A propósito del querer y el amar
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“…pero nunca sabrás que ese te quiero…”
(Pedro Salinas)
Querer y amar. Parecen lo mismo, y a menudo se dicen como si fueran la misma cosa, pero en realidad no lo son. Son cosas bien distintas. Desengañémonos. Querer no es, ni mucho menos, amar. Tampoco amar implica necesariamente querer. Ni siquiera estoy seguro de que se pueda querer lo que se ama o amar lo que se quiere. Quizá sean como el agua y el aceite, que donde está una no puede estar el otro. No lo sé. Sin embargo, de lo que no cabe duda es que ambas son inclinaciones humanas poderosas. De las más poderosas. Se podría decir –casi– que consustanciales al ser humano. Si nos faltara una de ellas, cualquiera, no estaríamos, no nos veríamos, completos. Acabados. Sería una mutilación de nuestro ser. Una mutilación que nos causaría dolor. El dolor de no ser del todo.
El querer es sereno. Paciente. No tiene prisa. Son caricias, abrazos cálidos, besos tiernos. Besos suaves que apenas van más allá del roce de la piel. Es un paseo de la mano. Conversar. Tomar un café. Reír. En el querer no hay sobresaltos. La línea apenas ni sube ni baja. Siempre más o menos horizontal. Sin picos. Es remanso, bahía, estanque. El querer es como el sol tibio de primavera, de otoño, al que da gusto estar, ponerse, sobre todo los días fríos, desapacibles. Es un bálsamo en este mundo a menudo hostil. Es un sentimiento que dura, que permanece. Es consistente. También es prudente. No admite los excesos. Todo él es medida y cálculo. Control. Y nos conduce, nos va llevando, poco a poco, al sosiego, a la paz. Y a la seguridad. Se quiere, desde luego, con el corazón, pero también con la cabeza, con el alma. El querer es tan dulce. Digamos que un sueño dulce. Solo que a veces en este sueño se hace presente, disfrazado de sueño, el amar. El deseo.
En cambio, por otra parte, el amar, este amar, no tiene nada de sereno. El amar es loco. A veces muy loco. Es deseo. Un torrente que se despeña. Un mar embravecido. Es también caricias, y abrazos, y besos. Pero otras caricias, otros abrazos, otros besos. Besos profundos, sin final. Intensos. Desordenados. Inolvidables. El amar, el desear, tiene que ver con la química. Así, cuando se ama interviene la dopamina, la adrenalina, las endorfinas, la serotonina. Sustancias que nos elevan y nos hacen volar. Volar muy alto. Peligrosamente. Se nos pone el corazón a cien, y solo buscamos, queremos, estallar, rompernos en mil pedazos, disolvernos. El amar es todo menos sensato. En él podemos encontrar muchas cosas, pero nunca la moderación. ¿El amar es dulce? No, el amar no es dulce. No pude ser dulce lo que siempre está moviéndose, corriendo, nervioso, de un lado para otro, lo que no para, lo que a menudo está expectante, lo que nunca descansa, siempre alerta. Está lleno de sobresaltos y de incertidumbre. La línea sube y baja. Pocas veces se mantiene horizontal. Lo frecuente son los picos. El amar no viene de la cabeza sino de las vísceras. De las tripas. De lo insondable. A veces es un sin vivir. Resulta agotador. Angustioso. Pero, paradójicamente, nos hace sentir vivos. Vivísimos. También, quizá, felices. Además, es fugaz, efímero. No es cimiento firme sino arena movediza. Es fuego que quema, abrasa, donde uno se consume. El amar pasa. Acaba pasando. Cuando pasa, a veces, sí, queda eso, el querer. A veces no queda nada. Y a veces solo el vacío.
Con todo, si me dan a elegir, como dice la canción, entre que me quieran o me deseen, me quedo con…
“…pero nunca sabrás que ese te quiero…”
(Pedro Salinas)
Querer y amar. Parecen lo mismo, y a menudo se dicen como si fueran la misma cosa, pero en realidad no lo son. Son cosas bien distintas. Desengañémonos. Querer no es, ni mucho menos, amar. Tampoco amar implica necesariamente querer. Ni siquiera estoy seguro de que se pueda querer lo que se ama o amar lo que se quiere. Quizá sean como el agua y el aceite, que donde está una no puede estar el otro. No lo sé. Sin embargo, de lo que no cabe duda es que ambas son inclinaciones humanas poderosas. De las más poderosas. Se podría decir –casi– que consustanciales al ser humano. Si nos faltara una de ellas, cualquiera, no estaríamos, no nos veríamos, completos. Acabados. Sería una mutilación de nuestro ser. Una mutilación que nos causaría dolor. El dolor de no ser del todo.
El querer es sereno. Paciente. No tiene prisa. Son caricias, abrazos cálidos, besos tiernos. Besos suaves que apenas van más allá del roce de la piel. Es un paseo de la mano. Conversar. Tomar un café. Reír. En el querer no hay sobresaltos. La línea apenas ni sube ni baja. Siempre más o menos horizontal. Sin picos. Es remanso, bahía, estanque. El querer es como el sol tibio de primavera, de otoño, al que da gusto estar, ponerse, sobre todo los días fríos, desapacibles. Es un bálsamo en este mundo a menudo hostil. Es un sentimiento que dura, que permanece. Es consistente. También es prudente. No admite los excesos. Todo él es medida y cálculo. Control. Y nos conduce, nos va llevando, poco a poco, al sosiego, a la paz. Y a la seguridad. Se quiere, desde luego, con el corazón, pero también con la cabeza, con el alma. El querer es tan dulce. Digamos que un sueño dulce. Solo que a veces en este sueño se hace presente, disfrazado de sueño, el amar. El deseo.
En cambio, por otra parte, el amar, este amar, no tiene nada de sereno. El amar es loco. A veces muy loco. Es deseo. Un torrente que se despeña. Un mar embravecido. Es también caricias, y abrazos, y besos. Pero otras caricias, otros abrazos, otros besos. Besos profundos, sin final. Intensos. Desordenados. Inolvidables. El amar, el desear, tiene que ver con la química. Así, cuando se ama interviene la dopamina, la adrenalina, las endorfinas, la serotonina. Sustancias que nos elevan y nos hacen volar. Volar muy alto. Peligrosamente. Se nos pone el corazón a cien, y solo buscamos, queremos, estallar, rompernos en mil pedazos, disolvernos. El amar es todo menos sensato. En él podemos encontrar muchas cosas, pero nunca la moderación. ¿El amar es dulce? No, el amar no es dulce. No pude ser dulce lo que siempre está moviéndose, corriendo, nervioso, de un lado para otro, lo que no para, lo que a menudo está expectante, lo que nunca descansa, siempre alerta. Está lleno de sobresaltos y de incertidumbre. La línea sube y baja. Pocas veces se mantiene horizontal. Lo frecuente son los picos. El amar no viene de la cabeza sino de las vísceras. De las tripas. De lo insondable. A veces es un sin vivir. Resulta agotador. Angustioso. Pero, paradójicamente, nos hace sentir vivos. Vivísimos. También, quizá, felices. Además, es fugaz, efímero. No es cimiento firme sino arena movediza. Es fuego que quema, abrasa, donde uno se consume. El amar pasa. Acaba pasando. Cuando pasa, a veces, sí, queda eso, el querer. A veces no queda nada. Y a veces solo el vacío.
Con todo, si me dan a elegir, como dice la canción, entre que me quieran o me deseen, me quedo con…