Una nebulosa de hace 50 años
![[Img #65176]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/08_2023/444_2-lalo_02-copia.jpg)
Era 1973. ¿O quizás el 72? Pues hay papeles impresos que citan el 71. Así como tengo los seis años de un bachillerato interno con los frailes y el de Preu enmarcados claramente en mi memoria, apenas me acuerdo de lo qué pasó en mi vida entre el primer día en que entré en la Universidad Complutense y, ya con el título bajo el brazo, el de la firma de mi contrato de trabajo.
En esa nebulosa post-adolescente pasaba las vacaciones en Astorga además de la convalecencia por una operación quirúrgica que me hizo perder un curso. Y eso ocurrió en el periodo nebuloso con el que arranco esta crónica.
En Astorga, cuando arrancaron los setenta, casi no conocía a nadie. Solo algunos vecinos de la infancia con los que jugaba en las calle sin asfaltar de Rectivía, que fueron desapareciendo o que quedaron atrás mientras yo mismo desaparecía.
Pero estábamos en los primeros setenta, eran días de verano y yo llevaba una armadura de escayola desde las clavículas hasta las ingles. Ideal para disfrutar de un verano a la sombra del lejano Teleno. Para un extranjero en su propia ciudad —y un tanto disminuido— como era en aquellos días este que exprime su memoria para ver qué jugos aparecen, había pocas alternativas de diversión. Hablo de diversiones sanas, claro, como las que se disfrutaban en aquellos años sin tener que contárselas al confesor. Así que empujado no sé por quién, un buen día bajé las escaleras del edificio ‘de los curas’, uno nuevo desde cuyo ático emitía —seguirá emitiendo— Radio Popular de Astorga.
Y allí estaba ‘El Quijote’. Un club. Estaba en los bajos de la casa sacerdotal, así que su orientación ideológica debía estar clara. Además, de vez en cuando, por allí abajo aparecía un cura de los postconciliares. Estaría poco tiempo porque no le pongo cara y porque su tarea de inspección debía ser sencilla: en aquel club no había peleas (de las de navaja, digo) y como mucho discusiones dialécticas de esas que entrenan el intelecto y asientan la personalidad. Allí solo entrábamos buenos chicos.
Buenos chicos y ¡ah! buenas chicas. Eso era nuevo. No sé si en aquel INEMA, los alumnos de ambos sexos ya podían bajar juntos por las escaleras, pero no lo hicieron hasta muy tarde. Por eso encontrarse con ‘ellas’ allí abajo —sin sombras ni oscuridades, eso sí— era, como las discusiones dialécticas, algo que también entrenaba la personalidad y, por qué no, la imaginación. Lo digo desde mi punto de vista masculino y confío en que desde el otro sexo (entonces solo había dos), fuera similar.
![[Img #65174]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/08_2023/6180_1-lalo_01-copia.jpg)
Además del cura que bajaba alguna vez para ver si el personal se portaba tan bien como era de esperar que lo hiciéramos aquellos hijos de buenas familias locales, en el club había otro adulto. Era el señor Marcelino. Solía estar detrás de una minibarra en la que trabajaba, poco, una máquina de café y una nevera con refrescos. Me extrañaría que hubiera alcohol: No ginebras, rones o coñacs, pero tampoco cerveza, y la ‘sinalcohol’ aún no se había inventado. Así que aquello se alimentaba a base de las cocacolas, fantas y tónicas que ponía el señor Marcelino.
Curiosamente uno de los pocos recuerdos que guardo del club es de cuando la supervivencia del ‘Quijote’ ya debía estar comprometida. La caja del ambigú era muy exigua y el salario del señor Marcelino, si es que lo recibía, seguro que era todavía menor. Así que un buen día —yo sí estaba delante pero no tengo ni idea de cuándo fue, ni siquiera puedo decir el año— se despidió de nosotros. Guardo una secuencia con él en la que le pedimos que nos explicara el funcionamiento de la cafetera: “No me pedíais ni un café cuando yo estaba y ahora queréis que os diga cómo funciona”, nos contestó, poco más o menos. Pero el señor Marcelino era una buena persona y sí, nos enseñó a hacer cafés con aquella máquina. Supongo que tomaríamos tantos como dio de sí el paquete que allí quedó y que después nadie fue a comprar otro. La demanda no lo hizo necesario. Pero a lo peor me equivoco, o mi memoria, ya lo dije antes, no lo registró.
El club alimentó mi afición al cómic; entre los libros de la biblioteca encontré una colección de ‘Trinca’, la revista de Editorial Doncel, aquella que publicaba el libro de Formación del Espíritu Nacional en el que los que peinamos canas (o ya ni eso) aprendíamos a ensanchar la formación nacional aquella de nuestro espíritu.
En lo estantes también se encontraba nuestra revista, ‘Andanzas’. Visto ahora, el producto no soporta ni la más benevolente crítica, pero claro, en aquellos días Bill Gates aún no sabía qué iba a hacer con su vida y lo que nosotros podíamos hacer con nuestros textos era escribirlos a máquina sobre un soporte que llamábamos cliché, que no soportaba la mínima agresión porque la reflejaba en la impresión. ¿Y la máquina de imprimir? No sé si era lo que se llamaba ciclostil, pero cuando la veía funcionar me imaginaba en un sótano oscuro alerta por la intempestiva visita de la policía político social, muy activa en aquellos días. Con la universidad recién estrenada, qué menos. ‘Andanzas’ debió de ser la única revista en el mundo que aparecía con un número impar de páginas. Cada hoja tiene dos caras, así que no sé dónde quedaba la que falta. Revisando la colección me encontré con la portada del número 6. La firma el mismo que firma este texto. Extraordinario. No por la imagen, un kart que llena la página, sino porque es, sin duda, mi única incursión en el mundo del dibujo, para el que siempre estuve lejos de tener buena mano, como demuestra esa misma portada. El repaso a los artículos muestra unos periodistas aguerridos, muy críticos contra todo y contra todos, donde brillan la calma de alguna entrevista sustanciosa y apreciables incursiones en la poesía. Los reporteros también se atrevieron a salir de la Redacción de “Andanzas” para entrevistar a los pilotos del Rally de Montecarlo, que hizo escala en Astorga en aquel invierno de 1972. La revista le dedicó a este acontecimiento, que revolucionó la ciudad durante unas horas, dos páginas de su número 6, publicado el 31 de enero.
![[Img #65177]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/08_2023/2440_4-lalo_04-copia.jpg)
También había teatro, me dicen, y he visto los programas con nombres que me dibujan sus caras en mis recuerdos. De las representaciones que se hicieron da cumplida cuenta ‘Andanzas’ y la crítica no se anda con chiquitas. Y de la música, donde estuvo la mano directora de Ángel Barja, tampoco mis oídos oyeron nota alguna.
Queda la hípica. He leído en una de las ‘Andanzas`, que milagrosamente han sobrevivido a los últimos cincuenta años, que durante uno o dos veranos los chicos del Quijote nos encargamos de la gestión de las apuestas del concurso hípico que se celebraba en la Eragudina, uno de los grandes acontecimientos de las fiestas. Pues por allí debí de estar, pero nada podré contar porque también aquí se extiende la nebulosa de aquellos años con la que arrancaba este texto. No obstante espero que con los leves retazos aquí contados, añadidos a los de otras mentes más despejadas, asentadas o, simplemente, más precavidas a la hora de apuntar aquellos hechos cotidianos, podamos levantar, ahora de forma virtual, aquel espacio nuevo que nos dieron en aquellos años en que disfrutamos el cambio de una época.
(FIN DE LAS RESEÑAS DE ANDANZAS)
Era 1973. ¿O quizás el 72? Pues hay papeles impresos que citan el 71. Así como tengo los seis años de un bachillerato interno con los frailes y el de Preu enmarcados claramente en mi memoria, apenas me acuerdo de lo qué pasó en mi vida entre el primer día en que entré en la Universidad Complutense y, ya con el título bajo el brazo, el de la firma de mi contrato de trabajo.
En esa nebulosa post-adolescente pasaba las vacaciones en Astorga además de la convalecencia por una operación quirúrgica que me hizo perder un curso. Y eso ocurrió en el periodo nebuloso con el que arranco esta crónica.
En Astorga, cuando arrancaron los setenta, casi no conocía a nadie. Solo algunos vecinos de la infancia con los que jugaba en las calle sin asfaltar de Rectivía, que fueron desapareciendo o que quedaron atrás mientras yo mismo desaparecía.
Pero estábamos en los primeros setenta, eran días de verano y yo llevaba una armadura de escayola desde las clavículas hasta las ingles. Ideal para disfrutar de un verano a la sombra del lejano Teleno. Para un extranjero en su propia ciudad —y un tanto disminuido— como era en aquellos días este que exprime su memoria para ver qué jugos aparecen, había pocas alternativas de diversión. Hablo de diversiones sanas, claro, como las que se disfrutaban en aquellos años sin tener que contárselas al confesor. Así que empujado no sé por quién, un buen día bajé las escaleras del edificio ‘de los curas’, uno nuevo desde cuyo ático emitía —seguirá emitiendo— Radio Popular de Astorga.
Y allí estaba ‘El Quijote’. Un club. Estaba en los bajos de la casa sacerdotal, así que su orientación ideológica debía estar clara. Además, de vez en cuando, por allí abajo aparecía un cura de los postconciliares. Estaría poco tiempo porque no le pongo cara y porque su tarea de inspección debía ser sencilla: en aquel club no había peleas (de las de navaja, digo) y como mucho discusiones dialécticas de esas que entrenan el intelecto y asientan la personalidad. Allí solo entrábamos buenos chicos.
Buenos chicos y ¡ah! buenas chicas. Eso era nuevo. No sé si en aquel INEMA, los alumnos de ambos sexos ya podían bajar juntos por las escaleras, pero no lo hicieron hasta muy tarde. Por eso encontrarse con ‘ellas’ allí abajo —sin sombras ni oscuridades, eso sí— era, como las discusiones dialécticas, algo que también entrenaba la personalidad y, por qué no, la imaginación. Lo digo desde mi punto de vista masculino y confío en que desde el otro sexo (entonces solo había dos), fuera similar.
Además del cura que bajaba alguna vez para ver si el personal se portaba tan bien como era de esperar que lo hiciéramos aquellos hijos de buenas familias locales, en el club había otro adulto. Era el señor Marcelino. Solía estar detrás de una minibarra en la que trabajaba, poco, una máquina de café y una nevera con refrescos. Me extrañaría que hubiera alcohol: No ginebras, rones o coñacs, pero tampoco cerveza, y la ‘sinalcohol’ aún no se había inventado. Así que aquello se alimentaba a base de las cocacolas, fantas y tónicas que ponía el señor Marcelino.
Curiosamente uno de los pocos recuerdos que guardo del club es de cuando la supervivencia del ‘Quijote’ ya debía estar comprometida. La caja del ambigú era muy exigua y el salario del señor Marcelino, si es que lo recibía, seguro que era todavía menor. Así que un buen día —yo sí estaba delante pero no tengo ni idea de cuándo fue, ni siquiera puedo decir el año— se despidió de nosotros. Guardo una secuencia con él en la que le pedimos que nos explicara el funcionamiento de la cafetera: “No me pedíais ni un café cuando yo estaba y ahora queréis que os diga cómo funciona”, nos contestó, poco más o menos. Pero el señor Marcelino era una buena persona y sí, nos enseñó a hacer cafés con aquella máquina. Supongo que tomaríamos tantos como dio de sí el paquete que allí quedó y que después nadie fue a comprar otro. La demanda no lo hizo necesario. Pero a lo peor me equivoco, o mi memoria, ya lo dije antes, no lo registró.
El club alimentó mi afición al cómic; entre los libros de la biblioteca encontré una colección de ‘Trinca’, la revista de Editorial Doncel, aquella que publicaba el libro de Formación del Espíritu Nacional en el que los que peinamos canas (o ya ni eso) aprendíamos a ensanchar la formación nacional aquella de nuestro espíritu.
En lo estantes también se encontraba nuestra revista, ‘Andanzas’. Visto ahora, el producto no soporta ni la más benevolente crítica, pero claro, en aquellos días Bill Gates aún no sabía qué iba a hacer con su vida y lo que nosotros podíamos hacer con nuestros textos era escribirlos a máquina sobre un soporte que llamábamos cliché, que no soportaba la mínima agresión porque la reflejaba en la impresión. ¿Y la máquina de imprimir? No sé si era lo que se llamaba ciclostil, pero cuando la veía funcionar me imaginaba en un sótano oscuro alerta por la intempestiva visita de la policía político social, muy activa en aquellos días. Con la universidad recién estrenada, qué menos. ‘Andanzas’ debió de ser la única revista en el mundo que aparecía con un número impar de páginas. Cada hoja tiene dos caras, así que no sé dónde quedaba la que falta. Revisando la colección me encontré con la portada del número 6. La firma el mismo que firma este texto. Extraordinario. No por la imagen, un kart que llena la página, sino porque es, sin duda, mi única incursión en el mundo del dibujo, para el que siempre estuve lejos de tener buena mano, como demuestra esa misma portada. El repaso a los artículos muestra unos periodistas aguerridos, muy críticos contra todo y contra todos, donde brillan la calma de alguna entrevista sustanciosa y apreciables incursiones en la poesía. Los reporteros también se atrevieron a salir de la Redacción de “Andanzas” para entrevistar a los pilotos del Rally de Montecarlo, que hizo escala en Astorga en aquel invierno de 1972. La revista le dedicó a este acontecimiento, que revolucionó la ciudad durante unas horas, dos páginas de su número 6, publicado el 31 de enero.
También había teatro, me dicen, y he visto los programas con nombres que me dibujan sus caras en mis recuerdos. De las representaciones que se hicieron da cumplida cuenta ‘Andanzas’ y la crítica no se anda con chiquitas. Y de la música, donde estuvo la mano directora de Ángel Barja, tampoco mis oídos oyeron nota alguna.
Queda la hípica. He leído en una de las ‘Andanzas`, que milagrosamente han sobrevivido a los últimos cincuenta años, que durante uno o dos veranos los chicos del Quijote nos encargamos de la gestión de las apuestas del concurso hípico que se celebraba en la Eragudina, uno de los grandes acontecimientos de las fiestas. Pues por allí debí de estar, pero nada podré contar porque también aquí se extiende la nebulosa de aquellos años con la que arrancaba este texto. No obstante espero que con los leves retazos aquí contados, añadidos a los de otras mentes más despejadas, asentadas o, simplemente, más precavidas a la hora de apuntar aquellos hechos cotidianos, podamos levantar, ahora de forma virtual, aquel espacio nuevo que nos dieron en aquellos años en que disfrutamos el cambio de una época.
(FIN DE LAS RESEÑAS DE ANDANZAS)