Sevilla
![[Img #65611]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/09_2023/5165_1-_simbolos-del-extasis-dsc0010-copia.jpg)
“Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
Y un huerto claro donde madura el limonero;”
(Antonio Machado)
De pronto, inesperadamente, levantó la cabeza y su mirada se perdió en la lejanía, más allá del horizonte. Más allá. Sus ojos, ávidos, volaban a través del tiempo, buscando otro mundo. Aquel cielo, ya distante, perdido.
—Yo también estuve en Sevilla. Viví en esa ciudad. Pero de eso hace ya muchos años. Hace tanto tiempo que a veces dudo de que haya estado allí y me parece que tan solo lo he imaginado. A veces ya confundo lo vivido con lo soñado. Sin embargo, por otra parte, ¿acaso soñar no es también vivir, aunque sea de otra manera?
El sol acababa de posarse en la línea quebrada de las montañas. El aire, por fin, se había detenido, como cansado de tanta agitación. El cielo, azul, parecía de cristal. Una bola de cristal. Silencio. El sol se hundía, se iba, desaparecía, y dejaba enrojecido, amoratado, un pedacito de cielo, como si fuera una herida, todavía abierta.
—A menudo, venía una muchacha –piel morena, ojos grandes, voz… Me gustaba cómo hablaba, cómo pronunciaba las palabras, la manera que tenía de decir las cosas– a buscarme a casa y me llevaba en su coche por toda la ciudad. Me llevó a pasear por la orilla del Guadalquivir. “El río Guadalquivir va entre naranjos y olivos… ¡Ay, amor que se fue y no vino.” Al pie del agua, le recité estos versos de Lorca. Fue en primavera. En Sevilla la primavera es… otra cosa. Es más primavera que en ninguna otra parte. ¡Es tan bella y dulce! El agua del río, los naranjos en flor, el aire aún tibio, las flores, y más flores. La luz. Me iba señalando todos los puentes. Me decía sus nombres: ese es el puente de Triana, aquel el de la Barqueta, el de más allá el del Alamillo, o el de la salud. “O el de la salú”, añadía, más bajito, con una sonrisa traviesa y un brillo malicioso en los ojos. Atrevida. Sumamente graciosa.
La tarde declinaba. Las sombras se alargaban. Avanzaban. Lo iban cubriendo todo. El viento volvía a moverse y se escuchaba arriba, en la copa de los árboles, el roce tierno de las hojas. Algunos pétalos de rosa se desprendieron. Volaron. Cayeron al suelo. El chorro de agua de la fuente se quebró un instante. En el cielo comenzaban a brotar las estrellas. La luna estaba ya, pero sin luz, pálida. A su espalda, la ciudad se iluminaba. Caía la noche.
—A finales de abril, fuimos a la feria. Yo quería conocerla, saber cómo era: las casetas, las miles de luces, las muchachas con sus vestidos de sevillana en las grupas de los caballos, los abanicos, la música, el baile. La fiesta. Entramos en una caseta. Jamón y vino. Sevillanas. Le pedí que bailara. No quería. Pero alguien la sacó y no supo negarse. Yo sonreía. La vi bailar. Pero tuve envidia del muchacho que bailaba con ella, que la miraba a los ojos, que le acariciaba la cintura. Nunca sentí tanto no saber bailar.
Era ya de noche del todo. En lo alto del cielo bullían las estrellas, no se estaban quietas, no dejaban de temblar, de parpadear. La luna, ahora colmada de luz, flotaba en la oscuridad. En el suelo, entre la tierra, sucios, ajados, rotos, había pétalos de rosa. La fuente seguía murmurando. El aire, de nuevo, se paró. A veces llegaban algunos sonidos de las calles cercanas. De la plaza.
—Otro día tocó el barrio de Santa Cruz. Transitamos, despacio, por sus calles estrechas y sinuosas. Detrás de las rejas nos asomamos a los patios. Vimos las fuentes, los geranios, las enredaderas, los azulejos. En una de las muchas placitas en las que desembocan esas calles, nos detuvimos. Sentados en un banco, bajo unas lilas, tomamos un helado. Recordé un poema, pero esta vez me faltó valor para declamárselo. Solo me atreví a preguntarle, pero sin retórica, aunque no lo pareciera: “¿Será así el Paraíso?” Sonrió vagamente y no dijo nada. Ya quedaban pocos días para irme. Pronto habrá terminado todo. Todo esto. Entonces, yo, también triste, le cogí la mano y se la apreté. Pero no quise mirarla. Preferí recordar sus ojos como los recuerdo ahora: brillantes, risueños, no apagados.
Y se calló. Después, les dijo adiós a todos y se fue. Ninguno respondió, pero todos se quedaron mirando cómo se iba. Mientras lo miraban, en sus cabezas permanecían vivas las imágenes del río, de los puentes, de las casetas, de los vestidos, de los patios, de las placitas, de la muchacha. De Sevilla. De aquella Sevilla remota que él aún llevaba, y llevaría siempre, en su cabeza, y en su corazón. En todo su ser.
“Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
Y un huerto claro donde madura el limonero;”
(Antonio Machado)
De pronto, inesperadamente, levantó la cabeza y su mirada se perdió en la lejanía, más allá del horizonte. Más allá. Sus ojos, ávidos, volaban a través del tiempo, buscando otro mundo. Aquel cielo, ya distante, perdido.
—Yo también estuve en Sevilla. Viví en esa ciudad. Pero de eso hace ya muchos años. Hace tanto tiempo que a veces dudo de que haya estado allí y me parece que tan solo lo he imaginado. A veces ya confundo lo vivido con lo soñado. Sin embargo, por otra parte, ¿acaso soñar no es también vivir, aunque sea de otra manera?
El sol acababa de posarse en la línea quebrada de las montañas. El aire, por fin, se había detenido, como cansado de tanta agitación. El cielo, azul, parecía de cristal. Una bola de cristal. Silencio. El sol se hundía, se iba, desaparecía, y dejaba enrojecido, amoratado, un pedacito de cielo, como si fuera una herida, todavía abierta.
—A menudo, venía una muchacha –piel morena, ojos grandes, voz… Me gustaba cómo hablaba, cómo pronunciaba las palabras, la manera que tenía de decir las cosas– a buscarme a casa y me llevaba en su coche por toda la ciudad. Me llevó a pasear por la orilla del Guadalquivir. “El río Guadalquivir va entre naranjos y olivos… ¡Ay, amor que se fue y no vino.” Al pie del agua, le recité estos versos de Lorca. Fue en primavera. En Sevilla la primavera es… otra cosa. Es más primavera que en ninguna otra parte. ¡Es tan bella y dulce! El agua del río, los naranjos en flor, el aire aún tibio, las flores, y más flores. La luz. Me iba señalando todos los puentes. Me decía sus nombres: ese es el puente de Triana, aquel el de la Barqueta, el de más allá el del Alamillo, o el de la salud. “O el de la salú”, añadía, más bajito, con una sonrisa traviesa y un brillo malicioso en los ojos. Atrevida. Sumamente graciosa.
La tarde declinaba. Las sombras se alargaban. Avanzaban. Lo iban cubriendo todo. El viento volvía a moverse y se escuchaba arriba, en la copa de los árboles, el roce tierno de las hojas. Algunos pétalos de rosa se desprendieron. Volaron. Cayeron al suelo. El chorro de agua de la fuente se quebró un instante. En el cielo comenzaban a brotar las estrellas. La luna estaba ya, pero sin luz, pálida. A su espalda, la ciudad se iluminaba. Caía la noche.
—A finales de abril, fuimos a la feria. Yo quería conocerla, saber cómo era: las casetas, las miles de luces, las muchachas con sus vestidos de sevillana en las grupas de los caballos, los abanicos, la música, el baile. La fiesta. Entramos en una caseta. Jamón y vino. Sevillanas. Le pedí que bailara. No quería. Pero alguien la sacó y no supo negarse. Yo sonreía. La vi bailar. Pero tuve envidia del muchacho que bailaba con ella, que la miraba a los ojos, que le acariciaba la cintura. Nunca sentí tanto no saber bailar.
Era ya de noche del todo. En lo alto del cielo bullían las estrellas, no se estaban quietas, no dejaban de temblar, de parpadear. La luna, ahora colmada de luz, flotaba en la oscuridad. En el suelo, entre la tierra, sucios, ajados, rotos, había pétalos de rosa. La fuente seguía murmurando. El aire, de nuevo, se paró. A veces llegaban algunos sonidos de las calles cercanas. De la plaza.
—Otro día tocó el barrio de Santa Cruz. Transitamos, despacio, por sus calles estrechas y sinuosas. Detrás de las rejas nos asomamos a los patios. Vimos las fuentes, los geranios, las enredaderas, los azulejos. En una de las muchas placitas en las que desembocan esas calles, nos detuvimos. Sentados en un banco, bajo unas lilas, tomamos un helado. Recordé un poema, pero esta vez me faltó valor para declamárselo. Solo me atreví a preguntarle, pero sin retórica, aunque no lo pareciera: “¿Será así el Paraíso?” Sonrió vagamente y no dijo nada. Ya quedaban pocos días para irme. Pronto habrá terminado todo. Todo esto. Entonces, yo, también triste, le cogí la mano y se la apreté. Pero no quise mirarla. Preferí recordar sus ojos como los recuerdo ahora: brillantes, risueños, no apagados.
Y se calló. Después, les dijo adiós a todos y se fue. Ninguno respondió, pero todos se quedaron mirando cómo se iba. Mientras lo miraban, en sus cabezas permanecían vivas las imágenes del río, de los puentes, de las casetas, de los vestidos, de los patios, de las placitas, de la muchacha. De Sevilla. De aquella Sevilla remota que él aún llevaba, y llevaría siempre, en su cabeza, y en su corazón. En todo su ser.