Cómplices del tiempo
![[Img #65736]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/09_2023/7941_6-sol-01712465-copia.jpg)
Los únicos que permanecen inalterables son los objetos de museo.
J.D. Salinger. De 'El guardian entre el centeno'.
A veces, de forma inusitada, el tiempo nos atrapa. Son esos momentos en los que perdemos la conciencia de nosotros mismos y lo otro ocupa nuestros sentidos. A mí me pasa viendo una película, leyendo un libro, escuchando una conversación, mirando escaparates, en ocasiones escribiendo. Algo así nos ocurrió a mi sobrina Lucía y a mí cuando un mediodía de junio pasamos por delante de la Casa Arias de Valderas y vimos la puerta abierta de par en par. En esos momentos finalizaba una visita programada y tras el zaguán se encontraba la dueña. Enseguida entablamos conversación con ella y enseguida estábamos admirado la enredadera que adorna por completo una pared del corredor del patio interior, a la que precede el pozo con brocal. Enseguida también nos encontrábamos subiendo la escalera de acceso a la planta superior donde antaño se hacía la vida.
El edificio lo habíamos visto antes de que en 2015 lo adquirieran y restauraran los actuales dueños, Aurea y D. Emilio. Se trata de una casa-palacio del siglo XVIII de dos plantas (la baja estaba dedicada a las labores del campo, la primera era donde vivían los señores de la casa y la servidumbre), cuya estructura se dispone en torno a un patio central. En su origen perteneció a una de las familias más importantes de la villa, los ‘Arias de Valderas’ y ya en el siglo XIX a Benito Varela, constructor de obras públicas procedente de Galicia que casó en la villa y sobre el antiguo molino Requejo levantó una de las fábricas de harinas más influyentes, ‘La Estrella de Campos’. Abandonado como estaba en aquellos momentos, recorrimos sus estancias imaginando un pasado esplendoroso. En mi familia tenemos una especial atracción por este tipo de espacios y siempre que nos encontramos delante de uno cerrado a cal y canto, nos decimos que pagaríamos por verlo por dentro. En una ocasión mi sobrina y yo saltamos la puerta de hierro del Palacio los Altares en Pancar para vivir, inmersas en un paisaje verdinegro y sombrio -el palacio se quemó en 2003-, uno de los momentos más emocionantes de nuestras vidas. Pero esa es otra historia.
En esta segunda visita a la Casa Arias recorrimos, de la mano de la dueña, sus multiples estancias para descubrir cómo los objetos y mobiliario de la vieja casa -vajilla, cubertería de plata con las iniciales de sus antiguos dueños, candelabros, cuadros, fotografías, gramola, lámparas, tampones de sellos, documentos, libros, entre ellos hasta un incunable-, convivían armónicamente con otros adquiridos por los nuevos dueños en anticuarios, almonedas, rastrillos o tiendas que echaron el cierre. Cuando compramos la casa, dijo Aurea en un momento de la visita, me pareció una maravilla. Ahora, de tanto verla, me parece normal. Pero en realidad la magia del asombro primigenio nos la regalan los dueños a cada uno de los que la visitamos. Un trabajo de años que con tesón, mimo, paciencia, orden, mucho orden -qué envidia-, ha conseguido resucitar la emoción del tiempo pretérito.
Don Emilio, que también se encontraba en la casa y a quien seguramente el hambre azuzaba dado lo avanzado de la hora, soportaba con humor esta segunda visita no programada de la mañana. “Estas chicas no tienen familia que las espere para comer”, pero su advertencia sería refutada de inmediato por la afirmación de mi sobrina “Uy, esto es mejor que comer”. Nada más cierto, pues la sorpresa, el entusiasmo, la curiosidad también alimentan y las tres mujeres, cómplices del tiempo, absorbidas por éste, seguíamos a lo nuestro.
En el corredor acristalado estaban los armarios que la dueña nos abrió para mostrarnos los tocados, el canotier, el sombrero de piel de castor, las sombrillas. Le pregunté si no usaba esos objetos. Y pudorosa, como si fuera un sacrilegio ese empleo particular de las cosas, me dijo que no. Lo que yo hubiera dado por usar un mediodía de sol una de las sombrillas y transportarme y transformarme bajo su protección de tela antigua.
La zona que más me gustó fue la de servidumbre. Los suelos de mazarron, mesas, loza, armarios se conservan tan intactos que no sorprendería ver de pronto a un corro de criadas conversar jacarandosas acerca del próximo baile vermut que tendrá lugar en la plaza tras la salida de misa, mientras friegan las cacuelas de cinz y la vida bulle, la vida. Una se pierde en la casa palacio donde el silencio es acaso la mayor seña de identidad. Un enorme silencio en el que caben todas las historias. Solo hay que echar a volar la imaginación.
Otra ocasión más he tenido de hablar con Aurea después de la visita, una mujer de luz con una mirada sosegada, inteligente, hermosísima, que atesora no solo objetos sino historias de vida. Ella ha conoció a grandes personalidades de la época, Orson Welles, la duquesa de Alba, pero también a personas con vidas sencillas, como los ancianos que visita en la residencia que a veces se van sin avisar, simplemente porque deciden hacerlo (o no, quien sabe).
A ella y a su marido agradezco la hospitalidad, palabra hermosa que procedente del griego filoxenia significa amor, afecto, bondad a los extraños como mi sobrina y yo, intrusas del tiempo detenido un mediodía inolvidable.
![[Img #65736]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/09_2023/7941_6-sol-01712465-copia.jpg)
Los únicos que permanecen inalterables son los objetos de museo.
J.D. Salinger. De 'El guardian entre el centeno'.
A veces, de forma inusitada, el tiempo nos atrapa. Son esos momentos en los que perdemos la conciencia de nosotros mismos y lo otro ocupa nuestros sentidos. A mí me pasa viendo una película, leyendo un libro, escuchando una conversación, mirando escaparates, en ocasiones escribiendo. Algo así nos ocurrió a mi sobrina Lucía y a mí cuando un mediodía de junio pasamos por delante de la Casa Arias de Valderas y vimos la puerta abierta de par en par. En esos momentos finalizaba una visita programada y tras el zaguán se encontraba la dueña. Enseguida entablamos conversación con ella y enseguida estábamos admirado la enredadera que adorna por completo una pared del corredor del patio interior, a la que precede el pozo con brocal. Enseguida también nos encontrábamos subiendo la escalera de acceso a la planta superior donde antaño se hacía la vida.
El edificio lo habíamos visto antes de que en 2015 lo adquirieran y restauraran los actuales dueños, Aurea y D. Emilio. Se trata de una casa-palacio del siglo XVIII de dos plantas (la baja estaba dedicada a las labores del campo, la primera era donde vivían los señores de la casa y la servidumbre), cuya estructura se dispone en torno a un patio central. En su origen perteneció a una de las familias más importantes de la villa, los ‘Arias de Valderas’ y ya en el siglo XIX a Benito Varela, constructor de obras públicas procedente de Galicia que casó en la villa y sobre el antiguo molino Requejo levantó una de las fábricas de harinas más influyentes, ‘La Estrella de Campos’. Abandonado como estaba en aquellos momentos, recorrimos sus estancias imaginando un pasado esplendoroso. En mi familia tenemos una especial atracción por este tipo de espacios y siempre que nos encontramos delante de uno cerrado a cal y canto, nos decimos que pagaríamos por verlo por dentro. En una ocasión mi sobrina y yo saltamos la puerta de hierro del Palacio los Altares en Pancar para vivir, inmersas en un paisaje verdinegro y sombrio -el palacio se quemó en 2003-, uno de los momentos más emocionantes de nuestras vidas. Pero esa es otra historia.
En esta segunda visita a la Casa Arias recorrimos, de la mano de la dueña, sus multiples estancias para descubrir cómo los objetos y mobiliario de la vieja casa -vajilla, cubertería de plata con las iniciales de sus antiguos dueños, candelabros, cuadros, fotografías, gramola, lámparas, tampones de sellos, documentos, libros, entre ellos hasta un incunable-, convivían armónicamente con otros adquiridos por los nuevos dueños en anticuarios, almonedas, rastrillos o tiendas que echaron el cierre. Cuando compramos la casa, dijo Aurea en un momento de la visita, me pareció una maravilla. Ahora, de tanto verla, me parece normal. Pero en realidad la magia del asombro primigenio nos la regalan los dueños a cada uno de los que la visitamos. Un trabajo de años que con tesón, mimo, paciencia, orden, mucho orden -qué envidia-, ha conseguido resucitar la emoción del tiempo pretérito.
Don Emilio, que también se encontraba en la casa y a quien seguramente el hambre azuzaba dado lo avanzado de la hora, soportaba con humor esta segunda visita no programada de la mañana. “Estas chicas no tienen familia que las espere para comer”, pero su advertencia sería refutada de inmediato por la afirmación de mi sobrina “Uy, esto es mejor que comer”. Nada más cierto, pues la sorpresa, el entusiasmo, la curiosidad también alimentan y las tres mujeres, cómplices del tiempo, absorbidas por éste, seguíamos a lo nuestro.
En el corredor acristalado estaban los armarios que la dueña nos abrió para mostrarnos los tocados, el canotier, el sombrero de piel de castor, las sombrillas. Le pregunté si no usaba esos objetos. Y pudorosa, como si fuera un sacrilegio ese empleo particular de las cosas, me dijo que no. Lo que yo hubiera dado por usar un mediodía de sol una de las sombrillas y transportarme y transformarme bajo su protección de tela antigua.
La zona que más me gustó fue la de servidumbre. Los suelos de mazarron, mesas, loza, armarios se conservan tan intactos que no sorprendería ver de pronto a un corro de criadas conversar jacarandosas acerca del próximo baile vermut que tendrá lugar en la plaza tras la salida de misa, mientras friegan las cacuelas de cinz y la vida bulle, la vida. Una se pierde en la casa palacio donde el silencio es acaso la mayor seña de identidad. Un enorme silencio en el que caben todas las historias. Solo hay que echar a volar la imaginación.
Otra ocasión más he tenido de hablar con Aurea después de la visita, una mujer de luz con una mirada sosegada, inteligente, hermosísima, que atesora no solo objetos sino historias de vida. Ella ha conoció a grandes personalidades de la época, Orson Welles, la duquesa de Alba, pero también a personas con vidas sencillas, como los ancianos que visita en la residencia que a veces se van sin avisar, simplemente porque deciden hacerlo (o no, quien sabe).
A ella y a su marido agradezco la hospitalidad, palabra hermosa que procedente del griego filoxenia significa amor, afecto, bondad a los extraños como mi sobrina y yo, intrusas del tiempo detenido un mediodía inolvidable.






