OPINIÓN / Sobre la rentabilidad de la cultura
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Al hilo de la triste polémica que ha surgido estos días en relación con los museos municipales astorganos y sólo por mi condición de trabajador en una institución de este tipo, me atrevo a expresar por escrito lo que tantas veces he dicho de palabra. Lo hago por aquello que explica tan bien José Antonio Marina, de que el derecho a expresar una opinión es lo respetable, aunque la opinión que se emita no tenga por qué serlo.
El tema que me lleva a ello es el de la rentabilidad de la cultura, un asunto al que, por grosero o de mal gusto, no deberíamos ni tan siquiera dedicarle un instante. Es muy triste, y reitero el adjetivo, que haya que estar reiterando constantemente, que la mayor parte de las cuestiones que nos convierten en seres civilizados, tal vez lo mejor de lo que somos y hemos sido, de aquello que sirve para dignificar al género humano, no es posible medirlo al peso. El materialismo galopante de esta sociedad en la que vivimos implica que las cuestiones del espíritu se midan a granel, con beneficios contantes y sonantes, con tantos por ciento, de absoluta inmediatez, porque si no se van al garete, estorban y hay que eliminarlos para hacer caja, aunque el destino de los beneficios se quede en una nebulosa.
Se hace tanta demagogia con este asunto que da verdadera pereza, estar teniendo que recordar permanentemente que “no sólo de pan vive el hombre”, aunque nuestros dirigentes nos manipulen de una manera obscena y el mensaje termine calando como una gota malaya. Pero ¿de qué rentabilidad estamos hablando? Porque es innegable que una escuela no lo es, en términos monetarios inmediatos y es que, no sé si quienes hablan de este asunto son conscientes, de que un Museo se dispone en un idéntico plano. Un Museo es un depósito de la memoria, no es un programa de televisión, que se cae si no tiene audiencia y el asunto es que en este mundo opaco en el que se arrinconan las humanidades, necesitamos el recuerdo y la reflexión, que nos hace falta conocer nuestra historia, valorarla y, sobre todo, cuando ha sido negativa, no repetirla.
Me ha llamado la atención que, en estos días, se haya hablado del elitismo de los museos, de que se hayan mezclado churras con merinas, de que se haya descubierto el Mediterráneo con los talleres infantiles que se hacen en todos los museos del mundo desde hace décadas, eso sí, ligados con su colección y dentro de una programación coherente; que se hayan manipulado las iniciativas privadas para esgrimirlas como argumento sólo para justificar lo injustificable. No es ninguna novedad que los museos no son el desván de la abuela, espacios que se inauguran y se dejan a su suerte y necesitan estar llevando a cabo actividades, porque su función no se acaba con la exposición permanente.
Ahora bien, he trabajado durante 28 años en uno de los museos más maravillosos de España y posiblemente me quede corto en el halago. Resulta que ese lugar, con casi ochenta trabajadores y una enorme superficie, lo visitan en torno a cien mil personas al año. No es necesario decir que, con las exenciones de las entradas y las gratuidades, el Museo no sólo no es rentable, sino que es deficitario. Pero ¿existen los museos que funcionan como un negocio? No cabe duda que emplear sus espacios para hacer estadios de fútbol o similares, sería infinitamente más rentable. Al respecto escuchamos verdades de Perogrullo, que hablan de mejorar la gestión ¿hay alguien que no esté de acuerdo con eso? Mejórese, optimícese todo lo que se pueda, pero siempre desde el respeto y el conocimiento y nunca desde ópticas destructivas que nos hacen más pequeños.
Pensando en esas distopías cinematográficas que, ahora están tan de moda, no querría imaginarme el erial adocenado que sería hoy Astorga sin su patrimonio cultural y sin sus museos, pero también si su cultura inmaterial, porque hay muchos negocios que giran en torno a ello y a lo mejor esas mediciones de rentabilidad, que tanto nos obsesionan hay que hacerlas con otros parámetros, con visión de futuro, a más largo alcance y con amplitud de miras.
Hace años, un catedrático de Historia de América de la Universidad de Valladolid, me contaba que en un barrio marginal de Quito se había topado con una chabola llena de flores alrededor y al preguntarle a su dueño, para qué le servían, éste le había respondido muy airado: “¿Para qué sirven los ángeles?” Hay muchas cosas, que no se miden con una regla, ni con una balanza, pero sirven, vaya que sí sirven ¡Que tengan cuidado los poetas!
Al hilo de la triste polémica que ha surgido estos días en relación con los museos municipales astorganos y sólo por mi condición de trabajador en una institución de este tipo, me atrevo a expresar por escrito lo que tantas veces he dicho de palabra. Lo hago por aquello que explica tan bien José Antonio Marina, de que el derecho a expresar una opinión es lo respetable, aunque la opinión que se emita no tenga por qué serlo.
El tema que me lleva a ello es el de la rentabilidad de la cultura, un asunto al que, por grosero o de mal gusto, no deberíamos ni tan siquiera dedicarle un instante. Es muy triste, y reitero el adjetivo, que haya que estar reiterando constantemente, que la mayor parte de las cuestiones que nos convierten en seres civilizados, tal vez lo mejor de lo que somos y hemos sido, de aquello que sirve para dignificar al género humano, no es posible medirlo al peso. El materialismo galopante de esta sociedad en la que vivimos implica que las cuestiones del espíritu se midan a granel, con beneficios contantes y sonantes, con tantos por ciento, de absoluta inmediatez, porque si no se van al garete, estorban y hay que eliminarlos para hacer caja, aunque el destino de los beneficios se quede en una nebulosa.
Se hace tanta demagogia con este asunto que da verdadera pereza, estar teniendo que recordar permanentemente que “no sólo de pan vive el hombre”, aunque nuestros dirigentes nos manipulen de una manera obscena y el mensaje termine calando como una gota malaya. Pero ¿de qué rentabilidad estamos hablando? Porque es innegable que una escuela no lo es, en términos monetarios inmediatos y es que, no sé si quienes hablan de este asunto son conscientes, de que un Museo se dispone en un idéntico plano. Un Museo es un depósito de la memoria, no es un programa de televisión, que se cae si no tiene audiencia y el asunto es que en este mundo opaco en el que se arrinconan las humanidades, necesitamos el recuerdo y la reflexión, que nos hace falta conocer nuestra historia, valorarla y, sobre todo, cuando ha sido negativa, no repetirla.
Me ha llamado la atención que, en estos días, se haya hablado del elitismo de los museos, de que se hayan mezclado churras con merinas, de que se haya descubierto el Mediterráneo con los talleres infantiles que se hacen en todos los museos del mundo desde hace décadas, eso sí, ligados con su colección y dentro de una programación coherente; que se hayan manipulado las iniciativas privadas para esgrimirlas como argumento sólo para justificar lo injustificable. No es ninguna novedad que los museos no son el desván de la abuela, espacios que se inauguran y se dejan a su suerte y necesitan estar llevando a cabo actividades, porque su función no se acaba con la exposición permanente.
Ahora bien, he trabajado durante 28 años en uno de los museos más maravillosos de España y posiblemente me quede corto en el halago. Resulta que ese lugar, con casi ochenta trabajadores y una enorme superficie, lo visitan en torno a cien mil personas al año. No es necesario decir que, con las exenciones de las entradas y las gratuidades, el Museo no sólo no es rentable, sino que es deficitario. Pero ¿existen los museos que funcionan como un negocio? No cabe duda que emplear sus espacios para hacer estadios de fútbol o similares, sería infinitamente más rentable. Al respecto escuchamos verdades de Perogrullo, que hablan de mejorar la gestión ¿hay alguien que no esté de acuerdo con eso? Mejórese, optimícese todo lo que se pueda, pero siempre desde el respeto y el conocimiento y nunca desde ópticas destructivas que nos hacen más pequeños.
Pensando en esas distopías cinematográficas que, ahora están tan de moda, no querría imaginarme el erial adocenado que sería hoy Astorga sin su patrimonio cultural y sin sus museos, pero también si su cultura inmaterial, porque hay muchos negocios que giran en torno a ello y a lo mejor esas mediciones de rentabilidad, que tanto nos obsesionan hay que hacerlas con otros parámetros, con visión de futuro, a más largo alcance y con amplitud de miras.
Hace años, un catedrático de Historia de América de la Universidad de Valladolid, me contaba que en un barrio marginal de Quito se había topado con una chabola llena de flores alrededor y al preguntarle a su dueño, para qué le servían, éste le había respondido muy airado: “¿Para qué sirven los ángeles?” Hay muchas cosas, que no se miden con una regla, ni con una balanza, pero sirven, vaya que sí sirven ¡Que tengan cuidado los poetas!