La trata de la verdad
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“El que espera desespera,
dice la voz popular.
¡Qué verdad tan verdadera!
La verdad es lo que es,
y sigue siendo verdad
aunque se piense al revés.”
(Antonio Machado)
¿Por qué, pese a mentir, mentir descaradamente, a sostener hoy una cosa y mañana la contraria, sin pudor, sin ponerse colorados, pese a esta y otras tropelías, como atentar contra la libertad, la igualdad y la justicia, contra la misma ley, algunos políticos ganan elecciones o consiguen tantos votos? La razón no es política, ni social, ni económica, sino más profunda, mucho más, es epistemológica. Es una razón que tiene que ver con el conocimiento. Con el saber. En fin, con la verdad, la razón y los hechos. Con el valor de la verdad. De la exactitud, de la evidencia.
Antes, en otro tiempo, no tan lejano, la verdad, la verdad objetiva, esa que se sustenta en el argumento racional y los hechos empíricos, tenía valor. Valía mucho. Se apreciaba. Era importante. Decisiva. Era criterio de acción. Sobre todo de acción política. En la política, como en la vida en general, decir la verdad, no engañar, respetar la palabra dada, hacer lo que se dice, lo que se promete, era importante. Importantísimo. Sobre estos valores –la verdad, la libertad, la igualdad, la justicia, la veracidad, la coherencia, la honestidad– se trataba de asentar la convivencia social.
Pues el éxito de las sociedades democráticas depende en una buena medida de la honradez de sus dirigentes políticos. De la credibilidad de sus instituciones. Por eso, la ciencia, a pesar de que sus respuestas están siempre expuestas a revisiones y no son definitivas, inspiraba confianza y se respetaba, porque, después de todo, era el mejor conocimiento disponible hasta el momento. Los científicos –los especialistas, los expertos– no lo sabían todo; claro que no, pero estaban más cerca que nadie de la verdad. Sin duda, no hacían milagros, pero resolvían los problemas. Si bien no todos, sí al menos algunos. En todo caso, muchos más que los magos, los sacerdotes o los curanderos. Sin duda, se veían como fuente de información verdadera o aproximadamente verdadera. El “atrévete a saber” de Kant, el lema de la Ilustración, de la Modernidad, todavía seguía vigente, vigoroso, y removía, azuzaba las conciencias. Despertaba el interés por conocer la verdad. Casi todo el mundo deseaba saber, estar informado, conocer cómo son y cómo suceden de verdad las cosas. No obstante, es cierto, siempre hubo quienes banalizaron estos valores y se comportaron al margen de ellos. Por eso, nunca faltaron los mentirosos, los embaucadores, los impostores y los corruptos, ni los denigradores del conocimiento científico y partidarios de los saberes alternativos, no oficiales, así como los que veían conspiraciones en todo. Sin embargo, estos eran los menos, y en ningún momento estuvieron bien vistos. Ser deshonesto, no honrado, mentiroso, ignorante, así como descreído de la ciencia, se consideraba mala cosa. Como consecuencia, por lo general, no se confiaba en personas como estas y se procuraba evitar el trato con ellas. No eran de fiar.
Pero, recientemente, sobre todo a partir del año 2016, las cosas en el campo de la relación del hombre con el conocimiento han cambiado. Ya no es lo mismo que antes. La epistemología ha experimentado cambios profundos: ha surgido un nuevo relativismo epistemológico. Es el relativismo posmoderno. El nuevo rostro del relativismo mira con suspicacia la idea misma del valor de verdad y pone en duda el concepto de realidad objetiva. La cultura –el lenguaje, las instituciones, las leyes, la ciencia, la tecnología– es entendida como un constructo social o un fenómeno político que refleja el interés de las clases dominantes y no el ideal de verdad –de progreso– del género humano. También la realidad, lo que venimos entendiendo por realidad exterior e independiente de nuestro pensamiento, es vista como una construcción social. Como algo muy difícil o imposible de encontrar. De modo que la mirada se desliza por la superficie de las cosas y no penetra en su interior. Las cosas –la realidad, el mundo– son como aparecen. No hay nada detrás, ni debajo, ni más allá, de la mera apariencia. Nada oculto. Pero, si todo es apariencia, ilusión, sueño, constructo, nadie está en condiciones de decir lo que es falso y lo que es verdadero. Con lo cual, el resultado es la corrosión de la noción de verdad. La verdad ha sido devaluada. Subvertida. Ha perdido todo su valor. Y ya no se estima. No apasiona. Por eso, tampoco se busca, se persigue, se anhela. La verdad no mueve nada. Esto explica que la verdad haya dejado de ser el principal criterio de elección en el ámbito de la conducta humana. Los hechos y el raciocinio ya no son decisivos para comportarnos de una o de otra manera. Se pierde también la confianza en la razón. Pero la crisis de la razón es la crisis de la ciencia. La voz de los expertos, de los especialistas, clama para muchos –cada vez más– en el desierto. Es solo ya una voz entre numerosas voces. Son pocos ya, apenas un puñado, los que se paran a distinguirla entre las otras voces. Más aún, se confunden las voces con los ecos.
Ante esta retirada de la verdad, su espacio es ocupado por los sentimientos. El sentimiento se va imponiendo a la razón. A la verdad. El “sé que…” se ve desplazado por el “siento que…” El sentir hace el ser: se es lo que se siente. Un relato emotivo es más efectivo, mueve más, que los hechos y los argumentos racionales. Lo emocional prevalece sobre lo verdadero. Ahora manda en nosotros el hemisferio derecho del cerebro. Estamos entrando –o, mejor, ya estamos dentro– en la era de la supremacía de los sentimientos. La emoción lo justifica todo, incluso lo insensato, o lo más disparatado. La verdad ha quedado atrás.
Y esto se transfiere a la lucha política: la verdad ya no es determinante, ni mucho menos, para votar a este o aquel partido. O a este o aquel candidato. En el ámbito político, la verdad también declina, decae, pierde valor. Es un valor que apenas ya se cotiza. Un valor devaluado. Sin embargo, este nuevo tiempo no se caracteriza por que los políticos mientan, pues siempre, más o menos, de alguna manera han mentido, sino porque a la masa de votantes les resulta indiferente que los políticos mientan. Ay, la indiferencia, la pasividad, ante la falsedad y la mentira, son el mayor obstáculo con el que se encuentran los que dicen la verdad. El votante, como la verdad ya le da casi igual, apenas atiende a los hechos y a los argumentos racionales. A las evidencias. Lo terrible de todo esto, lo trágico, es que lo que ha hecho que a los votantes les resulte irrelevante la verdad no ha sido el esfuerzo denodado de nadie, de ningún dictador, de ningún Gran Hermano, como antes, sino un mecanismo mental que los propios votantes, no se sabe cómo, o sí, han ido adquiriendo. En fin, nosotros mismos, como seres libres que somos, hemos decidido libremente vivir en un mundo así. Un mundo de sueño, donde la verdad no cuenta, donde vivimos narcotizados, dormidos todo el día, ajenos a la realidad. Indiferentes, pasivos. Un mundo como este habría sido el sueño húmedo de cuantos totalitarismos ha habido.
Por eso, a algunos políticos, que saben esto, que saben que la mentira, la contradicción, apenas pasa ya factura electoral, no les preocupa demasiado mentir, tener que decir y hacer lo contrario de lo que dijeron –sostuvieron, prometieron– hace un mes, o una semana, o incluso ayer mismo, ayer mismo, y como no les preocupa, mienten, engañan, falsifican, tergiversan, recurren al eufemismo, a lo que sea, qué más da. Mienten mucho. Mienten todo el rato y desvergonzadamente. Ni siquiera se molestan demasiado en disimular. Cuando se les acusa de mentir, se defienden, con una desfachatez indignante, argumentando que no mienten, sino que simplemente cambian de opinión. “Eso era antes, ahora es distinto, estamos en otra pantalla, las circunstancias no son las mismas, son otras”, responden, sin que les tiemble la voz, sin nada de rubor en la cara, medio sonriendo, burlándose acaso, con cinismo. La hemeroteca, que antaño podía ser demoledora para el político, hoy apenas logra rozarlo, arañarlo siquiera. Son hechos, es la lógica, se les objeta. ¿Y qué? Los hechos y la razón, como los principios y las leyes, se han vuelto gelatinosos, más aún, líquidos, y se pueden acomodar a cualquier sentimiento o a cualquier creencia personal. Al cualquier dogma. O a lo que en cada momento convenga. “No hay hechos, solo hay interpretaciones,” ya había dicho Nietzsche, abriendo así una puerta a la Posmodernidad. Los hechos han dejado ya de ser sagrados. Incontestables. No importa cuáles son los hechos porque los hechos no cuentan en absoluto. Lo importante es la percepción: lo que se quiere que sea verdad, no lo que es verdad. Con lo cual, no se trata de buscar la verdad, las revelaciones exactas, para inferir de ellas nuestras opiniones, sino de buscar la información, verdadera o no, que confirme lo que creemos. De buscar los hechos que mejor se acomoden a nuestras convicciones ideológicas. En este proceso, se desprecian, vilmente, las evidencias, y se ignoran aquellos hechos o razones que se contraponen a eso de lo que estamos convencidos. Lo peor es que se hace todo con una impunidad epistémica que a cualquier intelectual, en otra época, le habría dejado pasmado, sin palabras, ‘ojiplático’. Sin embargo, hoy nadie, por mucha educación superior que tenga, por muy intelectual que sea, es inmune a este pensamiento irracional y mágico. Esto prueba el poder que tienen las ideas. Por ello, como les advertía el poeta alemán Heine a los franceses en el siglo XIX, este poder no se ha de subestimar, pues “los conceptos filosóficos cultivados en la quietud del despacho de un catedrático podrían destruir una civilización.” Nuestra civilización, quizá.
Y lo cierto es que estas ideas están menoscabando la misma democracia y abriendo las puertas y las ventanas, todo de par en par, al totalitarismo A un nuevo tipo de totalitarismo. Pero totalitarismo. Un totalitarismo tal vez mucho peor que cuantos hemos conocido. Entonces, qué será de nuestra cultura, de nuestra civilización, de nosotros.
“El que espera desespera,
dice la voz popular.
¡Qué verdad tan verdadera!
La verdad es lo que es,
y sigue siendo verdad
aunque se piense al revés.”
(Antonio Machado)
¿Por qué, pese a mentir, mentir descaradamente, a sostener hoy una cosa y mañana la contraria, sin pudor, sin ponerse colorados, pese a esta y otras tropelías, como atentar contra la libertad, la igualdad y la justicia, contra la misma ley, algunos políticos ganan elecciones o consiguen tantos votos? La razón no es política, ni social, ni económica, sino más profunda, mucho más, es epistemológica. Es una razón que tiene que ver con el conocimiento. Con el saber. En fin, con la verdad, la razón y los hechos. Con el valor de la verdad. De la exactitud, de la evidencia.
Antes, en otro tiempo, no tan lejano, la verdad, la verdad objetiva, esa que se sustenta en el argumento racional y los hechos empíricos, tenía valor. Valía mucho. Se apreciaba. Era importante. Decisiva. Era criterio de acción. Sobre todo de acción política. En la política, como en la vida en general, decir la verdad, no engañar, respetar la palabra dada, hacer lo que se dice, lo que se promete, era importante. Importantísimo. Sobre estos valores –la verdad, la libertad, la igualdad, la justicia, la veracidad, la coherencia, la honestidad– se trataba de asentar la convivencia social.
Pues el éxito de las sociedades democráticas depende en una buena medida de la honradez de sus dirigentes políticos. De la credibilidad de sus instituciones. Por eso, la ciencia, a pesar de que sus respuestas están siempre expuestas a revisiones y no son definitivas, inspiraba confianza y se respetaba, porque, después de todo, era el mejor conocimiento disponible hasta el momento. Los científicos –los especialistas, los expertos– no lo sabían todo; claro que no, pero estaban más cerca que nadie de la verdad. Sin duda, no hacían milagros, pero resolvían los problemas. Si bien no todos, sí al menos algunos. En todo caso, muchos más que los magos, los sacerdotes o los curanderos. Sin duda, se veían como fuente de información verdadera o aproximadamente verdadera. El “atrévete a saber” de Kant, el lema de la Ilustración, de la Modernidad, todavía seguía vigente, vigoroso, y removía, azuzaba las conciencias. Despertaba el interés por conocer la verdad. Casi todo el mundo deseaba saber, estar informado, conocer cómo son y cómo suceden de verdad las cosas. No obstante, es cierto, siempre hubo quienes banalizaron estos valores y se comportaron al margen de ellos. Por eso, nunca faltaron los mentirosos, los embaucadores, los impostores y los corruptos, ni los denigradores del conocimiento científico y partidarios de los saberes alternativos, no oficiales, así como los que veían conspiraciones en todo. Sin embargo, estos eran los menos, y en ningún momento estuvieron bien vistos. Ser deshonesto, no honrado, mentiroso, ignorante, así como descreído de la ciencia, se consideraba mala cosa. Como consecuencia, por lo general, no se confiaba en personas como estas y se procuraba evitar el trato con ellas. No eran de fiar.
Pero, recientemente, sobre todo a partir del año 2016, las cosas en el campo de la relación del hombre con el conocimiento han cambiado. Ya no es lo mismo que antes. La epistemología ha experimentado cambios profundos: ha surgido un nuevo relativismo epistemológico. Es el relativismo posmoderno. El nuevo rostro del relativismo mira con suspicacia la idea misma del valor de verdad y pone en duda el concepto de realidad objetiva. La cultura –el lenguaje, las instituciones, las leyes, la ciencia, la tecnología– es entendida como un constructo social o un fenómeno político que refleja el interés de las clases dominantes y no el ideal de verdad –de progreso– del género humano. También la realidad, lo que venimos entendiendo por realidad exterior e independiente de nuestro pensamiento, es vista como una construcción social. Como algo muy difícil o imposible de encontrar. De modo que la mirada se desliza por la superficie de las cosas y no penetra en su interior. Las cosas –la realidad, el mundo– son como aparecen. No hay nada detrás, ni debajo, ni más allá, de la mera apariencia. Nada oculto. Pero, si todo es apariencia, ilusión, sueño, constructo, nadie está en condiciones de decir lo que es falso y lo que es verdadero. Con lo cual, el resultado es la corrosión de la noción de verdad. La verdad ha sido devaluada. Subvertida. Ha perdido todo su valor. Y ya no se estima. No apasiona. Por eso, tampoco se busca, se persigue, se anhela. La verdad no mueve nada. Esto explica que la verdad haya dejado de ser el principal criterio de elección en el ámbito de la conducta humana. Los hechos y el raciocinio ya no son decisivos para comportarnos de una o de otra manera. Se pierde también la confianza en la razón. Pero la crisis de la razón es la crisis de la ciencia. La voz de los expertos, de los especialistas, clama para muchos –cada vez más– en el desierto. Es solo ya una voz entre numerosas voces. Son pocos ya, apenas un puñado, los que se paran a distinguirla entre las otras voces. Más aún, se confunden las voces con los ecos.
Ante esta retirada de la verdad, su espacio es ocupado por los sentimientos. El sentimiento se va imponiendo a la razón. A la verdad. El “sé que…” se ve desplazado por el “siento que…” El sentir hace el ser: se es lo que se siente. Un relato emotivo es más efectivo, mueve más, que los hechos y los argumentos racionales. Lo emocional prevalece sobre lo verdadero. Ahora manda en nosotros el hemisferio derecho del cerebro. Estamos entrando –o, mejor, ya estamos dentro– en la era de la supremacía de los sentimientos. La emoción lo justifica todo, incluso lo insensato, o lo más disparatado. La verdad ha quedado atrás.
Y esto se transfiere a la lucha política: la verdad ya no es determinante, ni mucho menos, para votar a este o aquel partido. O a este o aquel candidato. En el ámbito político, la verdad también declina, decae, pierde valor. Es un valor que apenas ya se cotiza. Un valor devaluado. Sin embargo, este nuevo tiempo no se caracteriza por que los políticos mientan, pues siempre, más o menos, de alguna manera han mentido, sino porque a la masa de votantes les resulta indiferente que los políticos mientan. Ay, la indiferencia, la pasividad, ante la falsedad y la mentira, son el mayor obstáculo con el que se encuentran los que dicen la verdad. El votante, como la verdad ya le da casi igual, apenas atiende a los hechos y a los argumentos racionales. A las evidencias. Lo terrible de todo esto, lo trágico, es que lo que ha hecho que a los votantes les resulte irrelevante la verdad no ha sido el esfuerzo denodado de nadie, de ningún dictador, de ningún Gran Hermano, como antes, sino un mecanismo mental que los propios votantes, no se sabe cómo, o sí, han ido adquiriendo. En fin, nosotros mismos, como seres libres que somos, hemos decidido libremente vivir en un mundo así. Un mundo de sueño, donde la verdad no cuenta, donde vivimos narcotizados, dormidos todo el día, ajenos a la realidad. Indiferentes, pasivos. Un mundo como este habría sido el sueño húmedo de cuantos totalitarismos ha habido.
Por eso, a algunos políticos, que saben esto, que saben que la mentira, la contradicción, apenas pasa ya factura electoral, no les preocupa demasiado mentir, tener que decir y hacer lo contrario de lo que dijeron –sostuvieron, prometieron– hace un mes, o una semana, o incluso ayer mismo, ayer mismo, y como no les preocupa, mienten, engañan, falsifican, tergiversan, recurren al eufemismo, a lo que sea, qué más da. Mienten mucho. Mienten todo el rato y desvergonzadamente. Ni siquiera se molestan demasiado en disimular. Cuando se les acusa de mentir, se defienden, con una desfachatez indignante, argumentando que no mienten, sino que simplemente cambian de opinión. “Eso era antes, ahora es distinto, estamos en otra pantalla, las circunstancias no son las mismas, son otras”, responden, sin que les tiemble la voz, sin nada de rubor en la cara, medio sonriendo, burlándose acaso, con cinismo. La hemeroteca, que antaño podía ser demoledora para el político, hoy apenas logra rozarlo, arañarlo siquiera. Son hechos, es la lógica, se les objeta. ¿Y qué? Los hechos y la razón, como los principios y las leyes, se han vuelto gelatinosos, más aún, líquidos, y se pueden acomodar a cualquier sentimiento o a cualquier creencia personal. Al cualquier dogma. O a lo que en cada momento convenga. “No hay hechos, solo hay interpretaciones,” ya había dicho Nietzsche, abriendo así una puerta a la Posmodernidad. Los hechos han dejado ya de ser sagrados. Incontestables. No importa cuáles son los hechos porque los hechos no cuentan en absoluto. Lo importante es la percepción: lo que se quiere que sea verdad, no lo que es verdad. Con lo cual, no se trata de buscar la verdad, las revelaciones exactas, para inferir de ellas nuestras opiniones, sino de buscar la información, verdadera o no, que confirme lo que creemos. De buscar los hechos que mejor se acomoden a nuestras convicciones ideológicas. En este proceso, se desprecian, vilmente, las evidencias, y se ignoran aquellos hechos o razones que se contraponen a eso de lo que estamos convencidos. Lo peor es que se hace todo con una impunidad epistémica que a cualquier intelectual, en otra época, le habría dejado pasmado, sin palabras, ‘ojiplático’. Sin embargo, hoy nadie, por mucha educación superior que tenga, por muy intelectual que sea, es inmune a este pensamiento irracional y mágico. Esto prueba el poder que tienen las ideas. Por ello, como les advertía el poeta alemán Heine a los franceses en el siglo XIX, este poder no se ha de subestimar, pues “los conceptos filosóficos cultivados en la quietud del despacho de un catedrático podrían destruir una civilización.” Nuestra civilización, quizá.
Y lo cierto es que estas ideas están menoscabando la misma democracia y abriendo las puertas y las ventanas, todo de par en par, al totalitarismo A un nuevo tipo de totalitarismo. Pero totalitarismo. Un totalitarismo tal vez mucho peor que cuantos hemos conocido. Entonces, qué será de nuestra cultura, de nuestra civilización, de nosotros.