Catalina Tamayo
Sábado, 26 de Agosto de 2023

Encuentro en el Craneo

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“He leído todos los libros de Aristóteles. Con ellos, tal o cual vez me he vuelto quizá más docto, pero no mejor”.

(Petrarca)

 

 

Corinto, siglo IV a. C. En el último tercio de este siglo, Alejandro se encuentra con Diógenes en el Craneo, un gimnasio del suburbio de esta ciudad. Atardece, y el viejo Perro –puede que ronde los setenta o más– se ha puesto al sol, ya tibio, sentado cerca del tonel, donde habita. Cubre su cuerpo –deforme, feo– solo con el tribón, un manto sencillo y basto, sucio y maloliente, que por la noche, cuando enfría, le sirve también de manta. A su lado tiene el bastón, y un poco más allá la alforja, donde lleva el cuenco pero nada más. No necesita más. De hecho, está pensando en deshacerse del cuenco y en beber el agua solo con las manos. Como ha visto a los niños. La vida ha de ser tan sencilla como la de un niño o un animal.

      

Alejandro, poco más que un muchacho, acaba de llegar con su ejército y ha visto cómo ha sido aclamado por los corintios. Aún no se ha desprendido de la armadura, que a veces refulge, y cuando lo hace se asemeja un dios. Para muchos, sin duda, es divino. Él mismo, como poco, se cree Aquiles, el más grande de todos los héroes griegos. En un tiempo corto ha logrado someter a todas las ciudades griegas, también a Tebas, la más poderosa de este siglo, que, sin piedad, la ha arrasado, y pronto, en un año más o menos, marchará hacia Asia y pondrá el mundo a sus pies. Será el más grande de todos los tiempos.

     

Alejandro mira a Diógenes desde arriba, desde muy arriba, desde arriba del todo. Pese a haber tenido como maestro a un filósofo, al mismo Aristóteles, no se explica que pueda haber alguien que haya optado por vivir de esta manera tan poco civilizada. Como las mismas bestias. No se explica, en fin, cómo puede haber alguien que se tome la vida tan poco en serio. Y menos aún que, pese a ello, se haya hecho, si bien contra su voluntad, famoso y lo conozcan no solo aquí, en Corinto, y allá, en Atenas, la ciudad a la que, según algunos, huyó de su tierra natal, Sínope, sino en toda Grecia. Es esa fama lo que le ha movido a buscarlo nada más llegar a esta ciudad. Quería verlo con sus propios ojos. Ver a ese del que dicen que hace cosas tan extrañas e incluso desvergonzadas como masturbarse en medio del ágora, a la vista de todos, sin ningún pudor, o entrar en el teatro cuando todos salen, tropezándose así con unos y con otros. Pero, de todas las extravagancias que se cuentan de él, tal vez la que más le ha sorprendido, la que menos comprende, es esa de que en pleno día ha ido con un candil encendido diciendo que buscaba un hombre. Además, también ha oído que este hombre ha dicho cosas muy raras, inauditas, que por otra parte, según algún que otro sabio, son también, curiosamente, ingeniosas. Una día, no hace tanto, alguien, que ya no recuerda quién, ni dónde, le contó que, cuando se le reprochó que cómo podía ser que dedicándose a la filosofía no supiera nada, contestó que filósofo no es el que sabe sino el que busca el saber. El mismo que le contó que entra en el teatro cuando todo el mundo sale le refirió también que al preguntarle uno de esos con los que se chocaba que por qué hacía eso le había respondió que eso mismo era lo que había pretendido hacer durante toda su vida. Lo último que le ha llegado a sus oídos es que acostumbra a decir que, cuando observa a los pilotos, a los médicos y a los filósofos, admite que el hombre es más inteligente que los animales; pero que, cuando ve a los intérpretes de sueños, a los adivinos y a la muchedumbre que les hace caso, o a los codiciosos de fama y dinero, piensa que no hay ser vivo más necio que el hombre. ¡Son tantas y tantas cosas, y todas excesivas, las que le han dicho a Alejandro que hace y dice este Diógenes!

    

 —“Yo soy Alejandro, el Gran Rey”.

    

 Diógenes levanta la cabeza y se encuentra con los ojos de Alejandro, que lo miran, entre compasivos y desdeñosos; pero no se deja intimidar, no se arredra, y aguanta esa mirada. Sabe de sobra quién es Alejandro. A él también le han hablado mucho de este muchacho intrépido. Audaz. Porque él, que es un filósofo, un auténtico filósofo, no vive en las nubes, ni baja de cielo alguno, como pensaba de los filósofos burlonamente un tal Aristófanes hace ya casi un siglo, sino que vive con los hombres –algo apartado, todo lo más– y es, por lo tanto, sabedor de sus equivocaciones. De sus desvaríos. Por eso conoce bien la locura de Alejandro. Su apartamiento de la naturaleza. Su degeneración. En sus ojos, azules y profundos, hermosos, ve codicia. Codicia de éxito, de riqueza, de fama, y sobre todo de poder, de dominio. De todo eso que depende en buena medida de la diosa Fortuna. Una diosa voluble, caprichosa, que lo mismo te eleva al Olimpo que te baja al Hades. Y ve también, como consecuencia, miedo. El temor a no alcanzar estas cosas. Un temor que ya se ha quedado a vivir en su alma para siempre. Pues, en el caso de tener la suerte de alcanzar todo esto, siempre existirá el temor a perderlo. El temor a ser abandonado, en cualquier playa, por la Diosa. El miedo, en realidad, es su verdadero enemigo. Vencerlo sería su gran victoria. La victoria que importa. Pero para ello, ha de cambiar de vida: cuidar su alma, ejercitar la virtud. Ocuparse de aquellas cosas que se sustraen al poder de la Fortuna. Descubrir la inmensidad de las cosas pequeñas. Solo así uno podrá ser feliz de verdad.

     

No obstante, a Diógenes no le basta con saber esto, quiere remediar. Curar, salvar. Pues la función de la filosofía –la eterna misión del filósofo en este mundo– es terapéutica: ayudar, como hacía Sócrates, a salir de la caverna. A ver. A ver las cosas como son, lo que importa y lo que no importa, lo que vale y lo que no vale. Solo que su método no es la mayéutica socrática, esto es, el diálogo y la sutil ironía, sino otra mayéutica, la de la mordacidad y el ejemplo. “Es una mayéutica violenta que provoca el parto con el fórceps de la insolencia”. Pues, como los hombres se han vuelto más locos –es la locura de afanarse cada vez con más ahínco por cuidar las apariencias –los afeites, el dinero, el triunfo, la fama, el placer– y descuidar la realidad, el ser, el aseo del alma, la conciencia, que es lo que de verdad importa, pues de ello depende, más que nada, la felicidad–, el remedio ha de ser también más drástico. Más potente.

     

—“Y yo soy Diógenes, el Perro”.

    

 —¿El Perro?

    

 —Sí, de esta manera me ha motejado Platón, ese vanidoso, que no solo me ha puesto este sobrenombre.

     

—¿Y tú lo aceptas?

    

 —Sí.

     

—¿Por qué?

    

 —Porque, aunque ha errado en otras cosas, en casi todas, en esto ha acertado. Pues en realidad vivo como un perro: “Sin ciudad, sin hogar, privado de patria, errante, mendigando el pan de cada día”. Pero no solo por eso, sino también porque “meneo la cola a los que me dan algo, ladro a los que no me lo dan y muerdo a los malvados”. Bueno, en realidad, “muerdo a mis amigos para salvarlos”. Soy, en fin, un perro al que todos elogian, pero con el que nadie se atreve a salir a cazar.

     

Alejandro, sorprendido por lo que acababa de oír, piensa –se ratifica– que quien más necesitado está de salvación es el propio Diógenes. Entonces, lleno de compasión, se decide, sin reflexionarlo mucho, a echarle una mano a este pobre hombre, que desde luego no parece muy juicioso.

    

 —Pídeme lo que quieras, Diógenes, que te lo concedo.

     

—Apártate, que me quitas el sol.

     

Alejandro, aún más desconcertado, se apartó y se fue de allí. Sin decir nada. Mientras se alejaba, sentía cómo la ira le subía a oleadas por los pies hasta la cabeza. Nadie antes, y quizá tampoco nadie lo haga después, le había desairado tanto. Por las ganas lo habría despedazado. Pero sabía que con ello no lo habría vencido. Diógenes se escapaba a su poder. Solo le consoló recordar lo que había dicho Platón también de él: “Es un Sócrates enloquecido”.

    

 Por la noche, en el lecho, mientras el sueño se va abriendo paso a duras penas por el intrincado bosque de sus preocupaciones, piensa en aquellas palabras –“Apártate, que me quitas el so­­l”– y trata de comprenderlas.­­ De descifrarlas. En ese intento, su cabeza se llena de otras palabras, de viejas palabras, todas griegas, que había visto cómo salían de la boca de algunos filósofos cuyos pensamientos diferían bastante de los de Aristóteles, su maestro, su compatriota: physis (naturaleza), ataraxía (paz interior), apatheía (indiferencia), prhónesis (prudencia), basileía (gobierno de sí mismo)”, týfos (ciego), arkéo (yo me basto), autarquía (bastarse a sí mismo), týche (suerte), cosmopolita (ciudadano del mundo). Como si todas ellas, combinadas de determinado modo, encerraran un mensaje. Un mensaje que, si bien no llega a captar del todo, sí le parece al menos columbrar. Intuir, o adivinar. Y eso le basta para convencerse a sí mismo de que “de no haber sido Alejandro, le hubiera gustado ser Diógenes”.

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