Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 21 de Octubre de 2023

De mi generación... y sucesivas

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La política, sobre todo de orientación izquierdista, ha encontrado nuevos fundamentos reivindicativos en la salud mental de la población. Pero a esta izquierda hispana, rara vez se le escapa el punto sectario, y pone  el cristal de aumento solo sobre un segmento de la misma: la juventud.

 

El punto de partida es conveniente. Una sanidad popular está paralizada si deja en el olvido el complicado mundo de las mentes. El Estado del Bienestar, uno de los grandes logros de la humanidad, está incompleto sin el concurso de psicólogos y psiquiatras en la nomenclatura de la sanidad estatal. Aquí queda mucho desierto por atravesar.

 

La sanidad de cuerpo y de mente se adscribe a la grandeza cuando sabe acompañarse del condicionante de servicio público eficaz y suficientemente dotado. No es así. Un simple vistazo a la nómina de especialistas deja en negro sobre blanco que la demanda es rotundamente superior a la oferta. Ocurre como en tantas cosas: la salud, máxime la mental, para quien se la pueda pagar. Una acotación, incluso de raíz más nociva, que la de distinguir por capas de edad de la población, que es la apariencia del primer vistazo.

 

Bien traída la cuestión por estos partidos que sondean mucho más que los conservadores los territorios del lumpen, y se encuentran con una tipología de personas y situaciones condenadas a la única solución del voluntarismo propio y del voluntariado ajeno, ambas insuficientes a todas luces, como lo demuestran las preocupantes evoluciones de violencia juvenil, en forma de progresivo incremento de armas blancas, así como la atroz estadística de un aumento descontrolado de agresiones de estos chicos a sus progenitores. Este último punto enlaza con el título y entrada de la columna, porque aquí es de osadía sin igual cuestionar que los desajustes psíquicos alcanzan con resultados también devastadores al segmento de población de los mayores.

 

Los  jóvenes se incrustan en una generación que no puede recibir otro nombre que el de perdida, como ya se proclama desde variados foros sociológicos y antropológicos. En edades en que hay que cabalgar al galope por la vida, éstos muchachos vivieron la experiencia similar a un campo de concentración con una agotadora, psicológicamente hablando, pandemia. Difícil argüir que cuando el reloj vital está en la hora de esbozar horizontes amplios de futuro, éstos se estrechan para ellos con la agobiante sintomatología claustrofóbica del porvenir cerrado a cal y canto. Gente, asimismo, condenada a la convivencia en familia, espoleta de ese explosivo que es atenerse a un código de autoridades, cuando edad y razón te mandatan para coger el timón de la existencia. Estos, con algunos ingredientes más, esbozan el retrato robot de un núcleo poblacional urgido del poder mental necesario para subvertir el orden establecido a sus espaldas.

 

Estas realidades no pueden opacar otras que padecen otros rangos de edad. Padres y abuelos han echado sobre sus espaldas un cúmulo de obligaciones que agregan, por la  deriva de las circunstancias recién expuestas, años de pesar a los altos dígitos que estaban en la teoría (obvio que no en la práctica) de disfrutar del merecido reposo.

 

Muchos, como yo, de siempre, nos hemos preparado para que a determinados años nuestros condicionantes familiares se circunscribieran a la escala marido-padre-abuelo. El orden se ha trastornado con un añadido, no indeseado, pero sí inesperado: el de hijos. No estábamos preparados para ello. Somos casi ancianos cuidando de ancianos provectos que son nuestros padres, metidos a golpe de farmacopea lucrativa, en estadios de longevidad alimentados exclusivamente de pasado. Alguien dijo que una vida sin calidad no merece ser vivida. Será, sin alternativa, padecida.

 

No es lo peor de todo los cuidados y obligaciones que ya mayores nos demanda un padre o madre. Mi experiencia  me lo ha explicado con la misma simpleza que me enseñaron de niño que dos más dos son cuatro. El golpe brutal es asistir a su degradación física y/o mental ante la impotencia. Y nada desdeñable tampoco es cómo, a través de su experiencia, puedes ver televisada la tuya propia de senilidad.

 

Junto a los muy mayores, los más pequeños. La figura de los abuelos asumen hoy una nueva fórmula de paternidad, con muchas bendiciones, pero también con la esclavitud de dedicaciones afectivas e intensas que quedaron superadas con las épocas lejanas de la paternidad, y que resucitan con cuerpos desentrenados por las artrosis, los reúmas, los achaques en definitiva. Ello en un contexto de bichejos que no paran, y mejor así, porque un niño quieto es aviso de enfermedad.

 

¿Y con los hijos?, pues uno nunca se desprende de ellos, ni quiere hacerlo. Pero hoy los padres/abuelos somos la potente red que les cubre la retaguardia con la pensión segura, pero cada vez más adelgazada en dinero. Parece una goma que no para de estirarse.

 

Bien por la sanidad mental para jóvenes que arrastran lastres objetivos. Pero no dejar en el olvido a unos mayores que somos una especie de generación sándwich, con las rebanadas de pan de padres, hijos y nietos cubriendo el suculento relleno en aras a la paz social que mantiene nuestros ahorros y pensión. No merecemos ser tratados como desechos de tienta, cuando somos todavía activos en las ayudas a las generaciones que nos han seguido.

                                                                                                                    

       

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