Javier Cuesta Guadaño
Sábado, 21 de Diciembre de 2013

Un viaje iniciático a la poesía de Leopoldo Panero

El autor del artículo (San Lorenzo de El Escorial, Madrid. 1982) es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid, Personal Investigador en Formación (PIF) en ese mismo centro y miembro del Instituto del Teatro de Madrid (ITEM). Ha colaborado en la edición crítica de la Obra completa de Leopoldo Panero (Ayuntamiento de Astorga/Diputación de León, 2007), y en la Historia del teatro breve en España (Iberoamericana, 2008), ambas dirigidas por Javier Huerta Calvo. Asimismo, ha publicado artículos sobre la recepción del simbolismo en el teatro español de principios del siglo XX, la poesía de Benavente y la relación de Juan Ramón Jiménez con el teatro.


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Cuando el profesor Javier Huerta Calvo me propuso colaborar en su edición de la Obra completa de Leopoldo Panero (Ayuntamiento de Astorga / Diputación de León, 2007), mis conocimientos sobre el poeta se limitaban a unos cuantos apuntes enciclopédicos sobre la leyenda familiar que se urdió con 'El desencanto' y a la polémica respuesta que en forma de 'Canto personal' había dado el mal llamado ‘poeta oficial del franquismo’ a Pablo Neruda. 

Así las cosas, me puse de inmediato a trabajar en un proyecto que me ilusionó desde el principio y poco a poco fui desarrollando una extraña curiosidad hacia todo lo que estuviera relacionado con el poeta de Astorga. La estancia que hasta entonces había estado vacía se fue poblando de variantes, significados, voces, personajes y anécdotas de todo tipo, que me trasportaron cual viajero machadiano hasta la sierra gris y blanca del Guadarrama, trasunto madrileño de esa otra 'montaña mágica' que es el Teleno.

Comprendí después los misterios de un libro escrito a cada instante –ayer y hoy me parece el mejor libro de Panero–, en el que se transparenta una honda vinculación con el paisaje, con un tronco familiar feliz pero condenado a desgajarse y con un sentimiento religioso –tan unamuniano– a un tiempo acuciante y esperanzado. Me sorprendió más tarde el repentino viraje ideológico de un poeta que, a pesar de su actitud liberal y su contacto permanente con los exiliados de la 'España peregrina', se transformó en portavoz político de una circunstancia histórica por completo ajena a su intención de 'estar callado dentro del verso'. Y me pregunté, en fin, por qué razón el hombre y su obra se vieron relegados poco menos que al ostracismo, después de una muerte repentina que impidió el oportuno y necesario 'descargo de conciencia'. 

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Mi descubrimiento de Leopoldo Panero se convirtió durante casi dos años en una suerte de viaje iniciático cuajado de interrogantes de toda índole y no pocas dificultades filológicas. Muchas horas pasé en la sala de publicaciones periódicas de la Biblioteca Nacional, en la Hemeroteca Municipal de Madrid y en otras tantas bibliotecas tras los pasos de un poeta con quien pronto llegué a familiarizarme. Los rollos interminables de microfilmes y las páginas gastadas de unas revistas que ya nadie recuerda pasaban ante mis ojos con la esperanza de dar con este o aquel poema inédito o mal fechado, y así fue como localizamos un buen número de textos dispersos en publicaciones falangistas o en rotativos provinciales y locales que aún no habían sido revisados. Nuestras pesquisas, claro está, no siempre resultaron fructíferas, pero en más de una ocasión el más mínimo hallazgo, en apariencia insignificante, adquiría un valor extraordinario y le daba sentido a la tarea de traer y llevar palabras.  

Más allá del esfuerzo y el rigor propios de la investigación académica, mi evocación de esas intensas jornadas de trabajo sobre Panero está ligada a la emoción de sus versos. Quién no recuerda su célebre 'Epitafio' de besos que acribillan –los que Juan Luis, Leopoldo María y Michi le daban siendo niños– y ojos azules –los de Felicidad Blanc, diluida en su espejo de sombras– que absuelven de amar y beber mucho… Hay un buen puñado de textos que merecen pasar a la historia de la mejor poesía española –'Por donde van las águilas', 'El peso del mundo', 'A mis hermanas', 'En tu sonrisa' y un largo etcétera–, pero quiero recordar ahora la elegía por la muerte de su hermano Juan –«A ti, que habitas tu pureza, / a ti, que duermes de verdad; / casi sin voz, el labio reza; / acompaña mi soledad»– y el soneto dedicado a su hijo Juan Luis, que ahora más que nunca adquiere fuerza renovada porque el padre y su primogénito se han reencontrado, quizás, después de tantos desencantos: "Desde mi vieja orilla, desde la fe que siento, / hacia la luz primera que torna el alma pura, / voy contigo, hijo mío, por el camino lento / de este amor que me crece como mansa locura". En todos estos versos se respira una ternura sincera, una poética de los afectos familiares, un discurso religioso y una actitud moral que no encontramos ni en los 'desarraigados' poetas existenciales o sociales ni en aquellos que abrazan la poesía de Garcilaso. La poesía de Panero trasciende uno y otro modelo en su búsqueda de un 'justo medio' oscilante entre la sencillez expresiva de la conversación y la aspiración a la palabra dicha en voz baja: "… Como en los perros, / tocados por su amo, / vaga todo lo amigo de la tierra, / así quisiera mi palabra: / simple, / parada en las pupilas, / y con errantes sílabas de niño".


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Pocos meses después de presentar los tres tomos de nuestra edición en Madrid, quise acercarme por vez primera al lugar en el que había nacido el poeta con la emoción de quien ha realizado ya un largo peregrinaje. Me encontré entonces con una hermosa ciudad poblada de recuerdos, olvidos y fantasmas de un tiempo en el que acaso existió la felicidad… Ahora, me digo, la voz de Leopoldo Panero continúa latiendo en la sinceridad dolorida de sus versos releídos sin anteojeras ni prejuicios. "¿Tan alegre estás tú, que te has quedado, / corazón, sin palabras?". 

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