Isabel Llanos
Sábado, 18 de Noviembre de 2023 Actualizada Sábado, 18 de Noviembre de 2023 a las 08:45:58 horas

Espacios mutables

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Ya me había fijado que hacían obras al pasar el otro día con una bolsa de la compra en cada mano, y fisgar, de pasada, por la puerta abierta a la calle lo que hacían los operarios. Y sí, ya entonces me pregunté si sería una reforma como la que señala el restaurante que está en la acera de enfrente y que es mi proveedor de sopas calentitas cuando llega el invierno y estoy demasiado cansada para plantearme hacer una en casa o, simplemente, no resisto más tiempo sin tomarme un encebollado. Pero ayer por la noche pasé y ya había unos movimientos que me indicaron, sin género de dudas, que se trataba de un cambio de negocio. En las épocas de crisis los cambios son pan nuestro de cada día. Inevitablemente me hizo pensar en el negocio que ocupaba anteriormente el espacio: una mercería con múltiples y pequeños escaparates de la época pues, además de hilos, botones y pasamanería, tenía una pequeña sección de cotillería.

 

El barrio, tan cambiado, tan prefabricado ahora. Donde los negocios se limitan a franquicias y lugares de comida prefabricada y barata para turistas. Donde estaba el zapatero remendón, ahora hay una iglesia de esas de nombre larguísimo que no conozco; donde se ubicaba la imprenta que sacaba a diario para colgar de la pared una especie de jaulita a modo de escaparate repleta de estampas de comunión, recordatorios de difuntos e invitaciones de boda como un irónico paisaje de la brevedad de la vida resumida en estos ritos sociales de paso, ahora hay un coworking, ya cerrado. La tristeza que me da ver que, donde existía una galería de arte, en la que frecuentemente hacían inauguraciones de exposiciones y que también ejercía de enmarcador, ahora hay una ferretería de nombre ‘Ghosia’ y en el local de multiproductos regentado por una familia de origen chino de la que viví desde el embarazo hasta que se fueron, ya bien creciditos los niños, ahora una sede más de una cadena de panaderías.

 

Ya somos conscientes de la despersonalización de las ciudades como uno de los males de este siglo, que cada vez es más difícil viajar sin tener la sensación de que en vez de un casco histórico se está visitando un centro comercial tras otro, aunque sea al aire libre. Cuando paso por las tiendas de recuerdos y souvenirs cercanas a la Sagrada Familia, y veo que siguen vendiendo la misma figura de flamenca y el imán de paella para la nevera, me pregunto si los tópicos culturales también son una especie en extinción, tan globalizados todos, tan neutros, tan anodinos. Quién sabe cuáles serán los intereses turísticos de las generaciones futuras o cómo se explicará que antes la compra se hacía en tiendas especializadas, a veces vinculadas a oficios, o que, incluso antes, como precursor de supermercados, estaban los ultramarinos o coloniales.

 

Estos cambios acelerados en el paisaje urbano me desestabilizan, me causan tanto estupor como si acabase de despertarme en la oscuridad y al alargar la mano para encender la lámpara de mi mesilla, no encontrase sino otro mueble a distinta altura, con el interruptor de un flexo y que, prendida la luz, no fuese mi casa, sino otra. Imagino que este aturdimiento es el que incide en el deterioro cognitivo de los ancianos que tanto se acelera cuando se les extrae de su confortable y conocido entorno. Pero, sobre todo, me retrotrae a mi propia fecha de caducidad y se me hace inevitable recordar la frase del papelito del anillo del rey de la leyenda popular “esto también pasará”.

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