El Solito Trovador
Jueves, 19 de Diciembre de 2013

¿Fanfarrón?

La plaza de Biscós, en Jaca, es un lugar mágico. Es un sitio humilde, pero es un punto de paso en una ciudad en la que hay mucha ¡pero mucha! gente especial. Allí me regalaron la opción de seguir conectado al tiempo (un reloj) y conocí a personas diferentes (mejor dicho, originales, auténticas). Allí expliqué a unos niños que en León no hay leones y que no puedo llegar en avión; hablé con una chica que había estado en el curso de música de Astorga y vi partir muchos veleros a la deriva. Es el punto donde más discos se han vendido hasta hoy.

En la plaza de Biscós estuve también con Alberto (vamos a llamarle así para preservar su intimidad). Se me acercó un día, con pintas chulescas, anillos de oro y gafas de sol. Me compró un disco. Volvió al día siguiente y me compró otro diciendo que iba a enviárselo a un productor de Barcelona. Todo sonaba extraño, pero Alberto me hablaba de las canciones. Había escuchado las letras, conocía las historias. Sabía lo que eran los principitos de corcho y entendía la esencia del disco. Todo esto me hizo confiar en él, aunque no dejaba de resultarme un tanto extraño.

No obstante, me gustan los personajes extraños. Un sábado de fiesta, mis amigos querían irse a casa. Para mí era un poco pronto aún. Iba a cruzar los Pirineos el domingo, y no me apetecía irme a dormir esa noche en España siguiendo el horario europeo. Ya tendría tiempo. Apareció Alberto y encontré la solución. “Te invito a una raya” me dijo. “Mejor te invito yo a una copa” le respondí. Y me invitó él a todas las copas de la noche, que fueron unas cuantas. Sacaba billetes de un fajo como quien saca mondadientes de un vasito de cristal. 

Aquella noche de fiesta por Jaca con Alberto fue especial. Fue auténtica. La gente me miraba raro (Jaca no deja de ser pequeña, en Astorga sabemos lo que es mirar a un forastero que se ha juntado con el 'chungo' del pueblo). Pero yo aquella noche me lo pasé muy bien. Y aprendí. Aprendí a escuchar. A entender. Y disfruté escuchando aquella historia que, con un marcadísimo acento aragonés, Alberto me contó a orillas de dos gintonics. Sigo creyéndomela un poco. Todas las leyendas tienen un punto de verdad…

“Yo maté a los hijos de Gadafi. Yo era un mercenario de una petrolífera francesa. La gente no sabe que en las guerras, además del ejército –en este caso americano- también participan mercenarios de empresas y entidades con intereses relacionados con el conflicto. A mí me pagaba una importante petrolífera francesa. Entré con el ejército americano en el palacio de Gadafi. A Gadafi no le maté yo, fue un marine americano. Pero a los hijos sí. Fui yo. Entré con el batallón estadounidense que acabó con Gadafi. Yo maté a los hijos de Gadafi” 

Aquella noche aprendí. Más tarde supe que en los bares de copas de Jaca hablaban a mis amigos de mis “compañías peligrosas”. Yo no vi ningún peligro en aquel hombre que me miraba en la barra de un bar de bachata y me preguntaba “¿no te doy miedo?”. Lo que vi es franqueza. Sinceridad. Sinceridad con lo que él pensaba… ¿Fanfarrón?... Tal vez. Presumía de haber matado a los hijos de Gadafi. Presumía con la actitud y la estética de un rambo altoaragonés agotado y retirado. Era el asesino de los hijos de otro asesino. Se le veía cansado. Aquella guerra tuvo que ser dura… 

Ese sábado Alberto no estuvo solo. Ni yo tampoco. Compartió conmigo sus hazañas paramilitares. Yo seguramente compartí con él mis hazañas pseudo-artísticas. Pero aquella noche no estuvo solo, borracho, perdido, drogado. Aquella noche compartimos por las calles una batallita sincera, absurda y al mismo tiempo auténtica. Alberto no es diferente al resto. Es tan sincero como los que aquél sábado presumían de haber ligado; de haber metido un gol impresionante; de haber dejado las cosas claras a su jefe; de haber impresionado a sus amigos…

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