Con el presente a cuestas
![[Img #65311]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/08_2023/2173_1-angel-dsc_0178-copia.jpg)
Astorga muestra un presente inquietante. Se asemeja a un pesado fardo que cuesta llevarlo a la espalda, sobre todo si se pone un mínimo de atención en las alturas y bajuras de la ciudad. Las primeras conmueven con la sucesión casi constante en ventanas y paredes de casas y antiguos comercios, de carteles con el certificado de defunción que es el se alquila o se vende, inmóviles año tras año. Tiendas cerradas no se reponen. Casas vacías no se habitan. El ras del suelo también impresiona. Astorga es una ciudad lineal. El cauce del río grande de un eje monumental con densidades de poblaciones asiáticas en las temporadas altas del turismo, pero sin los afluentes del extrarradio que doten y renueven ese caudal. Son calles desiertas que no hace mucho rebosaban la vitalidad del ocio. Un perfecto esquema urbano de parque temático.
Astorga es un ejemplo más de la economía de microondas del turismo de masas ya convertido en plaga. Tiene asegurado el pan para hoy, aunque mucho me temo que también el hambre para mañana. Astorga tiene que pensar ya en modificar su modelo económico en pro del cocinado lento, amoroso y sabroso del guiso a la lumbre que es cambiar el turista por el viajero. Astorga no puede ser la avalancha encarrilada como ganado del sota, caballo y rey de una catedral, un palacio episcopal y una plaza mayor con una de las casas consistoriales más bellas de España. Hay que sondear nuevos territorios o reexplorar y reeditar viejos parajes que tuvieron su edad dorada, y ahora yacen en el olvido.
Astorga se ha convertido en una localidad de los turistas, no de los ciudadanos. Este concepto se va diluyendo porque ciudad, en casi todas las que existen, ha pasado de entidad humana y colectiva a mercado y negocio en consonancia con los más estrictos dogmas neoliberales. Fantástica la descripción que hace de la fatídica evolución Jorge Dioni López en su último libro, El malestar de las ciudades, que es constatado y constatable en el alma de las mismas que son sus residentes.
Astorga lo somete todo a cuatro fechas clave del calendario anual. Agosto, la Semana Santa, los Astures y Romanos y, en menor medida, la Navidad. Con esos mimbres teje su estructura económica. A todas luces incompleta y arriesgada. La estructura de negocio del sector servicios que prima aquí, cuando llegan los periodos punta o de temporada alta, se traduce en profundos desajustes entre oferta y demanda, la regla básica del mercado insano. El efecto llamada a las hordas turísticas provoca mucha más clientela de la que puede soportar una estructura comercial con el orden laboral asentado en la temporalidad contractual y en raquíticos salarios en un contexto de trabajo a destajo. Ahí radica la receta de la burbuja que, cuando se rompe, arrasa con la riqueza generada en el cortoplacismo de la especulación.
Astorga ha elegido el modelo malsano de muchas ciudades españolas, entre ellas, sus dos principales capitales, Madrid y Barcelona, y qué decir de emporios turísticos como Palma de Mallorca, Málaga o San Sebastián, por poner los ejemplos más a mano. La oferta de estos lugares, Astorga incluida, es la evolución regresiva del viajero al turista o del cliente al consumidor. A los visitantes se les echa productos como a los pollos alpiste. Y éstos engullen y pagan. Si tiene el atrevimiento de protestar de un mal servicio o de la contestación inadecuada de un empleado, es echado con cajas destempladas porque el descontento del individuo se asume con indiferencia en el hostelero por la conformidad de la masa a lo que sea menester.
Astorga ha prostituido uno de sus lugares emblemáticos: la Plaza Mayor. Su reforma fue saludada como un punto de encuentro para la ciudad. En realidad lo que siempre había sido, pero le faltaba ese toque de glamur que es el vermut viendo y siendo visto con cierto aire de esnobismo. El asunto se ha ido de las manos. La proliferación de terrazas y sillas ha convertido este escenario de socialización ciudadana en un laberinto que ha expulsado al transeúnte y ha dado vía libre a la berrea que imposibilita el placer de una conversación.
Astorga ha sido afamada por restaurantes citados en muchas de las guías del viajero que circulaban por España. Comer en esos establecimientos un simple guiso casero o de madre en funciones de jefa de cocina, era una sublime experiencia para paladares exquisitos. Pocos quedan de los que hacen de la manduca una liturgia. Curioso, la mayoría de estas casas de comidas (cómo me gusta esta identificación) no están en el meollo turístico colonizado por menús prefabricados o congelados. Lo dice bien Dioni López: donde hay turistas se come caro y mal.
Astorga no se ha sustraído a la escuela de captación del voto que políticos de todo pelaje especulan con el desahogo de las masas a base de tapas y cañas, que tanto ha empoderado al sector hostelero. A su vez, ahí tienen fuente de ingresos para arcas municipales sin excesivo desgaste de neuronas. La presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, musa contemporánea del mercantilismo clásico del dejad hacer, dejad pasar, es la pionera de este sinsentido con fecha de caducidad. Sí, este es negocio a corto plazo, porque una mala experiencia gastronómica o de descanso es materia prima de boca y oído. Y eso prende como la yesca en el territorio de las descalificaciones. Los buenos y vocacionales hosteleros lo graban a sangre y fuego: años para la fama, minutos para el descrédito.
Astorga muestra un presente inquietante. Se asemeja a un pesado fardo que cuesta llevarlo a la espalda, sobre todo si se pone un mínimo de atención en las alturas y bajuras de la ciudad. Las primeras conmueven con la sucesión casi constante en ventanas y paredes de casas y antiguos comercios, de carteles con el certificado de defunción que es el se alquila o se vende, inmóviles año tras año. Tiendas cerradas no se reponen. Casas vacías no se habitan. El ras del suelo también impresiona. Astorga es una ciudad lineal. El cauce del río grande de un eje monumental con densidades de poblaciones asiáticas en las temporadas altas del turismo, pero sin los afluentes del extrarradio que doten y renueven ese caudal. Son calles desiertas que no hace mucho rebosaban la vitalidad del ocio. Un perfecto esquema urbano de parque temático.
Astorga es un ejemplo más de la economía de microondas del turismo de masas ya convertido en plaga. Tiene asegurado el pan para hoy, aunque mucho me temo que también el hambre para mañana. Astorga tiene que pensar ya en modificar su modelo económico en pro del cocinado lento, amoroso y sabroso del guiso a la lumbre que es cambiar el turista por el viajero. Astorga no puede ser la avalancha encarrilada como ganado del sota, caballo y rey de una catedral, un palacio episcopal y una plaza mayor con una de las casas consistoriales más bellas de España. Hay que sondear nuevos territorios o reexplorar y reeditar viejos parajes que tuvieron su edad dorada, y ahora yacen en el olvido.
Astorga se ha convertido en una localidad de los turistas, no de los ciudadanos. Este concepto se va diluyendo porque ciudad, en casi todas las que existen, ha pasado de entidad humana y colectiva a mercado y negocio en consonancia con los más estrictos dogmas neoliberales. Fantástica la descripción que hace de la fatídica evolución Jorge Dioni López en su último libro, El malestar de las ciudades, que es constatado y constatable en el alma de las mismas que son sus residentes.
Astorga lo somete todo a cuatro fechas clave del calendario anual. Agosto, la Semana Santa, los Astures y Romanos y, en menor medida, la Navidad. Con esos mimbres teje su estructura económica. A todas luces incompleta y arriesgada. La estructura de negocio del sector servicios que prima aquí, cuando llegan los periodos punta o de temporada alta, se traduce en profundos desajustes entre oferta y demanda, la regla básica del mercado insano. El efecto llamada a las hordas turísticas provoca mucha más clientela de la que puede soportar una estructura comercial con el orden laboral asentado en la temporalidad contractual y en raquíticos salarios en un contexto de trabajo a destajo. Ahí radica la receta de la burbuja que, cuando se rompe, arrasa con la riqueza generada en el cortoplacismo de la especulación.
Astorga ha elegido el modelo malsano de muchas ciudades españolas, entre ellas, sus dos principales capitales, Madrid y Barcelona, y qué decir de emporios turísticos como Palma de Mallorca, Málaga o San Sebastián, por poner los ejemplos más a mano. La oferta de estos lugares, Astorga incluida, es la evolución regresiva del viajero al turista o del cliente al consumidor. A los visitantes se les echa productos como a los pollos alpiste. Y éstos engullen y pagan. Si tiene el atrevimiento de protestar de un mal servicio o de la contestación inadecuada de un empleado, es echado con cajas destempladas porque el descontento del individuo se asume con indiferencia en el hostelero por la conformidad de la masa a lo que sea menester.
Astorga ha prostituido uno de sus lugares emblemáticos: la Plaza Mayor. Su reforma fue saludada como un punto de encuentro para la ciudad. En realidad lo que siempre había sido, pero le faltaba ese toque de glamur que es el vermut viendo y siendo visto con cierto aire de esnobismo. El asunto se ha ido de las manos. La proliferación de terrazas y sillas ha convertido este escenario de socialización ciudadana en un laberinto que ha expulsado al transeúnte y ha dado vía libre a la berrea que imposibilita el placer de una conversación.
Astorga ha sido afamada por restaurantes citados en muchas de las guías del viajero que circulaban por España. Comer en esos establecimientos un simple guiso casero o de madre en funciones de jefa de cocina, era una sublime experiencia para paladares exquisitos. Pocos quedan de los que hacen de la manduca una liturgia. Curioso, la mayoría de estas casas de comidas (cómo me gusta esta identificación) no están en el meollo turístico colonizado por menús prefabricados o congelados. Lo dice bien Dioni López: donde hay turistas se come caro y mal.
Astorga no se ha sustraído a la escuela de captación del voto que políticos de todo pelaje especulan con el desahogo de las masas a base de tapas y cañas, que tanto ha empoderado al sector hostelero. A su vez, ahí tienen fuente de ingresos para arcas municipales sin excesivo desgaste de neuronas. La presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, musa contemporánea del mercantilismo clásico del dejad hacer, dejad pasar, es la pionera de este sinsentido con fecha de caducidad. Sí, este es negocio a corto plazo, porque una mala experiencia gastronómica o de descanso es materia prima de boca y oído. Y eso prende como la yesca en el territorio de las descalificaciones. Los buenos y vocacionales hosteleros lo graban a sangre y fuego: años para la fama, minutos para el descrédito.