Delfín Nava Castillo
Domingo, 29 de Octubre de 2023

Juanín

En el filandón celebrado en La Asociación 'El Casino' de Santa Colomba de Somoza, el día 27 de Octubre, filandón adelantado del día de difuntos. Delfín Nava Castillo leyó este cuento de su autoría, que es bueno para pensar y para darse cuenta de que lo que hacemos es lo que somos

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1
Juanín, El Mocoso, el hijo de Esteban, el pellejero, certificaba con las bocamangas de los jerséis de lana que le tejía su madre, la Carmina, lo atinado del apodo. A la luz, rebrillaba la costra satinada de flemas resecas como los charcos con carámbano.                

Entonces, todos los niños pasábamos el invierno entero constipados, aquejados de romadizos y catarros que no espantábamos hasta bien entrada la primavera; pero, mientras los demás usábamos pañuelos que nos abultaban los bolsillos del pantalón corto, él, cuando las velas que le asomaban de las fosas nasales y que iban inflándose y desinflándose con la respiración como globos transparentes estaban a punto de estallar, prefería alzar la mano, izquierda o derecha, según tocara, y pasársela por el bigote en un gesto tan automatizado que incluso seguía prodigando en pleno verano.                                    

Juanín era uno de los dos tontos del pueblo —con el otro, Narciso, mejor no meterse, porque donde ponía el ojo, ponía la piedra—; así que le tocó en suerte el papel de blanco de todas las burlas y bromas de la chiquillería cruel de una posguerra sin entrañas necesitada de chivos expiatorios con quien pagar las culpas de los excesos sangrientos de nuestros mayores, que habían dejado esparcido por todo lo ancho y largo de la piel de toro un ambiente, una atmósfera de añicos de cristales que aún sus descendientes respirábamos. También nosotros necesitábamos el olor de la sangre fresca, como los tiburones. Era, en aquellos tiempos, una especie de forja de hombres, de ley de vida y supervivencia. El débil lo era para que los fuertes lo fuéramos.

 

2
No llegó a entender jamás que lo de capar grillos era una chanza para reírnos a su costa.               
El juego consistía en atravesar un saltamontes —cuanto más grande y gordo, mejor— con una pajita, por el vientre, colocarle los extremos de esta entre los dedos anular y corazón de ambas manos enfrentadas, y que alguno de nosotros se las golpeara repentinamente, una contra la otra, dejándole las palmas llenas de una melaza verdosa que le escurría entre las uñas enlutecidas y goteaba en el suelo.

Y él decía:

—Pero no le habéis capado, le habéis espachurrado y se ha morido.                                                     

 

Otra broma recurrente era la de las meadas.                                                                              
Cuando el maestro estaba de espaldas escribiendo en la pizarra o dormitaba la siesta en las clases de la tarde refugiado detrás de un libro abierto sobre la mesa ocultándole  el rostro —precaución inútil, puesto que las cabezadas, los repentinos espabilamientos con sobresalto incluido y algún que otro sonoro ronquido, le delataban—, el que más ganas tuviera reptaba agachado entre los pasillos de los pupitres y, al lado del suyo, el último, al fondo del aula, se desabrochaba los botones de la bragueta, se sacaba la minga y soltaba una buena, espumosa y caliente mearrada. El más próximo lanzaba la voz de alerta y, acto seguido, todos los escolares entonábamos a coro:                                                    
—Juanín se ha meado. Juanín se ha meado. Juanín se ha meado…                                                    

 

Los domingos,  Felipa, La Coja, con sus sayales negros, hacía suyo un banco de la plaza mayor, bajo las acacias. Apoyaba al lado su bastón de fresno y colocaba sobre las piernas un tablero con compartimentos llenos de las golosinas de la época: bolitas de anís de a cinco la perrina, pastillas de leche de burra, caramelos de menta, azúcar requemado, obleas, pan de higos, almendras garrapiñadas…                                                       
Uno de nosotros le daba unos céntimos y le encargaba la compra de un palo de regaliz. Detrás de él nos apiñábamos todos y, con un empujón, volaban por los aires las sabrosas mercaderías. Cada cual apañaba lo que podía y pies para qué os quiero.                        
La coja le medía en condiciones las costillas.                                                                               

 

La última broma cambió para siempre su vida… y las nuestras.                                                      
La imagen de Juanín envuelto en llamas me visita todas las noches.                              
Entretenimiento y solaz para el mocerío rural en las largas veladas del estío nocturno, aparte de los asaltos a los frutales de las huertas, eran los ensañamientos con los animales: los perros se volvían locos corriendo desaforados con media docena de latas atadas al rabo; a los murciélagos, clavadas con chinchetas sus membranas en las tablas de alguna puerta, les introducíamos un cigarrillo en la boca. Cuando los soltábamos, mareados con el humo aspirado, perdido su sentido de la orientación, se golpeaban contra las paredes hasta agonizar en el suelo, entre espasmos, con la cabeza reventada. 

 

Aquel nefasto atardecer de agosto alguien tuvo una ingeniosa idea.                                             
Luis, el hijo del herrero, había capturado un erizo.                                                                   
Enrique, el del guardagujas de la estación, se había encargado, durante toda la tarde, de ir llenando una lata de gasolina a base de sisar una poca de cada uno de los depósitos de los motores de riego distribuidos por el campo, junto a los pozos.                                                                  
El erizo nos iba a proporcionar espectáculo durante un rato, tienen la piel dura y tardaría en morir; mientras tanto, se trataba de ver quién corría más, si él ardiendo o nosotros detrás siguiendo el rastro de aquella antorcha. Procopio, el nieto del cabrero, le encomendó a Juanín la tarea de rociar al erizo.                     
Para Juanín, gasolina y agua, como líquidos, eran, más o menos, la misma cosa; así que ambos terminaron empapados de los pies a la cabeza.                                                                   
Yo acerqué una cerilla y eché a correr espantado por el fogonazo de aquella pira de llamas azuladas, de entre las que salían angustiosos chillidos y desgarradores aullidos de dolor.

El fuego, iniciado desde abajo, ascendió por las piernas de Juanín abrasándolas, llegó a sus partes y prendió en sus manos impregnadas del hidrocarburo, con las que intentaba infructuosamente apagarse y, de allí, a su cara retorcida de pánico y sufrimiento.                
Estuvo meses entre la vida y la muerte.                                                                                   
Cuando regresó al pueblo, desfigurado, cubierto todo su cuerpo de cicatrices y costurones, Juanín ya no era Juanín, ni nosotros éramos ya nosotros.

 

 

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3
Empezaron a suceder cosas extrañas.                                                                                              
Había perdido el don de la palabra, pero sus ojos se habían llenado de dardos que  taladraban cuando te miraba. No solo eso, sino que al cabo de un cierto tiempo, todo aquello en lo que depositaba la vista enfermaba. Las personas sufrían raras dolencias que el médico no sabía, con toda su ciencia, combatir; las fiebres eran tan altas que postraban a los aquejados durante semanas en un infierno del que se regresaba en un lamentable estado de extenuación y delgadez. Los animales hervían en un brotar de pústulas carbuncosas que los volvían inservibles para el trabajo. Los vegetales y las hortalizas en los que se fijara resultaban, al cabo de unas horas, mustias las hojas, ajados los frutos y resecos hasta la raíz, como asolados  por el retestero.                                                 
Las autoridades del lugar intervinieron ante Esteban, el pellejero, y la Carmina, su mujer, y a Juanín se lo llevaron los loqueros al manicomio en una ambulancia blanca un día de Navidad que nevaba como si nunca lo hubiera hecho.

 

 

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4
Pasaron los años.                                                                                                                           
En el otoño del 74 fui a visitarlo. Me reconoció. Me miró a los ojos e intentó una sonrisa que, en su rostro destrozado, más que una mueca, fue un rictus del horror, un grito de desesperación, una bocanada de amargura, el retrato de la desolación del mundo.                                                                                                                          Me dio un abrazo y, para mi sorpresa, me susurró al oído:                                                                
—Eres el primero de los amigos que viene a verme.                                                                       
Sé que me perdonó, porque me llamó amigo… y no he enfermado.                                                          
El doce de noviembre descolgaron su cuerpo de la reja de la habitación, de la que colgaba inerte. No pude asistir al entierro, pero prometo que, algún día, buscaré su tumba en el cementerio del pueblo para hacerle saber que ya no volveremos a gastarle ninguna broma.    

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