El secreto
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“¡Ay, lo que la muerte ha roto
Era un hilo entre los dos!”
(Antonio Machado)
“Confío en mantenerme en su memoria.”
(Arturo Pérez-Reverte)
Se despertó y todavía era de noche. Había dormido mal. Este día nunca dormía bien. Mantuvo los ojos abiertos, pero no quiso mirar la hora. Después de todo, no pretendía volver a dormirse, pues sabía que ya era imposible. El sueño huye cuando se le persigue. Esperaría a que fuera de día; a ver la primera luz en las rendijas de la persiana. Y lo cierto es que no tardó en aparecer. En nada, pudo observar a su mujer al lado: tapada solo hasta el pecho, el pelo revuelto sobre la almohada, la respiración tranquila. Aún dormida. A noche, pese a sus insinuaciones, no la había amado. No había podido. Y esta noche quizá tampoco pueda. En unos días no la amará. De alguna manera esto también le dolía.
Lo tenía todo preparado: la llave, las flores. Solo le quedaba la excusa. Debía de ser distinta a la de estos últimos años para no levantar ninguna sospecha. Pensó un poco y encontró una que le pareció buena. Antes de levantarse, se inclinó con cuidado hacia el rostro de su mujer y le rozó con los labios la mejilla. Estuvo tentado a besarle también la boca, pero no lo hizo. No se atrevió. Algo –lo de siempre– no le dejó. Sin duda, este era un día diferente. Un día que lo revolvía por dentro, que se lo ponía todo patas arriba, que lo trastocaba. Un día, ciertamente, extraño. Malo.
Cuando se estaba afeitando, vio en el espejo a su mujer, apoyada en el marco de la puerta del cuarto de baño. Lo estaba observando. Las piernas desnudas y fuertes. Rotundas. Las caderas poderosas. Los labios todavía llenos. Hermosa. En sus ojos había preocupación, y acaso también un punto de reproche. Le sonrió. Ella le devolvió la sonrisa, quizá un poco forzada, vaga, y se fue, en silencio, casi deslizándose, hacia la cocina, como en retirada. De nuevo, volvió a sentir ese dolor.
Mientras se vestía, escuchó el alboroto que hacían los chicos al levantarse: portazos, voces, algún insulto, quejas. Otras mañanas salía de la habitación y los reconvenía. Pero hoy no. Hoy no estaba para eso. Había acabado ya casi de vestirse, solo le quedaba calzarse y ponerse el reloj, cuando entró en la habitación su mujer envuelta en una toalla. Venía de la ducha. Olía muy bien. Es posible que mejor que otras veces. Antes de irse, la vio desnuda buscando en los cajones de la cómoda. Hacía tiempo que no se quedaba delante de él así, sin nada de ropa, como hacía al principio, cuando se casaron. Reconoció que, pese a su edad, todavía tenía un cuerpo bonito; pero no se turbó, ni siquiera lo más mínimo. Nada de nada.
Buscó los últimos zapatos que se compró y se los puso. Después, del cajón de abajo de la mesilla, donde guarda sus cosas, algunos recuerdos, donde no deja mirar a nadie, sacó otro reloj y se lo enganchó a la muñeca. Mientras lo hacía, notó en la nuca la mirada –dura y fría– de su mujer y temió una pregunta incómoda.
—¿Dónde vas tan guapo?
—A trabajar.
—¿No desayunas?
—No, ayer cené demasiado.
Después, le dio un beso rápido, casi fugaz, y se marchó. Llegaba a la habitación el sonido de sus pasos por el pasillo. El de la puerta al cerrarse. Aún ella lo sintió bajando las escaleras. Porque él nunca tomaba el ascensor, siempre bajaba y subía por las escaleras. Aprovechaba las escaleras para hacer ejercicio.
En el trastero cogió el ramo de flores. Era de rosas rojas. No podían ser de otro color. Todavía estaban frescas. Tenía razón la dependienta: llegarán en buen estado para ese día. Como siempre, había comprado las mejores, las más caras. Las más bonitas, sin duda, de toda la tienda. En este caso, para él el dinero era lo de menos.
Conducía despacio, en silencio. No había encendido la radio. Esta mañana la actualidad le daba igual. Casi nada le importaba. Su pensamiento estaba en otra parte. Mejor, en ninguna parte, porque volaba, volaba, y no se detenía en nada en concreto, como si le asustara recordar. Revivir. Cuando, por fin, se posó, un dolor de su corazón se hizo más intenso, se abrió como una flor. Sangró. Supuró. El viejo dolor. Este dolor nunca se le iría. No quería que se le fuera. Lo amaba. Él era, en parte, este dolor. Sin este dolor, no sería él, sería otro ya. Por eso, le asustaba dejar de sentir este dolor. De dolerse. Dejar de ser el de siempre.
Tomó la llave y abrió la puerta. Chirriaron los goznes. Entró. Silencio. Soledad. Algunos jirones de niebla trabados en las cruces. “¡Dios mío, que solos se quedan los muertos!” Avanzó con el ramo en su regazo. Sobre algunas tumbas ya había flores. Otras solo estaban limpias: las flores, seguramente, se pondrían hoy o mañana a primera hora. También había tumbas abandonadas, que este año tampoco nadie limpiaría ni tendrían flores. Quedarían así, desnudas, frías, solas. Abandonadas. Cuando llegó a la suya, encontró la lápida sucia. El polvo, que cubría todo el mármol, apenas dejaba ver el nombre y la fecha. Entonces, como otros años, sacó su pañuelo y lo limpió. Después, antes de dejar con cuidado las flores, sus labios, con un tímido temblor, pronunciaron el nombre, sin importarle que alguien pudiera escucharlo. También leyó en alto la fecha: treinta años habían pasado ya de todo aquello. Treinta años. Treinta años sin ella pero con ella. Treinta. De momento, hasta ahora, ni un año había fallado.
—Hola. Ya estoy aquí otra vez contigo. Me he vestido elegante. Para ti. Además, traigo este reloj, el que tú me regalaste. ¿Lo ves? Aún funciona. Está nuevo. No pega mucho con esta ropa, pero eso me importa bien poco. Es la primera vez que me lo pongo desde entonces. Me entristece vérmelo, la verdad, pero me gusta. Me parece que así te tengo más cerca, y hoy quiero estar pegado a ti, fundido contigo. Estos días quiero que solo existas tú. Tú y nada más.
¿Qué me dices de las flores? Mira qué frescas te he traído este año las rosas. Aún están húmedas: hay gotas de rocío en los pétalos y en los tallos. Como si se hubieran cortado esta misma mañana del rosal. De aquel rosal. ¿Te acuerdas? Yo todavía lo recuerdo. A veces me parece que siento el pinchado de la espina de aquella rosa que te corté aquel día. La sangre resbalando por mi dedo. Tu pañuelo de papel limpiándomela, taponando la herida. Tu mano. Tus dedos. Tus cuidados. La rosa manchada de sangre sobre la piedra de la fuente. El agua. Lo recuerdo todo. Recuerdo eso y muchas otras cosas más. Hay días que, no sé por qué, me da por recordar, por recordarte, y entonces es como si nada hubiera ocurrido. Como si mañana, o esta tarde, mismamente, volviéramos a vernos. A quedar para ir pasear por la orilla del río. De la mano. Entre los chopos. A hablar quedo, casi en susurros, sin prisa, escogiendo las palabras, los gestos, igual que hacen los enamorados. Los que se aman.
Sí, he venido también el día antes. Prefiero hoy a mañana. Mañana viene todo el mundo, viene tu familia, y no quiero que me vean contigo. No quiero alimentar rumores. No quiero dar más qué decir. Por eso, si viniera mañana, para evitar esto, y aún no sé si lo lograría, tendría que pasar de largo, sin saludarte siquiera. No podría pararme y hablarte como lo hago ahora. Contarte cosas. Nuestras cosas. Decirte, otra vez, lo que te amé, lo que te quise, y cuánto te he extrañado todo este tiempo. Lo que he sufrido. Ah, y tampoco podría traerte flores. ¡Te gustaban tanto las flores! ¡Las rosas!
Ya sé –lo sé de sobra– que, al venir aquí de esta manera, a escondidas, cuando no hay nadie, parezco un furtivo. Alguien que va a hacer una fechoría. Algo malo ¿Amar –amarte– es malo? Para venir, lo reconozco, he tenido que engañar a todos: a mi jefe le he dicho que tenía médico y que llegaría dos horas más tarde. Mi mujer no sabe nada. Mis hijos tampoco. Ni mis amigos. Nadie sabe nada. Solo lo sé yo. O eso creo. Es mi secreto. ¡Qué difícil resulta guardar los secretos! ¡Cómo pesan en el corazón! Estos días me cuesta mucho ocultar el dolor. Muchas veces, no lo puedo evitar, me pregunto cómo habría sido mi vida contigo. ¿Cómo serías ahora? ¿El paso del tiempo cuánto te habría respetado? ¿Todavía estarías guapa? ¿Me seguirías amando? ¿O ya te habrías cansado de mí? De esta manera, explorando esta posibilidad imposible, me paso muchas horas. Y eso que, después de todo, no me puedo quejar. Mi vida no ha sido mala. Ella, mi mujer, no puede ser mejor. Me quiere, y yo también la quiero. La adoro. Solo que ella no eres tú. Me pasa lo mismo que a Ulises. Te lo conté muchas veces: no pudo olvidar a Penélope. Yo tampoco logro quitarte de mi cabeza. Echarte de mí. Si bien, cada vez te recuerdo peor. Ya no te veo con la claridad con la que te veía. Y temo que un día no pueda decir cómo eras: cómo era tu pelo, tus ojos, tu boca, la curva de tus labios, tus manos, tu mirada, tu voz. Las cosas que me decías. Cómo acariciabas. Besabas. Temo que el olvido, al fin, me venza, y te borre de mi memoria. Entonces… No sé qué será de mí, entonces.
Se me hace tarde. Ya me tengo que ir. No puedo demorarme más. El tiempo se nos ha pasado volando. El próximo año, si Dios quiere, volveré. Volveré siempre. Siempre. Adiós.
Se acostó pronto. Apenas había cenado. Desde la cama, escuchaba el sonido de la televisión. No dormía. Y sin embargo se sentía cansado, agotado, muerto. Puso la radio pero la apagó enseguida. Le molestaba. Al poco tiempo, el sonido de la televisión se extinguió, y al instante sintió los pasos de su mujer por el pasillo. Cada vez más cerca. Entró en la habitación y encendió la lámpara de noche. Con esa luz tenue le bastaba para desnudarse. En la pared, se dibujó la sombra de su cuerpo. La curva de sus pechos, de sus hombros, de su trasero. Perfecto todo. Después, desnuda, lúbrica, se metió en la cama con sumo cuidado.
—¿Duermes?
Su voz le sonó distante, lejana, como si le llegara de otro mundo, de más allá de las estrellas. Sí, la sintió dulce, cálida, cargada de deseo. De amor. De esperanza. Y otra vez el dolor, ese dolor.
—No. Todavía no.
Entonces, ella se acercó a su cuerpo, que lo notó demasiado tibio, medio frío, y reposó la cabeza sobre su pecho. Al poco, escuchó los latidos de su corazón, y le pareció que ese corazón iba más rápido que otras veces. Demasiado deprisa para un cuerpo en reposo. Él correspondió hundiendo los dedos en su cabello, y olió su aroma. El aroma era agradable, incluso estimulante, como siempre. Poco a poco ella fue enredando sus piernas con las piernas de él. Ella tenía los muslos ardiendo. Casi quemaban. Él también notó en la cadera el roce suave y delicioso de su pubis. Ya la mano de ella, sin vacilar, segura, impúdica, resbalaba por su pecho, por su vientre, y se precipitaba en el abismo. Él sabía que debería sentir vértigo. Pero no se mareaba. No se estremecía. Ni un vahído siquiera. La cabeza completamente despejada. Lúcido. Dolorosamente lúcido.
—¿En qué piensas?
—No sé. En nada.
—¿Ya no me quieres?
—Te quiero. Claro que te quiero, y más que nunca. Te adoro. Daría mi vida por ti.
Unas lágrimas extrañas brotaron de sus ojos y rodaron apenas por sus mejillas. Pero ella no las vio. Ni las intuyó. Y se quedó triste, desolada, como si no creyera esas palabras, o esas palabras no le bastaran. Se le quedaran cortas. Insuficientes.
“¡Ay, lo que la muerte ha roto
Era un hilo entre los dos!”
(Antonio Machado)
“Confío en mantenerme en su memoria.”
(Arturo Pérez-Reverte)
Se despertó y todavía era de noche. Había dormido mal. Este día nunca dormía bien. Mantuvo los ojos abiertos, pero no quiso mirar la hora. Después de todo, no pretendía volver a dormirse, pues sabía que ya era imposible. El sueño huye cuando se le persigue. Esperaría a que fuera de día; a ver la primera luz en las rendijas de la persiana. Y lo cierto es que no tardó en aparecer. En nada, pudo observar a su mujer al lado: tapada solo hasta el pecho, el pelo revuelto sobre la almohada, la respiración tranquila. Aún dormida. A noche, pese a sus insinuaciones, no la había amado. No había podido. Y esta noche quizá tampoco pueda. En unos días no la amará. De alguna manera esto también le dolía.
Lo tenía todo preparado: la llave, las flores. Solo le quedaba la excusa. Debía de ser distinta a la de estos últimos años para no levantar ninguna sospecha. Pensó un poco y encontró una que le pareció buena. Antes de levantarse, se inclinó con cuidado hacia el rostro de su mujer y le rozó con los labios la mejilla. Estuvo tentado a besarle también la boca, pero no lo hizo. No se atrevió. Algo –lo de siempre– no le dejó. Sin duda, este era un día diferente. Un día que lo revolvía por dentro, que se lo ponía todo patas arriba, que lo trastocaba. Un día, ciertamente, extraño. Malo.
Cuando se estaba afeitando, vio en el espejo a su mujer, apoyada en el marco de la puerta del cuarto de baño. Lo estaba observando. Las piernas desnudas y fuertes. Rotundas. Las caderas poderosas. Los labios todavía llenos. Hermosa. En sus ojos había preocupación, y acaso también un punto de reproche. Le sonrió. Ella le devolvió la sonrisa, quizá un poco forzada, vaga, y se fue, en silencio, casi deslizándose, hacia la cocina, como en retirada. De nuevo, volvió a sentir ese dolor.
Mientras se vestía, escuchó el alboroto que hacían los chicos al levantarse: portazos, voces, algún insulto, quejas. Otras mañanas salía de la habitación y los reconvenía. Pero hoy no. Hoy no estaba para eso. Había acabado ya casi de vestirse, solo le quedaba calzarse y ponerse el reloj, cuando entró en la habitación su mujer envuelta en una toalla. Venía de la ducha. Olía muy bien. Es posible que mejor que otras veces. Antes de irse, la vio desnuda buscando en los cajones de la cómoda. Hacía tiempo que no se quedaba delante de él así, sin nada de ropa, como hacía al principio, cuando se casaron. Reconoció que, pese a su edad, todavía tenía un cuerpo bonito; pero no se turbó, ni siquiera lo más mínimo. Nada de nada.
Buscó los últimos zapatos que se compró y se los puso. Después, del cajón de abajo de la mesilla, donde guarda sus cosas, algunos recuerdos, donde no deja mirar a nadie, sacó otro reloj y se lo enganchó a la muñeca. Mientras lo hacía, notó en la nuca la mirada –dura y fría– de su mujer y temió una pregunta incómoda.
—¿Dónde vas tan guapo?
—A trabajar.
—¿No desayunas?
—No, ayer cené demasiado.
Después, le dio un beso rápido, casi fugaz, y se marchó. Llegaba a la habitación el sonido de sus pasos por el pasillo. El de la puerta al cerrarse. Aún ella lo sintió bajando las escaleras. Porque él nunca tomaba el ascensor, siempre bajaba y subía por las escaleras. Aprovechaba las escaleras para hacer ejercicio.
En el trastero cogió el ramo de flores. Era de rosas rojas. No podían ser de otro color. Todavía estaban frescas. Tenía razón la dependienta: llegarán en buen estado para ese día. Como siempre, había comprado las mejores, las más caras. Las más bonitas, sin duda, de toda la tienda. En este caso, para él el dinero era lo de menos.
Conducía despacio, en silencio. No había encendido la radio. Esta mañana la actualidad le daba igual. Casi nada le importaba. Su pensamiento estaba en otra parte. Mejor, en ninguna parte, porque volaba, volaba, y no se detenía en nada en concreto, como si le asustara recordar. Revivir. Cuando, por fin, se posó, un dolor de su corazón se hizo más intenso, se abrió como una flor. Sangró. Supuró. El viejo dolor. Este dolor nunca se le iría. No quería que se le fuera. Lo amaba. Él era, en parte, este dolor. Sin este dolor, no sería él, sería otro ya. Por eso, le asustaba dejar de sentir este dolor. De dolerse. Dejar de ser el de siempre.
Tomó la llave y abrió la puerta. Chirriaron los goznes. Entró. Silencio. Soledad. Algunos jirones de niebla trabados en las cruces. “¡Dios mío, que solos se quedan los muertos!” Avanzó con el ramo en su regazo. Sobre algunas tumbas ya había flores. Otras solo estaban limpias: las flores, seguramente, se pondrían hoy o mañana a primera hora. También había tumbas abandonadas, que este año tampoco nadie limpiaría ni tendrían flores. Quedarían así, desnudas, frías, solas. Abandonadas. Cuando llegó a la suya, encontró la lápida sucia. El polvo, que cubría todo el mármol, apenas dejaba ver el nombre y la fecha. Entonces, como otros años, sacó su pañuelo y lo limpió. Después, antes de dejar con cuidado las flores, sus labios, con un tímido temblor, pronunciaron el nombre, sin importarle que alguien pudiera escucharlo. También leyó en alto la fecha: treinta años habían pasado ya de todo aquello. Treinta años. Treinta años sin ella pero con ella. Treinta. De momento, hasta ahora, ni un año había fallado.
—Hola. Ya estoy aquí otra vez contigo. Me he vestido elegante. Para ti. Además, traigo este reloj, el que tú me regalaste. ¿Lo ves? Aún funciona. Está nuevo. No pega mucho con esta ropa, pero eso me importa bien poco. Es la primera vez que me lo pongo desde entonces. Me entristece vérmelo, la verdad, pero me gusta. Me parece que así te tengo más cerca, y hoy quiero estar pegado a ti, fundido contigo. Estos días quiero que solo existas tú. Tú y nada más.
¿Qué me dices de las flores? Mira qué frescas te he traído este año las rosas. Aún están húmedas: hay gotas de rocío en los pétalos y en los tallos. Como si se hubieran cortado esta misma mañana del rosal. De aquel rosal. ¿Te acuerdas? Yo todavía lo recuerdo. A veces me parece que siento el pinchado de la espina de aquella rosa que te corté aquel día. La sangre resbalando por mi dedo. Tu pañuelo de papel limpiándomela, taponando la herida. Tu mano. Tus dedos. Tus cuidados. La rosa manchada de sangre sobre la piedra de la fuente. El agua. Lo recuerdo todo. Recuerdo eso y muchas otras cosas más. Hay días que, no sé por qué, me da por recordar, por recordarte, y entonces es como si nada hubiera ocurrido. Como si mañana, o esta tarde, mismamente, volviéramos a vernos. A quedar para ir pasear por la orilla del río. De la mano. Entre los chopos. A hablar quedo, casi en susurros, sin prisa, escogiendo las palabras, los gestos, igual que hacen los enamorados. Los que se aman.
Sí, he venido también el día antes. Prefiero hoy a mañana. Mañana viene todo el mundo, viene tu familia, y no quiero que me vean contigo. No quiero alimentar rumores. No quiero dar más qué decir. Por eso, si viniera mañana, para evitar esto, y aún no sé si lo lograría, tendría que pasar de largo, sin saludarte siquiera. No podría pararme y hablarte como lo hago ahora. Contarte cosas. Nuestras cosas. Decirte, otra vez, lo que te amé, lo que te quise, y cuánto te he extrañado todo este tiempo. Lo que he sufrido. Ah, y tampoco podría traerte flores. ¡Te gustaban tanto las flores! ¡Las rosas!
Ya sé –lo sé de sobra– que, al venir aquí de esta manera, a escondidas, cuando no hay nadie, parezco un furtivo. Alguien que va a hacer una fechoría. Algo malo ¿Amar –amarte– es malo? Para venir, lo reconozco, he tenido que engañar a todos: a mi jefe le he dicho que tenía médico y que llegaría dos horas más tarde. Mi mujer no sabe nada. Mis hijos tampoco. Ni mis amigos. Nadie sabe nada. Solo lo sé yo. O eso creo. Es mi secreto. ¡Qué difícil resulta guardar los secretos! ¡Cómo pesan en el corazón! Estos días me cuesta mucho ocultar el dolor. Muchas veces, no lo puedo evitar, me pregunto cómo habría sido mi vida contigo. ¿Cómo serías ahora? ¿El paso del tiempo cuánto te habría respetado? ¿Todavía estarías guapa? ¿Me seguirías amando? ¿O ya te habrías cansado de mí? De esta manera, explorando esta posibilidad imposible, me paso muchas horas. Y eso que, después de todo, no me puedo quejar. Mi vida no ha sido mala. Ella, mi mujer, no puede ser mejor. Me quiere, y yo también la quiero. La adoro. Solo que ella no eres tú. Me pasa lo mismo que a Ulises. Te lo conté muchas veces: no pudo olvidar a Penélope. Yo tampoco logro quitarte de mi cabeza. Echarte de mí. Si bien, cada vez te recuerdo peor. Ya no te veo con la claridad con la que te veía. Y temo que un día no pueda decir cómo eras: cómo era tu pelo, tus ojos, tu boca, la curva de tus labios, tus manos, tu mirada, tu voz. Las cosas que me decías. Cómo acariciabas. Besabas. Temo que el olvido, al fin, me venza, y te borre de mi memoria. Entonces… No sé qué será de mí, entonces.
Se me hace tarde. Ya me tengo que ir. No puedo demorarme más. El tiempo se nos ha pasado volando. El próximo año, si Dios quiere, volveré. Volveré siempre. Siempre. Adiós.
Se acostó pronto. Apenas había cenado. Desde la cama, escuchaba el sonido de la televisión. No dormía. Y sin embargo se sentía cansado, agotado, muerto. Puso la radio pero la apagó enseguida. Le molestaba. Al poco tiempo, el sonido de la televisión se extinguió, y al instante sintió los pasos de su mujer por el pasillo. Cada vez más cerca. Entró en la habitación y encendió la lámpara de noche. Con esa luz tenue le bastaba para desnudarse. En la pared, se dibujó la sombra de su cuerpo. La curva de sus pechos, de sus hombros, de su trasero. Perfecto todo. Después, desnuda, lúbrica, se metió en la cama con sumo cuidado.
—¿Duermes?
Su voz le sonó distante, lejana, como si le llegara de otro mundo, de más allá de las estrellas. Sí, la sintió dulce, cálida, cargada de deseo. De amor. De esperanza. Y otra vez el dolor, ese dolor.
—No. Todavía no.
Entonces, ella se acercó a su cuerpo, que lo notó demasiado tibio, medio frío, y reposó la cabeza sobre su pecho. Al poco, escuchó los latidos de su corazón, y le pareció que ese corazón iba más rápido que otras veces. Demasiado deprisa para un cuerpo en reposo. Él correspondió hundiendo los dedos en su cabello, y olió su aroma. El aroma era agradable, incluso estimulante, como siempre. Poco a poco ella fue enredando sus piernas con las piernas de él. Ella tenía los muslos ardiendo. Casi quemaban. Él también notó en la cadera el roce suave y delicioso de su pubis. Ya la mano de ella, sin vacilar, segura, impúdica, resbalaba por su pecho, por su vientre, y se precipitaba en el abismo. Él sabía que debería sentir vértigo. Pero no se mareaba. No se estremecía. Ni un vahído siquiera. La cabeza completamente despejada. Lúcido. Dolorosamente lúcido.
—¿En qué piensas?
—No sé. En nada.
—¿Ya no me quieres?
—Te quiero. Claro que te quiero, y más que nunca. Te adoro. Daría mi vida por ti.
Unas lágrimas extrañas brotaron de sus ojos y rodaron apenas por sus mejillas. Pero ella no las vio. Ni las intuyó. Y se quedó triste, desolada, como si no creyera esas palabras, o esas palabras no le bastaran. Se le quedaran cortas. Insuficientes.