Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 07 de Octubre de 2023

Patrimonio inmaterial

[Img #65806]

 

 

La generosidad es la gran fuerza de la humanidad. Tiene un insondable misterio. ¿Por qué lo somos con unos y no con otros? Atajamos argumentos por la vía pragmática de una química que no se sabe muy bien de qué elementos está compuesta, pero lo cierto es que la reacción es benéfica y placentera si va de buenas. Se puede decir igualmente que se acorta por la hoja de ruta de los vínculos familiares. La condición materna o fraterna trae el altruismo de fábrica. Sentirte hijo o hermano, no cabe duda, abre el abanico de los afectos, pero ¡¡ay!!, también de los desafectos cuando tocan, porque esa familiaridad de sangre nunca es elección libre. La explosión en estos ámbitos es remedo a escala de una guerra civil, porque es sabido que no hay peor cuña que la de la misma manera.

 

La vida, incluso la más paciente y tranquila, muestra las muchas aristas de nuestra humanidad, las buenas, las malas y las indiferentes. Es un continuo relleno y vaciado de huecos sentimentales. Superada la fase de las dependencias familiares, toda existencia está abocada al cosmopolitismo. Turno entonces para abrir las compuertas de las amistades y otras afinidades que penetran en las entrañas. Lo hace con mucha más fuerza que la de índole familiar, porque esas, sí, nacen del propio criterio. El derrumbe puede doler tanto o más que las rupturas entre parientes.

 

La comedura de coco me la hice días pasados en la despedida para siempre de una de esas personas, una mujer, que dejó huella en una familia que, por el vínculo de los apellidos, nunca fue suya, pero en esa relación hirvió la química del amor y del agradecimiento a una convivencia entregada, desinteresada y recíproca en dimensiones que solo las partes concernidas sabrán calibrar. Ellos mismos lo dijeron con indisimulado orgullo: era nuestra hermana. Emocionante declaración de ese patrimonio inmaterial, pero propio a más no poder, que es la generosidad de las personas.

 

La demostración de afecto y amor hacia una persona que aparece en tu vida, más que como una amiga, como un integrante de la familia, llegado casi sin saber cómo, es algo que solo puede explicarse en la poesía de un choque brutal de generosidades capaces de explosionar el big bang del limitado universo personal. El nexo es para toda la vida, sin que puedan hallarse más razones que el misterio de nuestra química afectiva y emocional. El amor hacia ellas, nacido de una inmaterialidad, paradójicamente muta, por la intensidad afectiva, a una materialidad visible y palpable. Soberbio arcano.

 

La experiencia me sirvió para sondear que también he tenido mis experiencias con esas personas que van más allá del flechazo o de un caerse bien por esa química de imposible formulación. En mi caso directo se llamó Matilde. De aquí, de Astorga. Llegó a casa siendo adolescente, perfecto sinónimo de cascarón pegado al culo con ínfulas de sabiduría. Entró en mi existencia, humilde, en una pequeñez de estatura que tardó lo justo en convertirse en altura de alma y espíritu. Me conquistó. ¿Cómo? A lo escrito me atengo: ni puñetera idea.

 

Nunca supe si Matilde fue hermana: era mucho mayor que yo; o madre de relevo en los sinsabores, porque es axioma que madre biológica solo hay una. Lo que fuese, ella hizo de confidente, de confesora con la que me abría a flor de piel, porque su instrucción rudimentaria la suplía con el instinto de los inteligentes por vocación, quizá por necesidad de ahuyentar una soledad de mujer sin el calor de la chiquillería propia. Matilde quiso buscar en mi clan una familia y le abrimos la puerta de par en par. No solo en nuestro hogar, sino en el del resto de las demás escalas  familiares, donde ella circulaba por todas las casas con el paso firme de quien se sabe querido. Cuando se fue, lloré como si alguien muy mío me hubiera dejado. Ella me hizo entender el dolor que expresó la familia de mis amigos con su particular Matilde, llamada Loli.

 

Matilde fue dama y madrina de mis veraneos en Astorga. La disfrutaba cada día de paz que trascurría aquí. Me reñía con severidad, pero sentía aquel enojo con una fuerza que aniquilaba las palabras y encendía las enseñanzas. Nunca me sentí engañado por ella. No solo cuando niño. Ella fue auténtica conmigo hasta en las edades de madurez que se suponen responsables por estar rodeadas de responsabilidades. Maldito me importaba si llevaba mis apellidos o no. Fue un regalo de la vida que hubiera sido pecado mortal ignorarlo, aunque solo fuera por esas empanadillas que nunca se negaba a cocinar ante mis insistentes peticiones. Con ellas conocí variantes ajenas a los habituales manjares sazonados por la mano de mi madre.

 

No fue mía, sino de mis tíos y primos, otra mujer con esas credenciales. Siempre la conocí por el Ama, una aragonesa de acento recio. Buena como un pan. Maternal, incluso conmigo, que era visita, pero que nada más llegar a aquella casa, procuraba de inmediato reunirme con ella. Fue un amor a plazos, lejano, intermitente, pero nunca jamás roñoso en sinceridad mutua. El Ama, así la llamaba y llamábamos. No necesitaba otra credencial. Ya mayor supe que su nombre de pila era María. Para mí, el Ama, sin comparación.

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.