José A. Fernández Bartolomé: 'Un señor raro en una moto rara'
![[Img #66285]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2023/2602_1-coleccionista-coches-1-copia.jpg)
Un comienzo por el final. Es la última frase anotada en la entrevista con José Antonio Fernández Bartolomé, coleccionista de vehículos clásicos, tanto coches como motos. Me lo contaba con sorna, cuando ya cerrados bolígrafo y grabadora, aludió a una anécdota de Antonio Martínez, el inolvidable jamonero. Informaba al destinatario de la presencia de un forastero en Astorga, que preguntó por él textualmente con la frase del titular. Antonio enseguida me localizó por esas señas, lo explica con orgullo.
José Antonio no resultó un arquetipo de la rareza en nuestra charla, ni mucho menos. Si hay que buscar extravagancias habrá que hacerlo en el motivo de su colección de coches y motocicletas antiguas, algunos y algunas, no tanto. El periodista relator conoció esas piezas, las vio circular por las calles, y hasta se montó como pasajero. El calificativo antiguo resulta una perdigonada contra la coquetería del que escribe.
La afición de José Antonio no da para un museo del automóvil. Pocas piezas. De un valor testimonial más que económico. Él mismo ayuda a explicarlo: “hice formación profesional de automoción y nunca ejercí. Lo tengo como hobby. Si hubiera trabajado en ello no le tendría tato cariño”.
Ahí está la palabra clave, cariño. Nuestro hombre ha querido ver en los coches y en las motos que vio y condujo el acta vital de una época que se tiene que suponer feliz en su persona, porque el ahínco que nos ha expresado en el relato apunta directo en esa dirección.
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![[Img #66286]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2023/5096_3-coleccionista-coches-3-copia.jpg)
SANITARIO DEL AUTOMÓVIL
Fernández Bartolomé es un sanitario del automóvil. La mayoría de sus adquisiciones procedían de desguaces o de propiedades olvidadas de sus anteriores dueños. Me explica que estas piezas llegan en estado lamentable y él las va arreglando con recambios originales, cuando puede, a través de contactos con clubes automovilísticos. En muchas ocasiones es imposible, y él mismo, con sus manos, y la formación recibida en su juventud, intenta por todos los medios conseguir la réplica más parecida posible al original.
Guarda ese orgullo en una especie cuarto para todo en los bajos de su vivienda, las motocicletas, y en un garaje aledaño a la residencia, los coches. Todo abigarrado. Resultó una odisea poder recoger el testimonio gráfico de esta aventura. No es la puesta en escena de una gran actuación, de una performance, que se diría ahora en el inglés invasor de los espejismos. Aquí, sí, aquí, José Antonio expresa el lado más amable de las rarezas que se le imputan como elemento descriptivo de sí mismo.
Pero es la hora de su palabra en letras de molde. El protagonismo le pertenece y el narrador tomará nota de las entrañas de una magia, la del automóvil, de la que se hace cómplice gustoso, porque a mí también me encandilaron esos cacharros, de niño y de mayor. Formaron parte importante de mi profesión periodística bastantes años. Y lo disfruté. Por eso, ahora José Antonio es mi interlocutor.
![[Img #66288]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2023/1059_6-coleccionista-coches-6-copia.jpg)
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EL BUICK EIGHT, LA JOYA
“En 1986 o 1987 es cuando compré el primer coche, un Buick Eight (8 cilindros). Me costó 30.000 pesetas. Es la joya de mi colección. Como si fuera de la familia. Lo compré en un desguace. Lo iban a aplastar, porque no había reparación posible. Lo reparé y hoy anda. Consumía entonces entre 20 y 30 litros de gasolina, de aquella gasolina de octanaje reducido. Con los carburantes de hoy, he conseguido limitar ese consumo a 15 litros a los cien kilómetros.
Este Buick Eight, del año 1947, llevó veinte años de reparaciones. “Hasta 2007 – subraya- no pude sacarlo a la carretera”. Hoy, ufano, José Antonio me cuenta que lo lleva a concentraciones de clásicos y suele ser uno de los modelos más admirados.
La historia de las motos sigue un proceso similar.”Esa empezó –asegura – cuando llegué a Astorga en 1988. La primera que compré fue una Douglas modelo 2 ¾ CV. Me salió cara para esos tiempos, unas 50.000 pesetas. Y estaba muy mal. Le faltaba casi todo. Tenía lo básico: motor y chasis. Las ruedas y el depósito se los puse yo, siendo fiel al modelo original. Los compré en Inglaterra a través del Club Douglas. Por esta moto me pidieron primero 100.000 pesetas, pero conseguí reducirlo a la mitad. Menos mal, porque los gastos de reforma me salieron por encima del precio que pagué. Solo por el faro de carbono que lleva, desembolsé lo mismo que pagué por la compra de la moto. Es una joya, aunque no creo que sea la más valiosa actualmente”.
Lo de las motos fue empezar con el gusanillo. “A la Douglas – precisa – le siguió una Bultaco ‘Metralla’, luego una Ducati 250 ‘De luxe’. Pero el ejemplar más raro que tengo es una Ossa 230 Sport de 1968, de la que solo se construyeron poco más de 600 unidades” .
Estos inicios concluyen hoy con una colección de seis coches (el citado Buick, un Peugeot 203, un Seat 850, un Simca 1000 Rally, un Renault Dauphine Gordini y un Alfa Romeo 1600 TL, que “es la última adquisición y me va a llevar mucho tiempo su reforma”, señala. A ello se unen catorce motocicletas. “Todos, motos y coches, pueden circular. Aunque algunos no están documentados. Participan en rallys y concentraciones de vehículos clásicos”.
Inevitable preguntarle por los dineros de esta ¿locura?, ¿afición?, ¿pasatiempo?. Todo se junta. José Antonio se explica: “no me ha costado mucho. Lo he hecho poco a poco. Hay cosas caras como los carenados. Es una inversión que se va aplazando en el tiempo. Yo lo reconstruyo todo. He ido comprando en desguaces y a particulares. Casi todo estaba en mal estado y a bajo precio. Los arreglos sí han llevado dinero, pero me lo he tomado con paciencia. Lo he disfrutado de veras”.
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LO QUE SE ESCAPÓ
Ha disfrutado. Se refleja en el rostro según lo cuenta, pero también ha habido sus frustraciones. Ese modelo al que se le ha echado el ojo, que ha entrado como una flecha de Cupido, aunque al final aquel romance imaginado termina en calabazas. Fernández Bartolomé recuerda: “hubo un Alfa Romeo 1750 Coupe o GT, de 1964/65. Lo tenía ya comprado y pagado, pero apareció un familiar del dueño y lo quiso para él”.
La marca italiana asentada en Milán ha sido esquiva con nuestro hombre, pues otro modelo de esa firma quedó en el limbo. “Fue un Alfa Romeo 2600, descapotable, pero ahí disuadió el precio, unos 10.000 euros y estaba casi destrozado”, lamenta José Antonio.
Lo mismo, motos que se escaparon. “Quise comprar una Velocette, una KSS deportiva de la década de 1920 o 1930. No pudo ser. Me tiran mucho las motocicletas de aquellas décadas del siglo pasado, sobre todo marcas inglesas. Los británicos practican culto al coleccionismo de motos y coches clásicos. En los coches eran malos fabricantes, pero en las motos, los mejores. Tenían un montón de marcas y todas buenas”.
Fernández Bartolomé tiene su gran mito automovilístico en la marca española Pegaso. En el modelo único Z 102. “No lo he conducido – dicho con la tristeza del que lleva gasolina en las venas –, pero lo vi pasar y fue un flechazo. Luego, con 19 años, y la afición metida, me impresionó un Porsche 911 GT de primera serie”.
Para el mundo de las dos ruedas reserva “alguna Vincent, marca inglesa de los años cincuenta del siglo XX. Motos bicilíndricas. Dos frenos de tambor y uno detrás, una locura de varillas. Alcanzaba los 200 kms/h. Es una pieza muy particular. Hay que sentarse para verla bien. Están muy valoradas. Pueden costar más de 50.000 euros”.
Del mercado automovilístico actual, total escepticismo. “Ni miro para ellos. Siempre me han gustado los coches, pero ahora son muy impersonales. Se parecen casi todos. Respecto a las motos no oculta la pena por la desaparición de grandes firmas españolas, italianas y británicas. Ya solo quedan BMW y Ducati, me señala José Antonio.
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LO INVISIBLE DE LA COLECCIÓN
Reconoce José Antonio no ser un especial observador de las anécdotas con sus coches, y con dificultad me recuerda una con el modelo Peugeot 203. “Cada vez que lo sacaba a un rally o a una concentración, la gente metía el dedo en la boca del león. Lleva ese estandarte porque fue construido en Lyon (Francia)”.
Asegura desconocer el futuro de su colección, pero “desde luego no quiero que vuelvan a la chatarra. Mis hijos no siguen esta afición. No sé, al final, alguien los destruirá”.
Hasta aquí, uno de los coleccionistas astorganos de automóviles, ciudad en la que he percibido visual y emocionalmente una intensa complicidad por este mundo en su faceta coleccionista o de uso del vehículo. Me lo corrobora José Antonio: “hay una buena afición aquí. La gente que tiene modelos clásicos o históricos disfruta de ellos. Tenemos un club con un centenar de socios. Hacemos dos concentraciones al año de coches y de motos. Exposiciones hemos hecho, una de autos y tres de motocicletas, una en la Biblioteca Municipal. Tuvieron mucho éxito. Las corporaciones municipales nos han ayudado”.
Hasta aquí las rarezas de José Antonio Fernández Bartolomé, militar retirado. Un hombre que hablando de estos cachivaches a gasolina o diesel se vuelve locuaz, descriptivo, enamorado a tope de su afición. Nada que ver con la parquedad oral de su antigua profesión. Encarna bien la distinción entre obligación y devoción. La primera, el primer tiempo de saludo. La segunda, el enamoramiento por unos ingenios que cambiaron el mundo y sus hábitos de moverse y vivir. Es una enciclopedia parlante más que de la emocionalidad de las marcas, de su valor sociológico en una época donde ser ciudadano motorizado era una distinción.
La colección de José Antonio marca carácter. No solo es comprar, es arreglar objetos obligados a la obsolescencia. Que terminan en un desguace o se olvidan en un establo, donde un día aparecen llenos de mierda, pero sin perder la capacidad de asombro por ser un vestigio de nuestras vidas. No son los automóviles o las motos deslumbrantes que posicionamos en marcas míticas. Son la historia de muchas existencias cotidianas. Del vehículo que nos llevó al colegio, del que nos trasladó a un picnic familiar, del que ayudo al primer ligue. Todo eso contiene la humilde colección rara de José Antonio.
Un comienzo por el final. Es la última frase anotada en la entrevista con José Antonio Fernández Bartolomé, coleccionista de vehículos clásicos, tanto coches como motos. Me lo contaba con sorna, cuando ya cerrados bolígrafo y grabadora, aludió a una anécdota de Antonio Martínez, el inolvidable jamonero. Informaba al destinatario de la presencia de un forastero en Astorga, que preguntó por él textualmente con la frase del titular. Antonio enseguida me localizó por esas señas, lo explica con orgullo.
José Antonio no resultó un arquetipo de la rareza en nuestra charla, ni mucho menos. Si hay que buscar extravagancias habrá que hacerlo en el motivo de su colección de coches y motocicletas antiguas, algunos y algunas, no tanto. El periodista relator conoció esas piezas, las vio circular por las calles, y hasta se montó como pasajero. El calificativo antiguo resulta una perdigonada contra la coquetería del que escribe.
La afición de José Antonio no da para un museo del automóvil. Pocas piezas. De un valor testimonial más que económico. Él mismo ayuda a explicarlo: “hice formación profesional de automoción y nunca ejercí. Lo tengo como hobby. Si hubiera trabajado en ello no le tendría tato cariño”.
Ahí está la palabra clave, cariño. Nuestro hombre ha querido ver en los coches y en las motos que vio y condujo el acta vital de una época que se tiene que suponer feliz en su persona, porque el ahínco que nos ha expresado en el relato apunta directo en esa dirección.
SANITARIO DEL AUTOMÓVIL
Fernández Bartolomé es un sanitario del automóvil. La mayoría de sus adquisiciones procedían de desguaces o de propiedades olvidadas de sus anteriores dueños. Me explica que estas piezas llegan en estado lamentable y él las va arreglando con recambios originales, cuando puede, a través de contactos con clubes automovilísticos. En muchas ocasiones es imposible, y él mismo, con sus manos, y la formación recibida en su juventud, intenta por todos los medios conseguir la réplica más parecida posible al original.
Guarda ese orgullo en una especie cuarto para todo en los bajos de su vivienda, las motocicletas, y en un garaje aledaño a la residencia, los coches. Todo abigarrado. Resultó una odisea poder recoger el testimonio gráfico de esta aventura. No es la puesta en escena de una gran actuación, de una performance, que se diría ahora en el inglés invasor de los espejismos. Aquí, sí, aquí, José Antonio expresa el lado más amable de las rarezas que se le imputan como elemento descriptivo de sí mismo.
Pero es la hora de su palabra en letras de molde. El protagonismo le pertenece y el narrador tomará nota de las entrañas de una magia, la del automóvil, de la que se hace cómplice gustoso, porque a mí también me encandilaron esos cacharros, de niño y de mayor. Formaron parte importante de mi profesión periodística bastantes años. Y lo disfruté. Por eso, ahora José Antonio es mi interlocutor.
EL BUICK EIGHT, LA JOYA
“En 1986 o 1987 es cuando compré el primer coche, un Buick Eight (8 cilindros). Me costó 30.000 pesetas. Es la joya de mi colección. Como si fuera de la familia. Lo compré en un desguace. Lo iban a aplastar, porque no había reparación posible. Lo reparé y hoy anda. Consumía entonces entre 20 y 30 litros de gasolina, de aquella gasolina de octanaje reducido. Con los carburantes de hoy, he conseguido limitar ese consumo a 15 litros a los cien kilómetros.
Este Buick Eight, del año 1947, llevó veinte años de reparaciones. “Hasta 2007 – subraya- no pude sacarlo a la carretera”. Hoy, ufano, José Antonio me cuenta que lo lleva a concentraciones de clásicos y suele ser uno de los modelos más admirados.
La historia de las motos sigue un proceso similar.”Esa empezó –asegura – cuando llegué a Astorga en 1988. La primera que compré fue una Douglas modelo 2 ¾ CV. Me salió cara para esos tiempos, unas 50.000 pesetas. Y estaba muy mal. Le faltaba casi todo. Tenía lo básico: motor y chasis. Las ruedas y el depósito se los puse yo, siendo fiel al modelo original. Los compré en Inglaterra a través del Club Douglas. Por esta moto me pidieron primero 100.000 pesetas, pero conseguí reducirlo a la mitad. Menos mal, porque los gastos de reforma me salieron por encima del precio que pagué. Solo por el faro de carbono que lleva, desembolsé lo mismo que pagué por la compra de la moto. Es una joya, aunque no creo que sea la más valiosa actualmente”.
Lo de las motos fue empezar con el gusanillo. “A la Douglas – precisa – le siguió una Bultaco ‘Metralla’, luego una Ducati 250 ‘De luxe’. Pero el ejemplar más raro que tengo es una Ossa 230 Sport de 1968, de la que solo se construyeron poco más de 600 unidades” .
Estos inicios concluyen hoy con una colección de seis coches (el citado Buick, un Peugeot 203, un Seat 850, un Simca 1000 Rally, un Renault Dauphine Gordini y un Alfa Romeo 1600 TL, que “es la última adquisición y me va a llevar mucho tiempo su reforma”, señala. A ello se unen catorce motocicletas. “Todos, motos y coches, pueden circular. Aunque algunos no están documentados. Participan en rallys y concentraciones de vehículos clásicos”.
Inevitable preguntarle por los dineros de esta ¿locura?, ¿afición?, ¿pasatiempo?. Todo se junta. José Antonio se explica: “no me ha costado mucho. Lo he hecho poco a poco. Hay cosas caras como los carenados. Es una inversión que se va aplazando en el tiempo. Yo lo reconstruyo todo. He ido comprando en desguaces y a particulares. Casi todo estaba en mal estado y a bajo precio. Los arreglos sí han llevado dinero, pero me lo he tomado con paciencia. Lo he disfrutado de veras”.
LO QUE SE ESCAPÓ
Ha disfrutado. Se refleja en el rostro según lo cuenta, pero también ha habido sus frustraciones. Ese modelo al que se le ha echado el ojo, que ha entrado como una flecha de Cupido, aunque al final aquel romance imaginado termina en calabazas. Fernández Bartolomé recuerda: “hubo un Alfa Romeo 1750 Coupe o GT, de 1964/65. Lo tenía ya comprado y pagado, pero apareció un familiar del dueño y lo quiso para él”.
La marca italiana asentada en Milán ha sido esquiva con nuestro hombre, pues otro modelo de esa firma quedó en el limbo. “Fue un Alfa Romeo 2600, descapotable, pero ahí disuadió el precio, unos 10.000 euros y estaba casi destrozado”, lamenta José Antonio.
Lo mismo, motos que se escaparon. “Quise comprar una Velocette, una KSS deportiva de la década de 1920 o 1930. No pudo ser. Me tiran mucho las motocicletas de aquellas décadas del siglo pasado, sobre todo marcas inglesas. Los británicos practican culto al coleccionismo de motos y coches clásicos. En los coches eran malos fabricantes, pero en las motos, los mejores. Tenían un montón de marcas y todas buenas”.
Fernández Bartolomé tiene su gran mito automovilístico en la marca española Pegaso. En el modelo único Z 102. “No lo he conducido – dicho con la tristeza del que lleva gasolina en las venas –, pero lo vi pasar y fue un flechazo. Luego, con 19 años, y la afición metida, me impresionó un Porsche 911 GT de primera serie”.
Para el mundo de las dos ruedas reserva “alguna Vincent, marca inglesa de los años cincuenta del siglo XX. Motos bicilíndricas. Dos frenos de tambor y uno detrás, una locura de varillas. Alcanzaba los 200 kms/h. Es una pieza muy particular. Hay que sentarse para verla bien. Están muy valoradas. Pueden costar más de 50.000 euros”.
Del mercado automovilístico actual, total escepticismo. “Ni miro para ellos. Siempre me han gustado los coches, pero ahora son muy impersonales. Se parecen casi todos. Respecto a las motos no oculta la pena por la desaparición de grandes firmas españolas, italianas y británicas. Ya solo quedan BMW y Ducati, me señala José Antonio.
LO INVISIBLE DE LA COLECCIÓN
Reconoce José Antonio no ser un especial observador de las anécdotas con sus coches, y con dificultad me recuerda una con el modelo Peugeot 203. “Cada vez que lo sacaba a un rally o a una concentración, la gente metía el dedo en la boca del león. Lleva ese estandarte porque fue construido en Lyon (Francia)”.
Asegura desconocer el futuro de su colección, pero “desde luego no quiero que vuelvan a la chatarra. Mis hijos no siguen esta afición. No sé, al final, alguien los destruirá”.
Hasta aquí, uno de los coleccionistas astorganos de automóviles, ciudad en la que he percibido visual y emocionalmente una intensa complicidad por este mundo en su faceta coleccionista o de uso del vehículo. Me lo corrobora José Antonio: “hay una buena afición aquí. La gente que tiene modelos clásicos o históricos disfruta de ellos. Tenemos un club con un centenar de socios. Hacemos dos concentraciones al año de coches y de motos. Exposiciones hemos hecho, una de autos y tres de motocicletas, una en la Biblioteca Municipal. Tuvieron mucho éxito. Las corporaciones municipales nos han ayudado”.
Hasta aquí las rarezas de José Antonio Fernández Bartolomé, militar retirado. Un hombre que hablando de estos cachivaches a gasolina o diesel se vuelve locuaz, descriptivo, enamorado a tope de su afición. Nada que ver con la parquedad oral de su antigua profesión. Encarna bien la distinción entre obligación y devoción. La primera, el primer tiempo de saludo. La segunda, el enamoramiento por unos ingenios que cambiaron el mundo y sus hábitos de moverse y vivir. Es una enciclopedia parlante más que de la emocionalidad de las marcas, de su valor sociológico en una época donde ser ciudadano motorizado era una distinción.
La colección de José Antonio marca carácter. No solo es comprar, es arreglar objetos obligados a la obsolescencia. Que terminan en un desguace o se olvidan en un establo, donde un día aparecen llenos de mierda, pero sin perder la capacidad de asombro por ser un vestigio de nuestras vidas. No son los automóviles o las motos deslumbrantes que posicionamos en marcas míticas. Son la historia de muchas existencias cotidianas. Del vehículo que nos llevó al colegio, del que nos trasladó a un picnic familiar, del que ayudo al primer ligue. Todo eso contiene la humilde colección rara de José Antonio.