Paz Martínez
Sábado, 28 de Octubre de 2023

Gente que viene y va

[Img #66090]

 

 

Me gusta viajar en el metro, me produce un desasosiego vital al que soy adicta. Toda esa gente sin nombre para mí, sin una historia que yo conozca, yendo a un lugar al que yo no voy. No puedo evitar observar a las personas que van en mi mismo vagón, la persona que lee un libro cuyo título desconozco y me obliga a preguntarme qué busca en sus páginas. Aquella otra que mantiene una conversación en voz alta por teléfono. Las personas que hablan para todos por teléfono en el metro son como locutores de radio que nos dejan una historia a medias y cuando por fin las pierdes de vista sientes la misma proporción de alivio y de disgusto por haber sido obligada a escucharlos y no ser compensada con el final del relato. Están, también, esas otras que duermen recostadas en sus asientos y te preguntas si se despertarán en su estación o pasarán la mañana dando vueltas en el circular de la línea 6.

 

Me gusta pasear por las calles repletas de gente y someterme a esa misma turbación cuando a mi lado quedan retazos de conversaciones, palabras abandonadas, flotando en el aire y las recojo y trato de componerlas para que signifiquen algo, como trato de componer un mensaje en un idioma que no domino bien. Me preocupa que no les importe que sus palabras queden ahí, sin más, y que puedan ser recogidas por cualquiera como si se trataran de simples flyers con oferta de tres por uno en rollitos de primavera en el oriental de la esquina. Al fin y al cabo, las palabras residen dentro de nosotros, viajan por nuestro organismo, nacen en el pensamiento y recorren su camino hasta los pulmones para coger forma, viajan por la traquea y la laringe y hacen vibrar a las cuerdas vocales, porque sí, porque allí, por decirlo de alguna manera han llegado dotadas de materia, ya son más tangibles que un pensamiento, ya son sonido. Y eso, es una gran responsabilidad para el hablante con el mundo.

 

Me gusta observar cómo se viste la gente, sus vestidos, sus trajes sus zapatos. Creo que esas envolturas dicen mucho más de nosotros de lo que diría un desnudo. Desnudos todos seríamos iguales, pero vestidos exhibimos, a cencerro tapado, nuestra intimidad espiritual y psíquica. Hay personas que se visten con gran formalidad como si de ellos dependieran muchas cosas que sostienen las columnas del sistema que nos ampara y dijeran: ¡Eh! Yo estoy haciendo cosas importantes. Otras, por el contrario, son muy heterogéneas, imprimen su individualismo e improvisan atavíos multicolores inspirados en modas orientales, gitanas y muchas más. De ellas también parecen depender muchas cosas importantes, son los que nos tratan de decir: ¡Ey, quizá otra manera de hacer las cosas es posible! Son los que abogan por vivir conscientes de la ecología,el pacifismo y la justicia economía. Y después estamos los que parece que tenemos poco que decir, en cuanto a atuendos se refiere. Tal vez, porque busquemos preservar esa intimidad que se desvela en la indumentaria, aunque esto sea imposible.

 

Me gusta visitar la ciudad, hay días como este que añoro perderme en el laberinto de sus avenidas. La vida en el metro y en las bulliciosas calles son un mosaico de la condición humana, una corriente constante de historias sin fin con personajes que entran y salen de escena sin previo aviso, sin que conozcamos sus nombres ni sus destinos. ¿Se despertarán esas personas que duermen en sus asientos o seguirán dando vueltas en la circular de la línea 6, como si la vida misma fuese un eterno vagar?

 

Mientras observo a la gente que viene y va, asumo que, de alguna manera, todos contribuimos a esa historia compartida, todos somos actores del drama colectivo. Al menos un capítulo nos corresponde, un color de la infinita paleta. Y, como decía Baudelaire, que procedas del cielo o del infierno qué importa, la multitud es el lugar donde no se es nadie.

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.