El plato de lentejas
![[Img #66359]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2023/6852_1-angel-dsc_0046-copia.jpg)
De los tiempos escolares que estudiaba la Historia Sagrada me quedó el mito de los mellizos Esaú y Jacob. El primero de los hermanos se ganó los derechos de primogenitura, un mayorazgo que, en aquella sociedad tribal, era la frontera entre el todo y la nada. Esaú vendió a Jacob el atributo por un plato de lentejas. Desde entonces esta legumbre es el símbolo perenne de los malos negocios. Esta es la primera impresión de la Ley de Amnistía que el presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, ha negociado con el líder en el exilio de Junts Per Catalunya y prófugo de la Justicia, Carles Puigdemont.
En política hay que partir de la base de que todo, incluso lo que parece aberrante, es susceptible de negociación, pero esa disposición no es extensible a la aceptación de cualquier postulado. Es lo que ha pasado desde que los resultados de las elecciones del 23 de julio abrieron el proceso negociador del PSOE, el segundo grupo más votado, con los secesionistas catalanes. Los siete escaños parlamentarios de Junts eran la clave para que a los socialistas les cuadrara la mayoría parlamentaria que les facultara gobernar. Un punto de partida de imperiosa necesidad que ponía a las huestes de Sánchez en visible posición de inferioridad y en la sospecha de cambalaches indigestos. Blanco sobre negro estaban las prioridades del grupo catalán.
Desde el minuto uno, un manto de silencio cubrió el proceso negociador. El silencio es el escalofriante síntoma de que el depredador acecha a la presa. Asumamos que las negociaciones se deben a un compromiso de discreción por las dos partes, pero no a la mudez, máxime en cuestiones que son vitales para la convivencia de un país. Hermetismo total.
En el zurrón del PSOE se guardaban los testimonios y actuaciones anteriores a las elecciones. Confluían en la negativa a la amnistía. Muchos votamos socialista con la convicción de que esa línea roja no iba a rebasarse. Se ha hecho al precio bíblico de un plato de lentejas, por mucho que la mercadotecnia política socialista enarbole constitucionalismo, progresismo y convivencia, términos que pierden su contenido cuando queda el acre sabor dominante del utilitarismo ideológico y las conveniencias individuales.
Lo único visible de este simulacro negociador es que el resultado contante y sonante es para los secesionistas catalanes, a los que parece se le han concedido la plenitud de su batería reivindicativa, incluyendo supuestos delitos de corrupción y agravios respecto a otros territorios. Lo único visible, por ahora, de las concesiones independentistas son sus siete votos asegurados para ¿toda la legislatura? ¿Qué primaba en este mercadeo, una poltrona de Gobierno o una esperanza seria de recomposición del deteriorado quehacer entre instituciones? De la segunda disyuntiva, bien al contrario: se ha constatado una brecha profunda entre los poderes Ejecutivo y Legislativo frente al Judicial. Con estas disensiones, los cimientos de una democracia se debilitan.
Progresismo, el sortilegio de Pedro Sánchez para encandilar al electorado. Hay que reconocerlo, ha cuidado de las capas más desfavorecidas de la sociedad, ha gobernado en circunstancias domésticas y foráneas dificilísimas. Pero su palabrería hechizante se hace humo con las hipotecas futuras encadenadas a un aliado de circunstancias que representa, aparte de un nacionalismo burgués casposo, decimonónico y reaccionario, la demostración inocultable, por confesada, de su estrategia de que cuanto peor le vaya a España, a ellos les va a ir mejor.
Es increíble que Sánchez y este PSOE puedan depositar una mínima confianza en personajes de ópera bufa como Puigdemont y acólitos, a los que por sus hechos ya conocemos. Los primeros en abandonar el barco cuando los mecanismos constitucionales y judiciales contra el 1-O se pusieron en marcha. Acomodados en el victimismo del exilio, mientras otros compañeros de viaje aguantaban el tipo en las prisiones. Sin estar con ninguno, a éstos es justo reconocerles coherencia y valentía.
Los estados de ánimo también juegan su partida. Mientras del lado socialista se apuesta por la demostración pendiente de los beneficios del acuerdo en una especie de bisbiseo, en el lado opuesto se jactan de la doma de la bestia, junto a la vocinglería chulesca de que esto es el principio. Temor versus envalentonamiento.
España vuelve a chocar contra la realidad de su clase política, acomodaticia y autista. Convencida de que pastorea rebaños y no colectividad de ciudadanos capaces de pensar y censurar con criterios propios. Usos, lamentable, que llevan tiempo desaparecidos. El que ahora venga el PP, destinado a ser oposición, diciendo que la investidura de Sánchez es un fraude porque no representa a la lista más votada, es recurso del que va huérfano de argumentos. Olvida que las elecciones son al poder legislativo, y que de éste, emana el titular del Ejecutivo. Es en sede parlamentaria donde, con toda legitimidad, se dan las mayorías que favorecen una gobernación estable.
En este sentido, la legitimidad de Sánchez, si consigue los votos, aunque no haya ganado en las urnas, es impecable. Otra cosa es que la ética y estética de los medios para alcanzar el fin tengan más oscuros que claros. Por salud democrática, un Gobierno no puede ser rehén de una minoría por mucha capacidad decisiva que posea. A falta de posteriores diagnosis que fijen la patología, de primeras, no gusta el color de la orina del enfermo.
De los tiempos escolares que estudiaba la Historia Sagrada me quedó el mito de los mellizos Esaú y Jacob. El primero de los hermanos se ganó los derechos de primogenitura, un mayorazgo que, en aquella sociedad tribal, era la frontera entre el todo y la nada. Esaú vendió a Jacob el atributo por un plato de lentejas. Desde entonces esta legumbre es el símbolo perenne de los malos negocios. Esta es la primera impresión de la Ley de Amnistía que el presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, ha negociado con el líder en el exilio de Junts Per Catalunya y prófugo de la Justicia, Carles Puigdemont.
En política hay que partir de la base de que todo, incluso lo que parece aberrante, es susceptible de negociación, pero esa disposición no es extensible a la aceptación de cualquier postulado. Es lo que ha pasado desde que los resultados de las elecciones del 23 de julio abrieron el proceso negociador del PSOE, el segundo grupo más votado, con los secesionistas catalanes. Los siete escaños parlamentarios de Junts eran la clave para que a los socialistas les cuadrara la mayoría parlamentaria que les facultara gobernar. Un punto de partida de imperiosa necesidad que ponía a las huestes de Sánchez en visible posición de inferioridad y en la sospecha de cambalaches indigestos. Blanco sobre negro estaban las prioridades del grupo catalán.
Desde el minuto uno, un manto de silencio cubrió el proceso negociador. El silencio es el escalofriante síntoma de que el depredador acecha a la presa. Asumamos que las negociaciones se deben a un compromiso de discreción por las dos partes, pero no a la mudez, máxime en cuestiones que son vitales para la convivencia de un país. Hermetismo total.
En el zurrón del PSOE se guardaban los testimonios y actuaciones anteriores a las elecciones. Confluían en la negativa a la amnistía. Muchos votamos socialista con la convicción de que esa línea roja no iba a rebasarse. Se ha hecho al precio bíblico de un plato de lentejas, por mucho que la mercadotecnia política socialista enarbole constitucionalismo, progresismo y convivencia, términos que pierden su contenido cuando queda el acre sabor dominante del utilitarismo ideológico y las conveniencias individuales.
Lo único visible de este simulacro negociador es que el resultado contante y sonante es para los secesionistas catalanes, a los que parece se le han concedido la plenitud de su batería reivindicativa, incluyendo supuestos delitos de corrupción y agravios respecto a otros territorios. Lo único visible, por ahora, de las concesiones independentistas son sus siete votos asegurados para ¿toda la legislatura? ¿Qué primaba en este mercadeo, una poltrona de Gobierno o una esperanza seria de recomposición del deteriorado quehacer entre instituciones? De la segunda disyuntiva, bien al contrario: se ha constatado una brecha profunda entre los poderes Ejecutivo y Legislativo frente al Judicial. Con estas disensiones, los cimientos de una democracia se debilitan.
Progresismo, el sortilegio de Pedro Sánchez para encandilar al electorado. Hay que reconocerlo, ha cuidado de las capas más desfavorecidas de la sociedad, ha gobernado en circunstancias domésticas y foráneas dificilísimas. Pero su palabrería hechizante se hace humo con las hipotecas futuras encadenadas a un aliado de circunstancias que representa, aparte de un nacionalismo burgués casposo, decimonónico y reaccionario, la demostración inocultable, por confesada, de su estrategia de que cuanto peor le vaya a España, a ellos les va a ir mejor.
Es increíble que Sánchez y este PSOE puedan depositar una mínima confianza en personajes de ópera bufa como Puigdemont y acólitos, a los que por sus hechos ya conocemos. Los primeros en abandonar el barco cuando los mecanismos constitucionales y judiciales contra el 1-O se pusieron en marcha. Acomodados en el victimismo del exilio, mientras otros compañeros de viaje aguantaban el tipo en las prisiones. Sin estar con ninguno, a éstos es justo reconocerles coherencia y valentía.
Los estados de ánimo también juegan su partida. Mientras del lado socialista se apuesta por la demostración pendiente de los beneficios del acuerdo en una especie de bisbiseo, en el lado opuesto se jactan de la doma de la bestia, junto a la vocinglería chulesca de que esto es el principio. Temor versus envalentonamiento.
España vuelve a chocar contra la realidad de su clase política, acomodaticia y autista. Convencida de que pastorea rebaños y no colectividad de ciudadanos capaces de pensar y censurar con criterios propios. Usos, lamentable, que llevan tiempo desaparecidos. El que ahora venga el PP, destinado a ser oposición, diciendo que la investidura de Sánchez es un fraude porque no representa a la lista más votada, es recurso del que va huérfano de argumentos. Olvida que las elecciones son al poder legislativo, y que de éste, emana el titular del Ejecutivo. Es en sede parlamentaria donde, con toda legitimidad, se dan las mayorías que favorecen una gobernación estable.
En este sentido, la legitimidad de Sánchez, si consigue los votos, aunque no haya ganado en las urnas, es impecable. Otra cosa es que la ética y estética de los medios para alcanzar el fin tengan más oscuros que claros. Por salud democrática, un Gobierno no puede ser rehén de una minoría por mucha capacidad decisiva que posea. A falta de posteriores diagnosis que fijen la patología, de primeras, no gusta el color de la orina del enfermo.