Objetos perdidos
![[Img #66458]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2023/2095_3-nuria-pobreza-copia.jpg)
Siempre me han fascinado las oficinas de objetos perdidos; ese territorio que es tierra de nadie y de todos al mismo tiempo. Un lugar común en el que las clases sociales se diluyen para compartir espacios muy apretadas, casi cómplices, casi diluidas en carantoña y mermelada. La diferencia estriba en el valor de los objetos, en su calidad y precio. Perder las pertenencias por el mundo las perdemos todos. Es lo democrático del despiste frente al valor monetario de la mercancía. Ya el nombre (oficina de objetos perdidos) desvela una poética de lo incógnito, de lo no revelado, de lo maravilloso. Allí conviven en hilera miles de carteras, cámaras fotográficas, teléfonos móviles, llaves de auto y de apartamento, guantes, bufandas, abrigos, chaquetas, y el artefacto más inverosímil que podamos imaginar.
Lo vamos perdiendo todo por la vida antes de tiempo en los aeropuertos, los hoteles, las playas y los taxis. Perder un objeto es ya un trastorno importante; si el objeto es valioso ni dudarlo. El misterio que contiene un extravío resulta desasosegante. Si perdemos un paraguas y va a parar a la oficina de objetos perdidos estamos de suerte, no obstante allí se acumulan miles de paraguas que buscan dueño, paraguas extraviados hace decenas de años, islas de tiempo inabarcable que acumulan diluvios. Nadie ha ido a reclamarlos jamás y buscan adoptantes que no se presentarán, porque perder un paraguas es tan habitual que no se nos ocurre ir allí a buscar uno. Les aseguro que están deseando regalarlos para ganar espacio. Quizá los quemen o salgan a subasta a los dos meses como otros objetos valiosos. Nunca he sabido a ciencia cierta qué se decide realizar con esos cientos o miles de paraguas extraviados. Quizá los abran todos para aguantar lo que se viene encima, formando un toldo gigantesco donde cobijarse.
No olvidemos que las oficinas de objetos perdidos son lugares de culto donde providencialmente se acumulan enseres porque alguien los ha recogido y, en su honradez, se ha molestado en darse un paseo empleando su tiempo para depositarlos allí. Un ángel, en los tiempos de estafa e infamia que vivimos. Un alma buena y prudente que nos regala de nuevo lo que creímos irrecuperable y extraviado para siempre en lo ignoto del orbe. Siempre existirá la bonhomía en los recovecos del mundo y de los trenes.
Lo peor es extraviar el alma y los anhelos en lugares ignotos de nosotros mismos. Perdernos para siempre desconectados del mundo y de los otros. Aquí, en estos oscuros pabellones de la mente, no hay quien nos encuentre ni nos lleve de su bondadosa mano a oficina alguna. Seremos pasto del olvido y de las sombras. Las oficinas de personal extraviado están aún por inventarse y, en caso de que alguna vez se dé esa posibilidad, y nadie nos reclame, será demasiado duro salir a subasta al mejor postor. No podríamos soportarlo. Sé que están pensando en las residencias de ancianos, sanatorios o similares, pero no es lo mismo porque la subasta y el ingreso del individuo no se realiza del mismo modo en estos lugares ya en funcionamiento. Perderse, extraviarse, alejarse del norte para arribar a todos los sures donde las oficinas de personas perdidas aún no se han inventado y quizá no se inventen jamás.
Me viene a la memoria un poema de Cortázar con el mismo nombre que este artículo y dice así:
Por veredas de sueño y habitaciones sordas
tus rendidos veranos me aceleran con sus cantos.
Una cifra vigilante y sigilosa
va por los arrabales llamándome y llamándome,
pero qué falta, dime, en la tarjeta diminuta
donde están tu nombre, tu calle y tu desvelo
si la cifra se mezcla con las letras del sueño,
si solamente estás donde ya no te busco.
Siempre me han fascinado las oficinas de objetos perdidos; ese territorio que es tierra de nadie y de todos al mismo tiempo. Un lugar común en el que las clases sociales se diluyen para compartir espacios muy apretadas, casi cómplices, casi diluidas en carantoña y mermelada. La diferencia estriba en el valor de los objetos, en su calidad y precio. Perder las pertenencias por el mundo las perdemos todos. Es lo democrático del despiste frente al valor monetario de la mercancía. Ya el nombre (oficina de objetos perdidos) desvela una poética de lo incógnito, de lo no revelado, de lo maravilloso. Allí conviven en hilera miles de carteras, cámaras fotográficas, teléfonos móviles, llaves de auto y de apartamento, guantes, bufandas, abrigos, chaquetas, y el artefacto más inverosímil que podamos imaginar.
Lo vamos perdiendo todo por la vida antes de tiempo en los aeropuertos, los hoteles, las playas y los taxis. Perder un objeto es ya un trastorno importante; si el objeto es valioso ni dudarlo. El misterio que contiene un extravío resulta desasosegante. Si perdemos un paraguas y va a parar a la oficina de objetos perdidos estamos de suerte, no obstante allí se acumulan miles de paraguas que buscan dueño, paraguas extraviados hace decenas de años, islas de tiempo inabarcable que acumulan diluvios. Nadie ha ido a reclamarlos jamás y buscan adoptantes que no se presentarán, porque perder un paraguas es tan habitual que no se nos ocurre ir allí a buscar uno. Les aseguro que están deseando regalarlos para ganar espacio. Quizá los quemen o salgan a subasta a los dos meses como otros objetos valiosos. Nunca he sabido a ciencia cierta qué se decide realizar con esos cientos o miles de paraguas extraviados. Quizá los abran todos para aguantar lo que se viene encima, formando un toldo gigantesco donde cobijarse.
No olvidemos que las oficinas de objetos perdidos son lugares de culto donde providencialmente se acumulan enseres porque alguien los ha recogido y, en su honradez, se ha molestado en darse un paseo empleando su tiempo para depositarlos allí. Un ángel, en los tiempos de estafa e infamia que vivimos. Un alma buena y prudente que nos regala de nuevo lo que creímos irrecuperable y extraviado para siempre en lo ignoto del orbe. Siempre existirá la bonhomía en los recovecos del mundo y de los trenes.
Lo peor es extraviar el alma y los anhelos en lugares ignotos de nosotros mismos. Perdernos para siempre desconectados del mundo y de los otros. Aquí, en estos oscuros pabellones de la mente, no hay quien nos encuentre ni nos lleve de su bondadosa mano a oficina alguna. Seremos pasto del olvido y de las sombras. Las oficinas de personal extraviado están aún por inventarse y, en caso de que alguna vez se dé esa posibilidad, y nadie nos reclame, será demasiado duro salir a subasta al mejor postor. No podríamos soportarlo. Sé que están pensando en las residencias de ancianos, sanatorios o similares, pero no es lo mismo porque la subasta y el ingreso del individuo no se realiza del mismo modo en estos lugares ya en funcionamiento. Perderse, extraviarse, alejarse del norte para arribar a todos los sures donde las oficinas de personas perdidas aún no se han inventado y quizá no se inventen jamás.
Me viene a la memoria un poema de Cortázar con el mismo nombre que este artículo y dice así:
Por veredas de sueño y habitaciones sordas
tus rendidos veranos me aceleran con sus cantos.
Una cifra vigilante y sigilosa
va por los arrabales llamándome y llamándome,
pero qué falta, dime, en la tarjeta diminuta
donde están tu nombre, tu calle y tu desvelo
si la cifra se mezcla con las letras del sueño,
si solamente estás donde ya no te busco.