Luis Mateo
![[Img #66266]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2023/7557_1-saeta-dsc_7973-copia.jpg)
En medio de tanta mezquindad moral como nos abruma, a todos los niveles, en la vida política de España, una venturosa noticia nos reconcilia con nosotros mismos como españoles: la concesión del premio Cervantes a Luis Mateo Díez. Y con toda justicia, habría que añadir, pues que los premios no siempre se dan a los mejores. Ha ocurrido y sigue ocurriendo con el de mayor prestigio mundial, el Nobel, en cuya lista de premiados figuran ilustres mediocridades, hoy perfectamente olvidadas, mientras que brillan por su ausencia genios como Jorge Luis Borges o el todavía vivo, aunque de milagro, Salman Rushdie, ‘castigados’ ambos por distintos motivos, bien que políticos en ambos casos.
Algo parecido podría decirse del premio Cervantes, cuyos jurados vienen olvidando sistemáticamente, por ejemplo, a los autores de teatro, con la sola excepción de Antonio Buero Vallejo. El dramaturgo argentino Carlos Gorostiza murió sin ese reconocimiento que merecía con creces. Lo mismo que Francisco Nieva, un consumado artista de la prosa dramática. De nuestro dramaturgo más internacional, Fernando Arrabal, nadie quiere acordarse, si no es para ridiculizarlo recordando alguno de sus numeritos televisivos. “De vivir hoy el propio Cervantes, el premio de su nombre se lo darían a Avellaneda”, dijo con sorna en una ocasión.
No es este el caso de Luis Mateo. En su viaje infinito por el Parnaso, don Miguel seguro que se siente orgulloso de este discípulo suyo del siglo XXI que tanto provecho ha sacado de sus lecciones: la principal de ellas, dar al mundo novelas felices y bien armadas. Una novela es un artefacto complejo, una suma de equilibrios entre los distintos materiales que entran en juego. En primer lugar, una novela debe desenvolver una fábula atrayente capaz de atrapar al lector desde su página primera a la última, sin darse apenas a desmayos que le hagan desistir de seguir leyendo. En segundo lugar, la fábula debe presentarse en “fermosa cobertura”, como se decía en la Edad Media, un entramado que ayude a los lectores a no perderse y ver la claridad, aunque la materia sea a las veces oscura. Y, en tercer lugar, la novela debe encauzarse mediante un modo de escritura que enamore al lector, que lo enamore “de oídas”, con su música callada.
La mayoría de los novelistas cumplen alguno de estos tres requisitos, pero raras veces los tres. Los hay duchos en contar historias que nos mantienen en vilo sin levantarnos del sillón. Los hay que, despreocupados de la intriga, se entretienen en alzar sobre el texto arquitecturas extravagantes muy del gusto de los lectores más vanguardistas. Y los hay también consumados estilistas, que se regodean demasiado en la palabra, en esa prosa que Juan Marsé calificaba de “sonajera”. Como, al contrario, los hay que, solo atentos a lo que se cuenta o lo que se dice, escriben de un modo aséptico, una “prosa administrativa”, en graciosa expresión de Caballero Bonald.
Es un misterio, tal el de la Santísima Trinidad, saber conjugar las tres cualidades. Y ese misterio es el que se realiza en la obra toda de Luis Mateo, desde su primera novela extensa, Las estaciones provinciales, hasta la última por el momento, Mis delitos como animal de compañía. En medio de ambas una ingente producción en todas sus formas: novelas largas y cortas, cuentos y microrrelatos, inspirados unas y otros por esa ancestral cultura de la oralidad, de la que se reclama nuestro escritor, y que hoy está ya extinguida.
El lector celebra así la variedad de registros narrativos que despliega el creador. Es marca de la casa, sostenida a través del tiempo, como lo prueban sus dos chefs d’œuvre, La fuente de la edad (1986) y La ruina del cielo (2011). Aunque ambas novelas, que en su momento merecieron el doble galardón del premio nacional de Narrativa y de la Crítica, llevan el sello inconfundible de un estilo único, son también notorias sus diferencias. Del León absurdo, brillante y hambriento, donde suceden las donosas aventuras de los cofrades a la búsqueda de su imposible Eldorado, el escritor nos traslada en La ruina del cielo a la mítica geografía de Celama, lugar árido y desolado por donde transitan las sombras de los muertos, y que con tanta pericia supo trasladar a la escena el recordado Fernando Urdiales al frente de Teatro Corsario. Además, en La fuente Luis Mateo proyectaba sobre sus personajes la mirada valleinclanesca desde el aire que le es tan cara; mirada que en La ruina se tornaba humana y compasiva. Si las primeras novelas de Luis Mateo se amparaban bajo el realismo grotesco, de tanta solera en nuestra literatura (de Quevedo a Valle-Inclán y Cela), otras posteriores, que tienen su cumbre en La ruina del cielo exploran facetas ignotas del imaginario, un mundo de sombras y fantasmas. El humor esperpéntico se torna surrealista, o se conjugan de un modo que nos evoca al Buñuel realista y surrealista a un tiempo, como el mismo escritor reconocía en un simposio celebrado en las universidades de Ámsterdam y Groninga al que tuve el privilegio de invitarlo.
En aquella ocasión, hace treinta y tres años, Luis Mateo refería sus deudas con Cervantes, el nombre al que ya de por siempre irá venturosamente unido el suyo: «Casi sería inconsecuente que un novelista español, que se confiesa deudor de la tradición literaria a la que pertenece, no recurriera en seguida a citar esa fuente primordial que es el Quijote, que es Cervantes, para ratificar que la mayoría de los espejos donde aprendió a contemplar un universo imaginario, se encuentran en las laberínticas páginas de esa suerte de Libro de libros donde se cuenta la historia de una locura que es, entre otras cosas, un largo viaje entre la inocencia, la lucidez y la muerte».
![[Img #66266]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2023/7557_1-saeta-dsc_7973-copia.jpg)
En medio de tanta mezquindad moral como nos abruma, a todos los niveles, en la vida política de España, una venturosa noticia nos reconcilia con nosotros mismos como españoles: la concesión del premio Cervantes a Luis Mateo Díez. Y con toda justicia, habría que añadir, pues que los premios no siempre se dan a los mejores. Ha ocurrido y sigue ocurriendo con el de mayor prestigio mundial, el Nobel, en cuya lista de premiados figuran ilustres mediocridades, hoy perfectamente olvidadas, mientras que brillan por su ausencia genios como Jorge Luis Borges o el todavía vivo, aunque de milagro, Salman Rushdie, ‘castigados’ ambos por distintos motivos, bien que políticos en ambos casos.
Algo parecido podría decirse del premio Cervantes, cuyos jurados vienen olvidando sistemáticamente, por ejemplo, a los autores de teatro, con la sola excepción de Antonio Buero Vallejo. El dramaturgo argentino Carlos Gorostiza murió sin ese reconocimiento que merecía con creces. Lo mismo que Francisco Nieva, un consumado artista de la prosa dramática. De nuestro dramaturgo más internacional, Fernando Arrabal, nadie quiere acordarse, si no es para ridiculizarlo recordando alguno de sus numeritos televisivos. “De vivir hoy el propio Cervantes, el premio de su nombre se lo darían a Avellaneda”, dijo con sorna en una ocasión.
No es este el caso de Luis Mateo. En su viaje infinito por el Parnaso, don Miguel seguro que se siente orgulloso de este discípulo suyo del siglo XXI que tanto provecho ha sacado de sus lecciones: la principal de ellas, dar al mundo novelas felices y bien armadas. Una novela es un artefacto complejo, una suma de equilibrios entre los distintos materiales que entran en juego. En primer lugar, una novela debe desenvolver una fábula atrayente capaz de atrapar al lector desde su página primera a la última, sin darse apenas a desmayos que le hagan desistir de seguir leyendo. En segundo lugar, la fábula debe presentarse en “fermosa cobertura”, como se decía en la Edad Media, un entramado que ayude a los lectores a no perderse y ver la claridad, aunque la materia sea a las veces oscura. Y, en tercer lugar, la novela debe encauzarse mediante un modo de escritura que enamore al lector, que lo enamore “de oídas”, con su música callada.
La mayoría de los novelistas cumplen alguno de estos tres requisitos, pero raras veces los tres. Los hay duchos en contar historias que nos mantienen en vilo sin levantarnos del sillón. Los hay que, despreocupados de la intriga, se entretienen en alzar sobre el texto arquitecturas extravagantes muy del gusto de los lectores más vanguardistas. Y los hay también consumados estilistas, que se regodean demasiado en la palabra, en esa prosa que Juan Marsé calificaba de “sonajera”. Como, al contrario, los hay que, solo atentos a lo que se cuenta o lo que se dice, escriben de un modo aséptico, una “prosa administrativa”, en graciosa expresión de Caballero Bonald.
Es un misterio, tal el de la Santísima Trinidad, saber conjugar las tres cualidades. Y ese misterio es el que se realiza en la obra toda de Luis Mateo, desde su primera novela extensa, Las estaciones provinciales, hasta la última por el momento, Mis delitos como animal de compañía. En medio de ambas una ingente producción en todas sus formas: novelas largas y cortas, cuentos y microrrelatos, inspirados unas y otros por esa ancestral cultura de la oralidad, de la que se reclama nuestro escritor, y que hoy está ya extinguida.
El lector celebra así la variedad de registros narrativos que despliega el creador. Es marca de la casa, sostenida a través del tiempo, como lo prueban sus dos chefs d’œuvre, La fuente de la edad (1986) y La ruina del cielo (2011). Aunque ambas novelas, que en su momento merecieron el doble galardón del premio nacional de Narrativa y de la Crítica, llevan el sello inconfundible de un estilo único, son también notorias sus diferencias. Del León absurdo, brillante y hambriento, donde suceden las donosas aventuras de los cofrades a la búsqueda de su imposible Eldorado, el escritor nos traslada en La ruina del cielo a la mítica geografía de Celama, lugar árido y desolado por donde transitan las sombras de los muertos, y que con tanta pericia supo trasladar a la escena el recordado Fernando Urdiales al frente de Teatro Corsario. Además, en La fuente Luis Mateo proyectaba sobre sus personajes la mirada valleinclanesca desde el aire que le es tan cara; mirada que en La ruina se tornaba humana y compasiva. Si las primeras novelas de Luis Mateo se amparaban bajo el realismo grotesco, de tanta solera en nuestra literatura (de Quevedo a Valle-Inclán y Cela), otras posteriores, que tienen su cumbre en La ruina del cielo exploran facetas ignotas del imaginario, un mundo de sombras y fantasmas. El humor esperpéntico se torna surrealista, o se conjugan de un modo que nos evoca al Buñuel realista y surrealista a un tiempo, como el mismo escritor reconocía en un simposio celebrado en las universidades de Ámsterdam y Groninga al que tuve el privilegio de invitarlo.
En aquella ocasión, hace treinta y tres años, Luis Mateo refería sus deudas con Cervantes, el nombre al que ya de por siempre irá venturosamente unido el suyo: «Casi sería inconsecuente que un novelista español, que se confiesa deudor de la tradición literaria a la que pertenece, no recurriera en seguida a citar esa fuente primordial que es el Quijote, que es Cervantes, para ratificar que la mayoría de los espejos donde aprendió a contemplar un universo imaginario, se encuentran en las laberínticas páginas de esa suerte de Libro de libros donde se cuenta la historia de una locura que es, entre otras cosas, un largo viaje entre la inocencia, la lucidez y la muerte».






