tabaco sin más, no eran necesarias las explicaciones ni la mayoría de edad. En el entorno todos conocíamos a alguien adicto a las drogas. Mi curiosidad por saber qué sentían, qué pensaban o cómo vivían era infinita. Y entonces llegó a mí Williams Burrough y El almuerzo desnudo. Fue mi primer contacto real y transparente con las drogas. A través de esta novela entendí tantas cosas como la edad y la capacidad de comprensión me permitieron y no tuve necesidad de mayor experimentación.  Entendí que el adicto es una persona con una necesidad absoluta de droga dispuesto a mentir, engañar, robar, hacer lo que sea para satisfacer esa necesidad total. Es un estado de perturbación total, de posesión total, inválido para hacer cualquier otra cosa. Aprendí que, paradójicamente, el adicto es el producto y la sustancia es el cliente que adquiere cada vez más producto sin necesidad de mejorar su calidad, porque es un producto cada vez más simplificado y degradado. Y entre medias siempre hay un comerciante pagado con la propia sustancia, fiel al cliente y al producto.

 

La semana pasada tuve mi última crisis de dolor, un dolor que lo ocupa todo, que no te permite nada más que su única presencia. Mi hermana rebasó todos los límites de velocidad para llevarme a urgencias. No me gusta la velocidad, la velocidad me da miedo, pero en aquel momento pensé que si nos estrellábamos dejaría de doler. Solo se necesita desear tener un segundo de alivio para que ese segundo lo suponga todo, la vida y la muerte. Llegué al hospital y comenzaron a administrarme calmantes, dosis de opiáceos que terminaron en mórficos para controlar un dolor incontrolable. Y al día siguiente para casa con mis calmantes. La mayoría de éstos me sientan mal, me sacan de escena. Mi cuerpo se desentiende de mí, soy un fantasma que desea, como todos los fantasmas, tener un cuerpo y solo me queda consciencia, una consciencia inútil sin un cuerpo que ejecute. Cuando el cuerpo no responde a tu cabeza y la mente está lo bastante aturdida para no poder restablecerse ni así misma ni al cuerpo, dejamos de parecer personas.

 

Pero pongamos que sí me gustara la velocidad, y las sensaciones de vacío, el segundo en el que nada es, ni nada importa. Que solo buscara el no estar sin tener que renunciar a respirar. Entonces, como decía Burrough en su novela, habría encontrado el producto perfecto, la mercancía definitiva. Algo que no necesita ninguna literatura para ser vendido. Tal vez yo me arrastraría por una alcantarilla para suplicar que me vendan. Por suerte esta obsesión mía por el control y la lucidez me salvan.

 

El almuerzo está desnudo porque no se pone sobre la mesa que hace a la droga tan necesaria para unos, tan imprescindible para otros. Mientras escribo esta columna ?ya sea por casualidad o por probabilidad? un hombre se estrella con el coche delante de mí. Cuando sale del vehículo puedo apreciar sus andares de zombi, su mirada perdida, la inexistencia de la fluidez del lenguaje. Y sé que la paz en la que navegaba apenas hace unos segundos con su dosis, de vete tú a saber qué, se acaba de convertir en infierno, en remordimiento, en esta vez lo dejo, cómo he podido liarla tanto. Pero no lo dejará porque mañana al almuerzo se verá desnudo tal y como es y necesitará olvidar la vergüenza, la estupidez por la que ha puesto tanto en peligro. Y la rueda volverá a girar en su contra porque en realidad no estaba allí al principio, tampoco estaba allí al final... Su conocimiento de lo que estaba pasando sólo pudo ser superficial y relativo.

 

Porque al contario de lo que me ocurre a mí “un hombre podría morirse, simplemente, por no ser capaz de soportar la idea de permanecer dentro de su cuerpo.” (Yonqui, W.B.)

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